Sucedió en Lima, la horrible.
La academia Aurelio Fernández-Concha era un edificio frente a la Avenida Javier Prado. Pasando la recepción había dos piscinas. Ahí, a los siete años, yo aprendí a nadar.
Para ir a la piscina olímpica había que pasar un túnel. Si hubiera sido un buen nadador, supongo que la recordaría. Pero aquella es una imagen borrosa. Sólo recuerdo la piscina de los chicos. El agua goteando desde mi ropa de baño y el olor a cloro.
Las otras piscinas de mi infancia son las de la Rinconada Country Club. Había dos: la grande, con parte honda y trampolín; y la chica, de los niños, con resbaladera. Me acuerdo del sonido que hacía la ropa de baño cuando se deslizaba sobre el plástico, camino al agua.
También recuerdo cuando mis amigos, de nueve años, asaltaron el baño de niñas y salió Patty Chávarri desafiante, calata de la cintura para arriba, envuelta en una toalla. Se le veía hermosa.
De la piscina grande lo que mejor recuerdo es el trampolín.
Siempre había una fila de niños esperando. Uno se subía y hacía siempre el mismo sonido: taca-ta-taca-ta y pomm: la caminata sobre la tabla y el golpe con los pies antes de saltar al agua.
A veces yo buceaba y sacaba una tapa de metal del fondo de la piscina. Parecía una ficha para jugar al sapo, diez veces más grande y pesada. La jalaba mientras nadaba hacia la superficie. Me gustaba lanzarla y mirar como se hundía, hasta posarse sobre el fondo azul.
Los veranos yo pasaba muchas horas libres en esa piscina. Sin embargo, las mañanas de enero y febrero, tenía las clases de natación de los Juegos Recreativos. Detestaba esas clases: nadar de espalda, de pecho, estilo mariposa. Qué pereza mirar el trampolín sin poder subirse a él.
En esos Juegos que empezaban muy temprano en la mañana también estaban los primos Vítor: Fernando y Giancarlo. Los Vítor odiaban la natación. Tal vez por eso nos fugábamos hacia la zona de las parrillas.
Había que hacerlo escondiéndose de los coordinadores. Sobre todo de Humberto Jara que paseaba con pantalón de buzo y un pito colgado del cuello. Si encontraba a desertores de los Juegos, tocaba el pito de una manera escandalosa y les gritaba: ¡Piscinita nomás, haragán!
Una mañana en la zona de parrillas, después de jugar al golf en miniatura, como quien está aburrido y no sabe qué más hacer, uno de los Vítor lanzó un fósforo contra una montaña de maleza. Luego volvimos a nuestra clase de fútbol. O fue tal vez de karate. O de básquet. Hubiera sido otro día de verano poco memorable, si es que los jardineros de Rinconada no hubieran encontrado el cerro de maleza convertido en una fogata de proporciones apocalípticas.
Mi madre habló con la Junta Directiva y consiguió convencerlos de que yo jamás hubiera podido hacer algo así. Me suspendieron por una semana. A los Vítor los suspendieron por el resto del verano.
Ese año no hubo ningún incendio pero sí una tragedia.
Recuerdo haber estado caminando hacia una milanesa de pollo con papas fritas que me esperaba sobre la mesa del comedor principal. Vi mucha gente amontonada al borde de la piscina grande. Le pregunté qué pasaba a uno de los mozos y me dijo que un niño se había ahogado. Nunca había visto a un ahogado. ¿Quién era? Sentí mucha ansiedad ¿Dónde estaban los salvavidas?
(¿Aquella piscina con una parte honda de varios metros de profundidad, tenía salvavidas en los años 80s? Es probable que no).
Encontré un cerco de curiosos, autoridades, trabajadores del club y bomberos entre el ahogado y yo. Entre las piernas de los demás, bajo la sombra de una palmera, me pareció verlo. Un pequeño cuerpo extendido sobre el piso. Alguien me dijo que tenía nueve años. Que no era un socio sino un invitado y no sabía nadar. Tampoco sabía que una parte de la piscina tenía piso y que la otra parte era honda. También escuché que cuando el niño se ahogó, su mamá estaba jugando tenis.
Me pareció muy bien cuando supe que la directiva de Rinconada iba a tomar medidas. Era obvio que los socios querían evitar otra desgracia. Se me ocurrió que contratarían salvavidas a tiempo completo y llenarían el borde de la piscina con carteles: «Cuidado:Piscina profunda».
Me equivoqué.
Solucionaron el problema durante aquellos días en que Lima es fría, neblinosa y muy gris. En los meses de invierno, mientras en el colegio yo comenzaba a mirar Patty Chávarri con ojos distintos, y a recordar con cariño aquel hermoso verano de mi infancia, Rinconada llenó de concreto la parte honda de su piscina.
Semanas después anunciaron complacidos el fin de los trabajos. Dijeron que nadie se iba a ahogar. Nunca jamás.
Y desaparecieron el trampolín.