—Ben, ¿qué estás haciendo?
—Yo diría que estoy flotando a la deriva en la piscina.
—¿Por qué?
—Es agradable dejarse llevar.
El graduado, 1967
[…] las tardes de verano amarillas y celestes en la pileta del Golf, haciendo la plancha boca arriba, encandilada por el sol, sintiéndome tan feliz que, en el fondo, era como estar triste.
Leila Guerriero
La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo.
Dylan Thomas
Prólogo. Esto no es un libro de piscinas
Mi primera piscina fue un juego. La segunda, una preocupación. Cuenta la crónica familiar que a los cuatro o cinco años, hay dudas sobre la fecha exacta, me regalaron un Exin Castillos, un juego de construcción muy popular en los años setenta compuesto por piezas de color beige. Esa misma crónica habla de que, al poco tiempo de estar jugando con él, descubrieron que estaba pintándolas de azul. “¿Qué haces, Anabel?”. “Una piscina”, respondí yo, dice la leyenda. En esa declaración de intenciones me apoyaría en el futuro: preferiría las piscinas a los castillos, la diversión a la solemnidad. Y si no existían, las inventaría.
En aquel pueblo de Huelva, en la frontera entre España y Portugal, y en esos años, las escasas piscinas que había pertenecían a las familias de mis amigos. Mi casa era grande, tenía la forma de las de los dibujos infantiles y dos patios, pero no tenía piscina. En los meses de verano, yo esperaba durante toda la semana la llamada que anunciaba la invitación para pasar el domingo chapoteando en una de esas casas de campo. Deseaba la piscina, no el campo, la casa ni el domingo; todo era placentero y ligero alrededor de ella. Yo aún no sabía explicarlo, pero era el único lugar en el que una niña se sentía, a la vez, libre y cuidada. Podía zambullirme y jugar durante horas como una salvaje, sabiendo que mis padres me miraban de reojo, lejos pero cerca.
Esa sensación era tan formidable que me inquietaba no recibir la llamada que me acercaba a ella. Dependía de otras personas para sentirla, y ahí supe que quien posee una piscina también guarda en el bolsillo la llave de la alegría de otras personas. Cuando el teléfono sonaba para invitarme, respiraba aliviada por dos razones: mis amigos me querían y había domingo de piscina. Así, buscando ser aceptada, pasé muchos años. No había razones para no serlo, pero era muy pequeña para entender que lo que pensamos es tan cierto como lo que vivimos. Yo tenía gafas, era forastera, no tenía piscina; esa era la historia que yo me contaba y la única que me importaba. Me gustaba compensar las invitaciones a esos baños contando películas e historias en voz alta (Quince años recién cumplidos, Foot-loose, Poltergeist) y portándome bien. Llevo casi medio siglo sin dejar de hacerlo.
No he vuelto allí, pero compenso su recuerdo merodeando por los alrededores. Como una detective acuática, he viajado por cinco continentes persiguiendo piscinas, aunque ninguna me emociona tanto como aquellas que tienen una casa encalada y encinas y olivos cerca. La única alerta que tengo en los portales inmobiliarios es la que incluye las palabras “Sierra de Huelva”.
Este no es un libro sobre piscinas. Si esto fuera un cuadro de Magritte, aparecería en él un libro con una piscina en la portada y este texto sobrescrito. Una cosa es lo que es y otra lo que parece. Este es un libro sobre una relación: la mía con esas construcciones. También es una celebración de su naturaleza y de sus buenas intenciones. Joan Didion escribió en su ensayo Agua bendita: “Siempre quise una piscina y nunca tuve una”. A ella se le ha concedido el título de ideóloga clorofílica cuando su auténtica obsesión, como buena criatura del desierto, era el agua. Apenas escribió unos párrafos sobre piscinas, pero qué párrafos. Ojalá yo hubiera redactado esa frase, tan precisa, tan desapasionada, tan didionesca. Quizás, entonces, no tendría que escribir este libro, que será lo contrario: impreciso y apasionado. Este tampoco es un libro sobre la infancia ni los paraísos perdidos: quiero hablar de piscinas. Y quiero hablar de mí, sentada en el bordillo de una de ellas, en ese lugar en el que todo el mundo sonríe.
Me colé en Torres Blancas
Yo también me cuelo un día en una piscina. No quiero ser menos que la periodista que nadó Manhattan ni que el argentino que se hizo pasar por comprador para entrar en la casa de los Bioy-Ocampo. Lo hago en la de Torres Blancas, uno de los emblemas arquitectónicos de Madrid. La conozco y recuerdo su rareza: un hueco entre depósitos de agua en lo alto de un edificio de hormigón que siempre veo cuando voy camino del aeropuerto. Ya me he bañado en ella y atesoro ese momento. Sin embargo, como no me fío de los recuerdos, decido volver a visitarla. Busco pisos en alquiler en Torres Blancas, que es una sola torre y, además, no es blanca. No hay demasiados, pero encuentro uno. Concierto una cita con el comercial de la inmobiliaria y aparezco puntual. Finjo estar muy interesada: “Verá, estoy buscando un edificio con piscina, a ser posible, en una obra emblemática, porque soy capri chosa. Además, estoy cansada de vivir en el centro”. Estoy dispuesta a ser una clienta fácil, porque este edificio encaja con mis aspiraciones. Cruzo la puerta y cuando veo que el agente pide al portero la llave de la piscina, sé que, durante la siguiente media hora, me voy a divertir mucho. Es lo primero que me quiere enseñar. Subimos a la planta 25, a cien metros de altura sobre el suelo, y aparece ella. La veo serpenteante, con el aspecto un tanto peligroso que sí recordaba. Él me pide disculpas por el mal estado en el que se encuentra. No es cierto: solo estaba a medio llenar y con el agua sucia. No sabe que eso no me desanima. Me hago la exigente y con algo de teatro, afirmo que la veo abandonada. Me asegura que la reforma está ya aprobada y transmito mi alivio: “Pero, este verano, ¿nos podríamos bañar”. “Por supuesto. Las obras comenzarán en septiembre”. Dios, qué buena actriz soy.
No hay una piscina como la de Torres Blancas en todo Madrid, porque no hay un edificio como Torres Blancas en todo Madrid, ni en toda España. Torres Blancas fue un encargo de Huarte, la constructora navarra, a Sáenz de Oiza, que desarrolló el proyecto entre 1964 y 1968. El arquitecto quiso proponer una manera de vivir en la ciudad diferente a la que predominaba en ese tiempo: sus habitantes contarían con servicios comunes como restaurante o zonas de recreo. Tendrían una piscina en la cubierta, como había construido Le Corbusier años antes su Unité d’Habitation de Marsella, aunque la de Corbusier sería solo para niños; también tendrían una arquitectura llena de carisma a su alcance. A esta idea, que estaba llena de buenas intenciones, le correspondía una piscina a su medida: no podía ser rectangular ni convencional. Es una piscina irregular, fuera de modas y, por eso, absolutamente moderna. La piscina se construyó en la torre de agua de la última planta y tiene 360 grados de vistas a toda la ciudad. Es absurda. Es preciosa.
Tras visitar la piscina debo bajar a conocer el apartamento que, en teoría, estoy interesada en alquilar. Me gusta lo que me enseña el agente inmobiliario, porque estoy ebria de lo visto en la azotea. Durante diez segundos pienso en dinamitar mi vida, llamar a mi casero, rescindir mi alquiler y mudarme a Torres Blancas para bañarme en aquella piscina incómoda y hacer fiestas con música de Augusto Algueró. Decido que visitar casas con piscinas a las que nunca me voy a mudar puede ser una ocupación interesante. El asunto es que ya tengo una ocupación interesante: mi trabajo me permite viajar para atrapar piscinas. No era este mi plan cuando era pequeña. He querido ser, por orden y en sucesivas épocas de mi vida: exploradora, gimnasta, ministra de Cultura y Karen Blixen. Pienso que lo que hago –descubrir, bañarme y contarlo– es una mezcla de todas estas profesiones. ¿Y si al final soy lo que quería ser?
Estos fragmentos pertenecen al libro del mismo título que ha publicado Libros del K.O.