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Piso tomado: una reflexión en torno al caso ‘Cañizares’, Rocío Piso y Julio Cortázar


Casa tomada.
Casa tomada (una de tantas).

Es una auténtica pena, pero, a estas alturas, casi nadie se acuerda ya de Elena Cañizares, Rocío Piso, Ángela Compañera, Lucía Compañera y, ¡ay!, demás compañía; protagonistas todas del último escándalo viral a propósito del COVID-19. Seguimos hablando de ellas, evidentemente, pero porque en este país nos gusta mucho el cotilleo; sin embargo, nadie las conoce, nadie las recuerda, nadie -más allá de la anécdota- piensa demasiado en ellas. Ya lo había dejado escrito Julio Cortázar en uno de sus relatos, «estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar», y, si no, que nos lo digan a nosotros, que nos hemos tragado esta movida como si la pandemia de coronavirus no hubiera hecho nada más que empezar, como si no llevásemos ya nueve meses gestándola, sufriéndola, narrándola.

Para quien no se haya enterado, el escándalo en cuestión podría resumirse de la siguiente manera: Elena Cañizares, estudiante de enfermería, había dado positivo en coronavirus y lo había compartido por el chat de WhatsApp de su piso, en el que estaban también sus otras tres compañeras. Éstas, lejos de entenderlo y con una actitud muy similar a la que se vivió en algunos momentos determinados del confinamiento, donde algunos sanitarios, reponedores o cajeros de supermercado recibieron cartas o amenazas por parte de sus vecinos para que se fueran a vivir a otro lugar, en pro de la salud del edificio, Ángela, Lucía y sobre todo Rocío le pidieron a su amiga que se marchara, que se fuera a vivir a casa de sus padres -con el consiguiente riesgo que ello supone-, y que sí, que lo de estudiar para salvar vidas ajenas está muy bien, pero que el virus, mejor, se lo llevara.

«El piso es nuestro también. Tu casa es tuya. Eres su hija. Su responsabilidad. No la nuestra». «Si vosotras estuvierais en mi situación, no os echaría para que fueseis a casa de vuestros padres (…). Porque yo tenga el COVID no lo tienen que tener ellos también». «Teniendo en cuenta que en tu casa estarías aislada en una habitación sin ningún tipo de contacto, salvo cuando tengas que abrir la puerta para que te den la comida (…). Sin embargo, en el piso te tienes que mover, hacerte la comida, lavar, etc. y ahí sí que nos estarías exponiendo a nosotras». Éstos fueron algunos de los mensajes que se compartieron hace una semana, y también algunos de los que más indignaron al personal, que estaba presente en sus pantallas y que tildaban de egoístas a unas y a otras, de irresponsables y de poco colaborativas entre ellas, dada la situación. Y es que, ¿de verdad Rocío Piso, Ángela Compañera y Lucía Compañera hubieran sido capaces de dejar aislada a Elena Cañizares? Es decir, siendo positiva por COVID, ¿no la hubieran ayudado a hacer sus tareas, a moverse, a hacerse la comida, a lavar? ¿Preferían, de verdad, encerrarse en sí mismas como único mecanismo para poder afrontar la realidad, que era tan grave como la hipotética y probable -y evitable, además- propagación del virus? No lo sé; pero, bueno, aún nos queda la literatura.

Por ejemplo, en 1951, el mismo Julio Cortázar del que antes hablábamos publicaba Bestiario, un libro de cuentos y relatos en el que, entre otros muchos bocetos, nos encontrábamos con Casa tomada, una breve narración, misteriosa y llena de significados, que profundiza en la relación de una familia -o de lo que de ella quedaba- con su casa familiar, tan llena de recuerdos, de silencio y de fantasmas. «Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse», y en la que, de repente, empiezan a oírse ruidos extraños, lo que también produce que los dos protagonistas comiencen a asustarse. «Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

—¿Estás seguro?

Asentí.

—Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado».

Juzguen ustedes mismos, pero, ¿esto no nos recuerda, acaso, al asunto ‘Cañizares’? Habitantes de una casa feliz que, sin pretenderlo, se ven amenazados por un condicionante interior, algo que crece junto a ellos y cuya más cabal escapatoria consiste en aislarlo, en olvidarlo, en dejarlo encerrado y escapar; además de correr el gran cerrojo de la puerta «para más seguridad», claro. Porque imagínense ustedes la situación, que es similar a la de tener que echar el cierre a la mitad de tu casa por culpa de unas sombras: empezar a oír ruidos de un enemigo invisible que se mueve por las noches, cuando el resto ya se ha ido a acostar. Y es que, lógicamente, existe un enemigo; la cosa está en saberlo diferenciar.

Hay una parte en Casa tomada, precisamente, en que Cortázar, valiéndose de las palabras de su protagonista, escribe lo siguiente: «Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta (…). Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios». Y como yo quiero pensar que Rocío Piso y compañía son unas admiradoras acérrimas de Cortázar -por otro lado, como todos-, quiero pensar, también, que ese es el miedo que tienen, como la inmensa mayoría: el hecho de enfrentarse a un ser irreconocible, a un virus del tamaño de una partícula. Es por eso -y no por otra cosa- por lo que también se han cabreado con la pobre Elena Cañizares con «voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta», una voz que irrumpe desde las más profundas pesadillas y no de la razón, del miedo mismo a contagiarse.

Efectivamente, amigo Julio, «se puede vivir sin pensar», y en casos -o pisos- como éstos la constatación se vuelve evidente. Sin embargo, hay algo peor: vivir pensando y, aún así, pensar exclusivamente en uno mismo, olvidando a los demás. ¿Se acuerdan de las consignas políticas que esgrimía el Ministerio de Sanidad hace unos meses? Eso de que #EsteVirusLoParamosUnidos y que de él saldríamos mejores. Pues, bien, ya no lo parece, y la única solución que se me ocurre es lo que hicieron los habitantes de aquella casa de Cortázar: «Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada». No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera dar positivo en COVID-19 y tratara de aislarse en su propia casa, a esa hora y con sus compañeras alocadas.

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