La famosa sentencia que califica de plagio cualquier obra artística que no siga la tradición a la que pertenece resulta hoy particularmente oportuna; una serie de películas recientes, destacadas por la crítica y premiadas con largueza, se presentan con un propósito de ruptura, aunque no dejan de forcejear con la retórica cinematográfica establecida.
Todo movimiento que aspira a la novedad debe tomar postura frente al estilo de una época anterior, un doble forcejeo entre la negación (hemos venido a hacer otra cosa) y la humildad (de aquello nos alimentamos). Por la propia hibridez del cine, mezcla y suma de ramas artísticas dispares destinadas a cohabitar, la necesidad de acudir a una tradición no se limita al ámbito propio, sino que se le permite libar de otras flores, vivas culturalmente, aunque pertenezcan a un pasado más o menos lejano.
La Nouvelle Vague francesa abominó del espeso realismo de Marcel Carné, para declararse continuadora del realismo poético de Jean Renoir; además, acudió al ejemplo del cine estadounidense, en una búsqueda de fuentes de inspiración, cuya amplitud se correspondía con la variedad de las preocupaciones temáticas y formales de los distintos realizadores. Jean Luc Godard se declaraba admirador del cineasta francés Jean-Pierre Melville y de los títulos de la serie B hollywoodense, al tiempo que su insistencia en el ensayismo no dejaba de emparentarle con Montaigne. Claude Chabrol, discípulo de Alfred Hitchcock, prolongó en sus películas la crónica de la sociedad de su tiempo con el bisturí proporcionado por la novela policíaca de Georges Simenon. Eric Rohmer es un heredero de la dramaturgia francesa que se moderniza en Marivaux y se ahonda psicológicamente en el romántico Alfred de Musset. Y la obsesión teatral de Jacques Rivette retrocede aún más en el tiempo para asomarse al clasicismo de Racine.
Entre nosotros, la originalidad de Pedro Almodóvar, propietario de un estilo muy personal, no brota del vacío, sino que la perspicacia de su talento ha sabido apropiarse de jugosos y variados ingredientes de la tradición española, desde el casticismo del sainete hasta la salacidad del esperpento, pasando por el sentimentalismo de la canción popular o las congojas del melodrama radiofónico.
El pasado gravita, se transforma y metaboliza en una forma diferente, con la energía y la contundencia del logro artístico, si se dispone de la habilidad para integrarlo en la obra nueva. Apropiarse de influencias entraña el peligro de caer en el plagio, aunque no haya voluntad de engaño en la intención del autor tentado por un modelo equivocado.
El plano ya no es lo que era
Si la oscarizada Birdman señala la senda por la que Hollywood va a transitar cabe temer que nos espera una época caracterizada por el culto al plagio; un plagio descarado y agresivo, disfrazado de fidelidad a la tradición.
En Birdman, un actor megalómano prepara su espectáculo, abrumado por sus colaboradores y empantanado entre una esposa aún abnegada, una hija respondona y una amante insatisfecha. En el interior del teatro asistimos a un paroxismo de agitación, nerviosismo y reproches, un frenesí que culmina en el propósito de un actor de realizar el coito durante la representación.
El sistema digital es el soporte técnico que va sustituyendo a la película en una proporción cada vez mayor, a pesar de los esfuerzos y llamadas de atención de reputados cineastas para que no llegue a convertirse en dominante. El plano cinematográfico ya no es sólo lo que la cámara capta y el soporte de celuloide impresionaba; ahora es un receptáculo abierto a toda clase de manipulaciones, además de gozar de una duración prácticamente ilimitada. La imagen así obtenida es más fría y brillante, menos fiel a lo retratado por su capacidad de artificio, y el espectador tiene a menudo la sensación de lejanía propia de los dibujos animados.
Presumir de que Birdman se ha realizado en un solo plano no es sino publicidad engañosa. Cierto que una cámara frenética recorre pasillos, da vueltas alrededor de los personajes, entra y sale, sube y baja, en una apariencia de continuidad, pero tal efecto se ha conseguido, sin duda con gran habilidad, por las facilidades que el sistema digital ofrece. El plano único tenía que haberse rodado en continuidad, lo que es evidente que no ha sido así. Se descubre el truco cuando, en dos ocasiones, el mismo edificio neoyorquino que vemos de noche se ilumina con la luz del sol, muy repetido recurso para indicar un paso de tiempo.
Es inevitable recordar La soga, la película de Hitchcock de 1948, que él quiso “rodar en un solo plano”. Entonces, cada toma no podía superar los 10 minutos, la duración de un chasis de 300 metros, la mayor cantidad de película que podía recibir una cámara. Una de las diversiones, y no la menor, que proporciona el experimento es cómo se las arregla el director para “cambiar el chasis” sin que se note demasiado, lo que conseguía sobre una pared blanca o con el recurso del actor que se acerca hasta tapar el objetivo; aún así, en un momento existe un cambio de plano. En Birdman, el sistema digital consigue que el actor emprenda el vuelo o recorra Times Square en calzoncillos entre la multitud, gracias a una manipulación de la imagen, que no está al servicio de una narración rigurosa, sino que se apoya en una suma de rancios tópicos sobre el actor egoísta y su fracaso personal. Que la pirotecnia sirva al vacío despierta la alarma. Se prolongan las convenciones de la tradición para degradarlas al servicio de un estilo tramposo.
Santos con pistolas
Parece que al cine español mucho le cuesta encontrar la fórmula que le permita componer un género policíaco autóctono, con sus policías, sus crímenes y su retrato de ambientes sociales, sin necesidad de acudir con persistente servilismo al modelo norteamericano. Mucho pesan sin duda los grandes thrillers, pero, más que empeñarse en una imitación que garantiza el fracaso, convendría aprender de la cinematografía francesa, un ejemplo de adaptación y recordatorio de que no hay que fijarse en Raymond Chandler ni en Humphrey Bogart para contar una historia policíaca española.
Han sido escasos los intentos, pero ciertos títulos con personalidad suficiente para indicar un camino no han encontrado continuación. En la década de 1950, dos películas, Apartado de correos 1001 y Distrito quinto acertaban en ambientar relatos criminales en la sociedad española del momento sin necesidad de copiar una fórmula ajena. Irresistible tentación a la que, 30 años después, sucumbía El crack, con Alfredo Landa como adusto detective en Nueva York; recientemente, admirábamos los esfuerzos de José Coronado, en No habrá paz para los malvados, por parecerse al personaje de Harry, el sucio.
Películas profesionalmente competentes, que malgastan su talento en la imitación; como La isla mínima, que en su repetición del tópico ajeno (el policía bueno y el policía malo, el asesinato truculento, el despliegue de ambientes sórdidos), parece un episodio de True Detective en versión andaluza. O El niño, que con su colección de mafiosos, lanchas y helicópteros llega como la adaptación gibraltareña de una película de Michael Mann.
Al cinéfilo reaccionario le cuesta creerse, como se decía en la antigua Escuela Oficial de Cinematografía, a nuestros actores remedando a Clint Eastwood o Al Pacino. Tales plagios son recibidos con agrado por un público, que tal vez participa de una compartida añoranza por la imitación. Y si antaño el espectador quería ser Gary Cooper en Solo ante el peligro, hoy se identifica con Raúl Arévalo o Luis Tosar en su remedo del héroe yanqui. El viejo dicho que aseguraba que algo sienta tan mal “como a un santo dos pistolas” viene a la mente viendo a José Sacristán empuñando un arma en Magical Girl, nuestra peculiar franquicia otorgada por Quentin Tarantino.
¿Tan difícil es lograr un género policíaco español libre del plagio? Más que buscar la musa allende los mares cabría acudir a los muchos y notables escritores aquí dedicados al género, capaces de proporcionar un punto de partida. ¿O es que la figura del terrible Torrente como exponente del detective patrio asusta tanto que se prefiere cruzar el charco antes que exponerse a un temido y previsible contagio?
Siguiendo la tradición
La película sueca Fuerza mayor demuestra cómo es posible combinar los recursos de la técnica actual con la fidelidad a la tradición, representada por Ingmar Bergman, cineasta que proviene del dramaturgo Strindberg.
El sistema digital permite resolver un efecto concreto (el súbito alud de nieve que irrumpe en la terraza del hotel) sin que sea preciso volver a manipular la imagen. La cámara es la observadora implacable de un drama desencadenado a partir de un gesto de cobardía. El ritmo impuesto por el programa de vacaciones en una estación de esquí, con el esplendor y el vacío de las grandes pistas cegadoramente blancas, proporciona el decorado del que destaca la impresión de abandono de los niños, la lenta y dolorosa catarsis del padre y marido, provocada por la angustiada lucidez de la esposa y madre, que acaba manifestándose en la sobremesa de una cena, tras varias copas de vino tinto. El personaje de Edda, interpretado por la actriz Lisa Loven Kongsli, exponiendo su decepción, reconcilia al cinéfilo reaccionario con su vieja pasión. Es una película del año pasado, y la voz y las palabras de la actriz de hoy remite a un parlamento de Harriet Andersson o de Liv Ullman, en cualquier título del maestro, que sigue presente como ejemplo de la permanencia vivificadora de la tradición.
Álvaro del Amo (Madrid, 1942) estudió Derecho, pero le faltó una asignatura para licenciarse pues se encontraba en la Escuela Oficial de Cinematografía, donde sí se tituló en Dirección en 1968. Cine, teatro, literatura, crítica y música han sido el comunicado paisaje que ha procurado transitar, siempre favorecido por azarosas circunstancias. Últimamente ha publicado un libro de relatos (Crímenes ilustrados), adaptado y dirigido la versión teatral del guión de la película Amantes, en el que intervino, así como una dramaturgia de tres zarzuelas que iniciaron el género. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, La construcción del cinéfilo, Los “pagafantas” triunfan en el cine y La obra maestra. Sobre “La cinta blanda” de Michael Haneke.
Este artículo es el segundo de una serie titulada El cuaderno del cinéfilo reaccionario