Me enamoré de aquel sofá cuando lo vi, de terciopelo suave, calentito para el invierno, poco apropiado para el verano, pero quien podía pensar en el verano, ni en el sofá; cuando lo que de verdad deseaba era un domingo de pies descalzos, y planes locos bajo la manta. Acababa de mudarme, bastante plan tenía con poner orden en las veinte cajas que todavía estaban en el salón. El apartamento no podía ser mejor, soleado y con vistas al edificio de enfrente que como una colmena me ofrecía mil distracciones en cuanto me asomaba a la ventana.
En el tercero, un muchacho fornido fumaba despreocupado cada noche y la dueña del bar de la esquina desde el quinto, colgaba en un tendedero los manteles, que volaban como si fueran banderas al viento. Cada vez que me decidía por una de las cajas, mis ojos revoloteaban al edificio de enfrente, al muchacho fornido le gustaba asomarse con una camiseta de los Ramones que se pegaba a su cuerpo como la funda de un colchón y a mí me gustaba mirarle como sí en realidad en vez de fumar, no hiciera otra cosa que esperarme cada noche.
Me esforcé mucho, quería que la casa tuviera mi personalidad caótica, con un tinte de distinción. Había colgado ya el poster de Giacometti que compré el verano pasado en Roma, había puesto flores, faltaba todavía mi escritorio. Quería un escritorio minimalista, mi ordenador y algunos libros de autores escogidos que me recordaran el largo camino que todavía tenía por delante como escritora. Dediqué especial atención a mi librería: un montón de baldas que ocupaban toda una pared. Tenía libros por todos sitios, hasta en la cocina, pero aquel desorden me gustaba. Lo que no sabía es que todavía quedaban algunas cajas por abrir, eran cajas que todavía estaban en la casa de mi madre. La había engañado, serán solo un par de cajas, le dije. En realidad fueron más de quince. Pero hija, ¿dónde voy a meter esto? Me dijo al abrir la puerta y verme detrás de una montaña de cajas. Serán solo unas semanas la tranquilicé, habían pasado ya dos meses y las cajas seguían allí.
Mi madre me había puesto un ultimátum, quería la casa limpia en una semana. Puso la excusa de la abuela, podía tropezarse y menudo disgusto. Precisamente mi abuela que llevaba dos meses sin salir de la cama. Insistí, casi le supliqué, pero de nada sirvió la promesa de llevarme mis cosas poco a poco. La abuela podía caerse, volvió a insistir, y esta vez lo dijo muy seria. Tenía que desprenderme de todo, de libros, de ropa, de películas y tenía que hacerlo ya. Pensé en alquilar un trastero, si así podía evitar la tragedia, pero tampoco mis ingresos acompañaban un dispendio así. Tanteé a mis amigos por si alguno se ofrecía a llevarse alguna caja a su casa. Sería solo unas semanas, quizás días, traté de convencerles; pero tras las buenas palabras llegaba la realidad, ninguno podía hacerse cargo de mis cosas, andaban tan justos de espacio como lo estaba yo. Me quedaba la opción de venderlo todo en un mercadillo hippy, o regalarlo. Al final pensé que mejor que eso, sería cerrar los ojos y dejar en el contenedor tres cajas con trastos y ropa vieja, parte de mi vida y de mí.
Volví a pensar en el sofá de terciopelo cuando libre ya de la presión de las cajas, mi salón empezó a tomar cuerpo. Todavía quedaba mucho invierno, muchos días de manta y planes locos. Nunca he podido resistirme a los caprichos, así que lo hice, compré el sofá. Los primeros días con el portátil en mis rodillas escribía sentada en el sofá, desde allí organicé la fiesta de bienvenida del piso, a la que acudieron todos hasta mi abuela y desde allí redacté lo que ahora están leyendo. Tras la novedad, volví a mi escritorio, desbordada de papeles, absorta de nuevo buscando inspiración en la ventana. Me costó solo un segundo distinguirlo, allí estaba el muchacho fornido fumando. Si no hubiera sido por mi mala vista, hubiera jurado que el jersey que llevaba no era el de los Ramones, sino uno de los grandotes míos que tiré al contenedor. Hasta me pareció que hacía un gesto con la mano, tal vez me daba las gracias o tal vez simplemente alejaba el humo de su cara. Pero no me importó, me pareció bonito que mis cosas siguieran vivas unos metros más allá entre manteles que ondeaban al viento. Es ahora y ni siquiera olvidada la novedad del sofá, puedo quitar la vista de la ventana. No se pueden imaginar cuantas sorpresas se esconden tras estos cristales.
___________
Foto: Bill Brandt