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Planetas y satélites

 

 

 

Al escuchar las palabras “Los Planetas” nuestra reacción instintiva dependerá de la secta a la que pertenezcamos. Si somos de tendencias sinfónicas evocaremos inmediatamente el arranque de “Marte, mensajero de la guerra” de la suite The Planets del gran compositor británico Gustav Holst; si somos miembros de la iglesia indie no cabe duda alguna de que pensaremos en el grupo granadino del mismo nombre. 

 

Los planetas que mejor conocemos son los del sistema solar, esa gran corte heliocéntrica en la que ocho grandes planetas dan vueltas en torno al sol. Los nombres de esos planetas se inspiran en dioses de la mitología romana, algunos de los cuales también dan nombre a varios días de la semana: así, Mercurio dio nombre al planeta homónimo y al miércoles; Venus, a su planeta y al viernes Marte, a su respectivo planeta y al martes; Júpiter, el rey de la selva divina, le dio nombre a su propio planeta y al jueves; Saturno, el dios del tiempo y de la melancolía, que tenía la mala costumbre de devorar a sus hijos, tiene también su planeta y su día en algunos países de lengua germánica (SaturdayZaterdag); los dioses Urano y Neptuno tienen planeta, pero dan nombre a ningún día y Plutón, al que antes le correspondía el honor de nombrar al 9º planeta, actualmente se ha tenido que conformar con prestarle su nombre a uno de los varios planetas enanos y asteroides que están más allá de Neptuno.

 

Los planetas recibieron ese nombre porque los antiguos consideraban que “vagaban” o “erraban” en torno a la tierra sin formar un círculo, como sí se consideraba que hacía el sol. El latín planeta es un helenismo que procede del griego planētēs, “vagabundo”, “errante”.

 

Pero hay un cuerpo celeste, que no es un planeta, tan importante en nuestra cultura que ha dado nombre a un día de la semana: el primero, el lunes. Sí, estamos hablando de la luna, el único satélite de la tierra, el satélite por excelencia.  Luna tiene su origen en una raíz indoeuropea que significa “luminoso” o “brillante”: *leuk‒. Las lenguas germánicas (Mon, Moon) y el griego (mēnós) tomaron sus respectivas palabras para nombrar al blanco escudero de la tierra (en griego la luna tiene género masculino, como aprendemos en la iglesia visigótica de Quintanilla de la Viña) de la raíz indoeuropea *mēns‒, de la que procede el mes de los romanos y de nuestra lengua (y del inglés: month y el alemán: Monat).

 

El origen de la palabra planeta es latino pero no es una voz indoeuropea; tal vez se trata de una palabra etrusca, pues la civilización etrusca fue la nodriza de Roma. El significado de la palabra es palaciego, “guardia de corps”. Y como los escoltas “daban vueltas” en torno a su astro solar, los primitivos reyes romanos, los tarquinios, se comenzó a aplicar ese nombre a los cuerpos celestes que orbitaban en torno a un planeta: la luna por antonomasia, la de la tierra, y las lunas de Júpiter y de Saturno.

 

Cuando los rusos se apuntaron el primer tanto en la carrera espacial lanzando una nave al espacio, El Sputnik, se comenzó a llamar precisamente así a esas naves. Y en esa misma época, en plena Guerra Fría, desde este lado del Telón de Acero, se denominaba satélites a los estados cliente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

 

Qué recorrido, desde la mitología romana y los guardaespaldas de los emperadores hasta los nombres de los cuerpos celestes, planetas y satélites, eso sí, siempre conservando la noción de movimiento circular, o imperfectamente circular. Errante. Perpetuum mobile.

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