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Plastic


 

Me creo que el doctor Makram lo es, doctor, por la pinta más o menos seria que le otorga la impoluta bata blanca. Una pestilente musiquita clásica que no nació en Europa suena de fondo, los muebles son caros, la tapicería exclusiva, la mesa de madera ha acabado con la última reserva de cedros libanesa. Las estanterías están decoradas como si se tratara de un escaparate, los libros se muestran de frente para que la docta clientela del afamado cirujano plástico se sienta en buenas manos sabiendo que su médico de confianza consulta a menudo la antología de Las mejores rinoplastias: fuerza y magia. Magia sí que hace el tío, por sentarte diez minutos en su consulta, dejar que te toque las tetas y garantizar con ojos seductores en un exquisito francés que cuando saque el serrucho tu nariz no se parecerá a las 10.000 que ha operado antes va a llevarse más de 100 dólares.

 

Nadine y yo hemos llegado hace una hora al elegante piso de Sodeco. No solo tenemos que ponernos al día sobre las últimas beirutadas protagonizadas por la ínclita comunidad española sino que también aprovechamos para reírnos un poco de la retención de líquidos, las bocas de pato, las caras inexpresivas y los culos postizos de todas las mujeres que, una tras otra y de forma incesante, vienen a pedir la vez en aquella glamourosa carnicería antes de volver raudas y veloces a esa eterna subasta de la almeja que supone vivir y reptar en una ciudad como la capital libanesa.

 

A mi lado languidece la que podría ser la perfecta novia de Terminator a los 70 años. Vieja, oronda, con una cascada de michelines que se precipita desde debajo del pecho hacia el suelo como un alud de grasa. Embutida en unos pantalones de cuero negro, unas botas infernales y una camisa de gasa de flores transparente, ella sabe que pisa fuerte, siente como las miradas de los hombres se detienen a su paso, cómo se controlan para no bajarse la bragueta y lanzarse sobre sus nalgas apretadas como elefantes en celo. Una madre y su hija nos preguntan si hablamos en español o italiano justo después de haber debatido durante los últimos diez minutos cuantas posibles reconstrucciones de himen tendremos ante nuestros ojos. Más allá, en una esquina de la sala, espera una señora de unos 40 años a la que la operación de labios le ha dejado tal gesto de retrasada incapaz de entender un mapamundi que parece imposible reprimir las ganas de borrarle de la cara a hostias esa expresión de “mira mi dulce boquita”.

 

Por fin ha llegado nuestro turno. Despliego la lista para recordarle a Nadine de cuántas cosas quiere operarse: nariz, tetas, párpados, liposucción, botox en la frente… Las operaciones de cirugía estética resultan adictivas incluso antes de empezar, mi amiga ha cogido tal carrerilla que la oigo murmurar desde la camilla cuánto costará que te retoquen también un poco el coño. En cuanto a mí, mi propio discursito soporífero sobre la belleza interior y la confianza en una misma me ha cansado a mitad de la introducción y ya me veo en plan negociadora fenicia, mangas remangadas, compadreo habibi y proponiéndole al médico un 2×1 de botox más descuentos adicionales por todos los desesperados colegas treintañeros que le traiga en busca de una infiltración que nos haga afrontar esta ordinaria vida con la única profundidad que exige: la de una careta más tersa, más firme, más bella…

 

El doctor Makram, con sus emolumentos de 50.000 dólares mensuales, desprecia con ligereza el temor de su futura paciente a la anestesia. Como el mejor de los políticos libaneses metiéndosela doblada a sus partenaires europeos asegura que sus anestesistas son los mejores y que nadie se muere por un quítame allá esas pajas o esos tabiques nasales. Observo su nariz típicamente árabe, grande, poderosa, incluso mucho más ganchuda que la media y comienzo a respetarlo un poco más. Es un ingeniero, un carpintero, un fontanero, un carnicero… Lo promete todo excepto la felicidad.

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