P. me pregunta desde Madrid ¿Cómo es Pleasantville? Hace cuatro años que me he mudado aquí y siempre mezclo ese nombre entre lo que escribo.
«¿Cómo te imaginas Pleasantville?», le pregunto.
(Esto sucede siempre en mensajes de audio de Whatsapp. A ella no le gusta que yo la llame. Ni llamarme. He insistido que sus mensajes de más de tres minutos son casi lo mismo. A ella no le interesa. Tiene gracia escuchar sus mensajes, el acento de su voz, que no es completamente de Madrid. Tal vez porque ha pasado buena parte de su vida en un pueblo del sur de España.)
P. me responde. No es lo que yo esperaba.
Así que se me ocurre escribirle esto. Me ha tomado algunos días. Creo que–si bien faltan detalles–describe de modo general cómo es este pueblo de los suburbios neoyorquinos. Creo no ha salido tan mal, ustedes me dirán.
Pleasantville está rodeado de colinas. Como si abrazaran el pueblo. Parece que estuviera metido en una especie de selva. En el otoño, cuando se caen las hojas, ya no.
Los cerros me recuerdan a Lima. Tardé mucho tiempo en darme cuenta lo cerca que estábamos los limeños de las montañas. Eso de que vivimos frente al mar es un engaño: a 20 minutos del muelle de Chorrillos pero también a 20 minutos de la entrada a la sierra, del valle de Cieneguilla.
Había muchos clubes campestres en Cieneguilla. Algunos tenían sapo. Mi mamá siempre jugaba sapo. Es buena, nunca le he podido ganar. Las fichas son gruesas, de metal pintado de dorado, rugosas al tacto. Jugar sapo es lo que más recuerdo de Cieneguilla. Eso y los caballos paseándose cerca del río. También cuando caminábamos una tarde por el lado de la pista y una camioneta atropelló a Kenji. El cuerpo de Kenji volando como en esas películas chinas donde las peleas suceden en el aire, en cámara lenta. El conductor estaba borracho. Eso debe de pasar mucho en pueblos sin veredas.
*
Leyendo un libro con la historia del pueblo, supe de lo orgullosos que se sienten de sus veredas. Es uno de los pocos en el condado de Westchester donde puedes llegar a todos lados caminando sobre las veredas. Como en mi barrio de Los Ingenieros, en Lima.
Hace muchos años (antes de mudarme aquí, en el pueblo de Montrose, 32 kilómetros al norte) me quejé con un vecino acerca de la necesidad de veredas. Él estaba cortando el césped y yo caminaba hacia la biblioteca, empujando el coche de mis hijos, por el borde de una autopista que pasaba frente a su casa.
«Who is goint to pay for it? Are you going to pay the taxes to build it?» respondió él. Estaba malhumorado.
Le grité que sí, que no me importaba pagar más impuestos con tal de tener veredas.
En Pleasantville se puede caminar desde la casa hasta el cine, hasta la biblioteca, hasta el colegio de mis hijos, hasta las canchas de tenis en el borde con el pueblo de Chappaqua, hasta la histórica estación de bomberos y el restaurante mexicano– Don Juan– al otro lado del pueblo. Se puede caminar sobre las veredas incuso un poco más lejos, si bien nunca lo he hecho, hasta la piscina pública en el límite con el pueblo de Armonk.
Las veredas son bajas. No como las que había en Santa Patricia, ese barrio nuevo cerca de nuestra casa en Lima, en Los Ingenieros.
Recuerdo cuando estaban por construir Santa Patricia. En la tele salía el animador Rulito Pinasco y su esposa Sonia Oquendo, promocionando la nueva urbanización en una frase con doble sentido: «¡Qué buenos lotes!». Hicieron primero las veredas, que eran muy altas y tenían rampas. Con mi hermano y amigos cruzábamos la Javier Prado en bicicleta, subíamos por las rampas, bajábamos por ellas de las altas veredas, a toda velocidad.
A veces seguíamos más lejos hasta la Huaca Melgarejo, que por ese entonces era apenas un cerro no muy alto con la cima aplanada (Ahora es zona protegida. Está acordonada. Después de varios años de excavaciones ya se pueden ver paredes, escalinatas, las habitaciones del templo). Iván Takahashi una vez se lanzó a toda velocidad, se desbarrancó, destrozó la bicicleta y casi se mata. De puro milagro sobrevivió su reloj Casio con juegos electrónicos (que a veces él me prestaba).
En el barrio de Los Ingenieros teníamos que colocar piedras en las esquinas de las veredas para que treparan las llantas. Pedaleábamos muy rápido y subíamos. Las piedras amontonadas se movían. Así nos podíamos pasar muchas horas: de Los Químicos a los Mineros, a los Mecánicos, a los Electricistas, al perímetro del Parque Número Uno. Quiero pensar que aquello nos lanzaba a través del cuerpo un chorro de adrenalina.
A diferencia de Pleasantville, en Los Ingenieros nunca tuvimos un cine cerca. Alguien decía que iban a construir dos multicines en la Plaza Camacho, pero jamás los hicieron.
Este cinema está en un edificio viejo, todo remodelado. Se llama Burns Film Center. Caminar desde la casa hasta el cine toma 8 minutos. Son cuatro salas pequeñas pero modernas. Siempre ponen películas poco comerciales, como en la Filmoteca de Madrid. En una de las salas hay una columna que molesta un poco. La Filmoteca de Lima tenía columnas muy anchas que no dejaban ver la pantalla.
Un verano me dio por ir a diario hasta la Filmoteca de Lima. En enero, por las tardes, cuando pasaban las películas más importantes del año anterior. Tomaba una combi que me dejaba en la Vía Expresa. Bajaba las escaleras y tomaba otra combi que me llevaba hasta el Óvalo Miguel Grau. Una tarde me robaron el reloj mientras esperaba que llegara N., frente a las escaleras de la Filmoteca, en la entrada del Paseo Colón. Hoy, con el tráfico desquiciado, jamás se me ocurriría ir desde La Molina hasta el Centro de Lima todas las tardes. Lo que en esos años era un placer (especialmente si iba acompañado de N.), hoy sería un infierno.
La estación de tren de Pleasantville está ubicada entre una playa de estacionamiento y la calle Wheeler. La sala de espera de la estación hace de puente techado, encima de los rieles. En un espacio pequeño han colocado varias esculturas de bronce en forma de sillas. También hay un botón para que los pasajeros aumenten la calefacción. Desde la sala de espera bajan dos escaleras hacia el andén. Hay un elevador que siempre hace mucho ruido pero funciona muy bien.
Los rieles suben las colinas al sur hacia Hawthorne, y siguen al norte, por el lado de la Saw Mill Parkway, hacia Chappaqua. El tren se detiene en Pleasantville dos veces por hora hacia el norte, y dos veces por hora hacia el sur. La estación de Pleasantville forma parte de la línea Harlem, que los usuarios de los trenes reconocemos como la línea azul. Esta llega hasta Wassaic, un pueblo de montaña en la frontera con el estado de Connecticut.
Cruzando la calle desde la estación del tren queda Pleasantville Diner. Es el único negocio del pueblo donde te sirven comida pasada la medianoche.
El Diner es un edificio viejo al lado de un Starbucks y a pocos metros de la oficina de correos. Dentro del comedor, pintadas en la pared, hay unas letras enormes, como de película en Cinerama de los 1950s: Pleasantville. Las ventanas dan a la vereda y se puede ver las mesas desde la calle. Cuando paso en el auto, no importa la hora, siempre veo gente sentada. Jerry Seinfeld filmó aquí un capítulo con Steve Martin, para su programa de entrevistas en Netflix: Comedians in Cars Getting Coffee. Una vez me senté en la misma mesa que ellos.
Mi casa está construida encima de una pequeña colina. En el invierno, se puede ver el pueblo desde mi casa. Supe por un antiguo mapa colgado en la biblioteca, que ese barrio se llamó Pleasantville Heights. Estuvo unido con el pueblo hasta que construyeron la Saw Mill Parkway.
Cuando cruzo la Saw Mill para caminar al pueblo tengo que apretar un botón. Eso hace cambiar la luz del semáforo: de una mano roja a la figura blanca de un peatón caminando.
Leí hace algunos años en el New York Times que en la ciudad de Nueva York ningún botón funciona. Parece que apretar uno hace que la gente tenga más paciencia. Sin embargo, apretarlo no acelera nada. Yo siempre apretaba los botones cuando paseaba perros por Central Park, hace casi 20 años. Recuerdo mañanas muy frías, el parque cubierto de nieve y yo caminando con los perros de Jackie. Ella era la jefa del negocio. Los perros vivían en edificios alrededor del parque. Jackie me pagaba 40 dólares por cada perro. El semáforo de Central Park, en esos años, cambiaba de Don’t Walk a Walk. Lo más complicado del trabajo era sujetar a los perros cuando ellos querían perseguir a las ardillas.
En el barrio de Los Ingenieros en Lima aún no han puesto semáforos. Antes no había uno ni siquiera en el cruce de la Avenida La Molina con la Javier Prado. Mi mamá se trepaba a la tierra para doblar hacia la Avenida La Fontana y llegar al colegio Recoleta. Ese cruce se llenaba de polvo. Si había muchos carros en la Avenida El Golf Los Inkas, mi madre se subía a la vereda con la Toyota. Pasaba a otros carros avanzando sobre la vereda hasta la entrada del colegio. Una vez adentro, abríamos las puertas y corríamos para llegar al salón mientras ya empezaba a sonar la campana.
Mi amigo Diego siempre estaba muy temprano en nuestra cocina, mirando cómo terminábamos el desayuno. A veces se exasperaba y decía algo feo. No entendía por qué siempre llegábamos tarde. Él odiaba correr hacia las aulas. Tuvo que haber sido terrible el sentimiento de impotencia. Su mamá, la tía Chela, una señora argentina, nos recogía del colegio a la salida, a las 2:30 de la tarde.
En primer grado me llevaba al colegio la mamá de Patty, que era española: la tía Encarnita. Ella tenía un escarabajo. Su hija Patty iba sentada adelante y yo iba atrás. La tía Encarnita me daba siempre caramelos con sabor a Coca Cola. Nunca llegué tarde al colegio cuando manejaba la tía Encarnita.
Patty me dijo que su habitación tenía un balcón y un trampolín desde donde se lanzaba en un clavado hacia la piscina de su casa. Le conté a mi mamá y ella me dijo que yo era un tonto: «En la casa de Patty no hay ni blacón, ni trampolín, ni piscina. Su casa es más chica que la nuestra», dijo mi mamá. Me hubiera gustado hablar de esto con la tía Encarnita pero hace años que ella se murió.
Mi papá y mi mamá tuvieron escarabajos blancos. Uno de los escarabajos lo ganaron en un sorteo de Pandero Volkswagen. Recuerdo que se podía abrír una pequeña ventana con forma de triángulo escaleno, desde el asiento del piloto. Cuando tenía 8 años, mis padres vendieron los escarabajos. Mi papá se compró el Toyota Corolla de mi tío Santiago y mi mamá se compró un Datsun color marrón-caramelo. Una vez mi mamá estacionó en un barrio peligroso, cerca de La Parada, y creyó que le habían robado el Datsun. Buscó a un policía. Cuando le estaba dando las señas del carro «robado» al policía, mi mamá se acordó que ese día estaba manejando el Toyota Corolla de mi papá. Ahí estaba el Toyota, frente a ella.
En Pleasantville no he visto escarabajos. Tampoco se roban los autos. Yo dejo el mío sin seguro en la calle, con el celular adentro. Nunca me lo han abierto.
A mi hermano le robaron el auto estacionado en la casa en Los Ingenieros. A mí me robaron el parabrisas de mi Fiat frente a mi departamento en Chacarilla. Mi cuñado les gritó a los ladrones desde la ventana. Yo bajé las escaleras corriendo, salí a la calle y el auto de los rateros fugó. Pensé que no se habían llevado nada. Vi que tenía las cuatro llantas. Al acercarme mucho, metiendo la mano y agarrando el timón, me di cuenta que faltaba el parabrisas. El hermano de mi cuñado me consiguió un parabrisas barato. El original de Fiat costaba una fortuna.
Y eso es todo P.: este pueblo está rodeado de cerros, tenemos estación de tren y no se roban los autos. Hay un cine cerca. Podemos ir caminando por la vereda. Y si no te gusta Pleasantville nos podemos ir en tren a Manhattan. Google dice que demoraríamos 57 minutos.