En su comienzo, el poema declara: “Necesito algo que no sea humano / Algo verdaderamente inocente e imposible”. No es tan raro, ni tan difícil de entender este deseo: el verdadero encanto de las personas reside (como ya apuntara Deleuze) en la pequeña raíz o grano de locura que todas tienen, y sin la cual no es posible amarlas. “Todos estamos un poco locos, y me temo, o me alegro – concluía -, que el punto de la demencia sea la fuente misma de su encanto”. La particular demencia – la diferencia ahumana – a la que aspira el poeta no es de carácter destructivo sino, más bien, y por seguir en dominios deleuzianos, la que posee una potencia desterritorializante. “Mi madre – declaró Oroza a Rogelio Garrido – era una mujer muy loca, le gustaba cantar, había estado en Cuba…No era una mujer culta, libresca, sino culta auditivamente. Tenía el oído cultivado. Era diferente y yo también soy así. Recuerdo que le escribía oralmente. Le hablaba.” Este loco llamado Oroza lo es por el oído, la audición del sonido hecho verbo, no por la escritura, sino el habla.
Por el oído, la vida alcanza mayor amplitud, se abre en perspectivas inesperadas. Cuando la voz poética declara su afán de lejanías, su voluntad de “espaciarse” o de “extenderse” (“Aprieta los oídos / Espáciate / Ponte por la orilla / Extiéndete / Da la vuelta al cuerpo”) no está diciendo otra cosa que este deseo: “Camina Anda Llega Da un salto Pasa el amarillo y entra conmigo a los sonidos / Anda Ven Vuela Da un salto por encima de la raya”.
Espacio, pues, y color como ámbitos de aspiración, de suspensión y tránsito, de respiración, incluso de succión. Pasajes para entrar en el dominio puro (¿inocente, imposible?) de la palabra, los sonidos. La visión no existe sin esa dimensión de oralidad: ella es, antes que nada, crepitación, rumor, voz, son.
Conviene detenerse un tanto en el color como seña o umbral del transporte, del tránsito hacia la luz, o en luz, la palabra-luz. Porque la luz, como el fuego, condensa todos los colores: es su culminación, su aufhebung: es decir, su cancelación o suspensión pero, al tiempo, su preservación, precisamente en el ejercicio de su transparencia, su trascender mismo: “Y el color será la cola dices // Y los fuegos la corola de forma y transparente espuma / Y surgirá la voz La voz y la danza”
Palabra-luz: la palabra pronunciada por la voz es fuego: luz. “Yo anhelo el sol, la luz, la esperanza…¡La luz! Hasta la palabra es bonita.” (Oroza, a Rogelio Garrido).
Por eso, el neologismo supone el momento de máxima incandescencia del devenir poético y, a la vez, cuando éste, por decir así, se encasquilla y balbucea, se repite y relame en su propia alta tensión ya intransitable, intransitiva, incluso intransigente, obsesiva, recurrente; como si amenazase con no avanzar a partir de ahí.
O quizás le sirviese al poeta para “ganar tiempo” en la espera, crear un estado de suspensa indefinición que le valdría – diríamos – para retomar impulso, recuperar el tono, ajustar la dicción, aguardar el retorno de la música y la musa: apretar los oídos. Hay aquí también como la necesidad de escapar del control de la lengua, de volverse un extranjero – otra vez Deleuze – dentro del propio idioma, para que la palabra venga hacia uno como en su inocencia primera, y crear por fin algo incomprensible: un verbo renacido. Es una forma peculiar en el poeta de alcanzar la imposible exterioridad anhelada: “Es en la evasión – declara – donde está el sentido de mi propia seguridad”.
Al cabo, estas palabras que vienen del exterior del sistema – pero simulan actuar dentro de sus reglas – parecen condensar el sentido completo del discurso, o al menos haber tocado un estrato previo, como su fundamento o su arché que luego se desparramará a lo largo de todo el curso: la corriente de luz poemática. Suprema ambigüedad de esta función, pues, que exaltando hasta la ignición al lenguaje lo interrumpe y deniega su uso más común y práctico.
“El arte de la poesía – anotó ya Aristóteles en su Poética (1455a) – es propio o de naturales bien nacidos o de posesos; de aquéllos, por su multiforme y bella plasticidad; de éstos, por su potencia de éxtasis”. Oroza, está claro, pertenece al grupo de los segundos. Pero, si hubiera que buscarle una genealogía al espíritu poético de Oroza, tendríamos que remontarnos a una idea de Giambattista Vico- por otro lado muy fructífera en cierta modernidad “inspirada”: que poesía y lenguaje constituyen originalmente la misma cosa, o, lo que es lo mismo, que el origen del lenguaje es poético.
Si algo resulta evidente en la dicción de Oroza es que ella despliega con máxima intensidad una suerte de interpretación cósmica del verbo. Nunca, como en la palabra de Oroza, se evidencia que la esencialidad de la poesía radica no en lo enunciado, sino en el acto de la enunciación. El pensamiento, ya lo dijo Tristan Tzara, se hace en la boca. Y Santo Tomás de Aquino va aún más lejos: “La sabiduría es una emanación de la boca de Dios”.
Ahora, el poeta se ha hecho él mismo entero cuerpo de expresión, en ese su afán por que la letra tenga cuerpo y espíritu…universal, espaciamiento máximo, esplendor absoluto. Esta poesía no es mero signo mudo – la poesía nunca lo es, como sabemos -. Quiere ser emanación, impulsión o hálito que estremece y agita al cantor y con él al oyente y al mundo, que lo(s) posee y lo(s) vuelve otro(s), otro(s) que sí, otro(s) que humano(s). Ese pneuma es el auténtico “aliento de vida” del paganismo; de los estoicos, por ejemplo: mezcla del elemento aire y el fuego. El principio activo, generativo, que organiza – y electriza – tanto al individuo como el cosmos. Quien estaba poseído por esta fuerza, o mejor, cuando uno estaba poseído por esta energía, era denominado energúmeno. No es fea palabra; pruébese a pronunciarla. A Oroza, que no hizo más que perseguir y convocar tal potencia – en una “expectante espera de innominadas formas y de aves por venir” que lo separó de la prosaica sociedad humana – le hubiera encantado. “Cerrarás las puertas a la locura pero entrarás en mí”.