Leer lo ilegible. Tal es la obsesión de Poe, escrutador de agonías: criptógrafo envanecido. “Nada inteligible puede ser escrito que, con el tiempo, yo no pueda descifrar”, presumió alguna vez. Tan es así que, en un artículo sobre el tema escrito para el Alexander’s Weekly Messenger – titulado “Enigmatical and Conundrumical” (1839) – Poe retó a los lectores a enviar un mensaje cifrado “en el que, en lugar de letras alfabéticas, se haga uso de cualquier tipo de marcas al azar”, de manera que su radical extrañeza, finalmente, pudiera dejar al experto sin respuesta.
El camino para este propósito decodificador no será, sin embargo, el esperado, el más paciente y común. El analista de signos ha de actuar, a juicio del poeta, como lo hace el narrador de El hombre de la multitud, esto es: seleccionando de forma quizás un tanto súbita y no del todo justificada, un elemento o un detalle en medio de un conjunto que puede llegar a ser muy vasto. Hay aquí ya un mínimo criterio compositivo que nos servirá para entender la poética del autor norteamericano.
Asimismo, y ello en tanto que consumado jugador de cartas, Poe sabía que el éxito en el juego – como, por lo demás, en la tarea del detective – consiste en volverse un observador cuidadoso de los otros, tanto de su comportamiento como en lo que atañe a sus involuntarias expresiones faciales. Tal y como especifica ese relato de todo punto inaugural que es Los crímenes de la Rue Morgue, “el analista se adentra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y frecuentemente ve así, de una sola ojeada, el único método (a veces absurdamente simple) para seducirlo a errar o a precipitarse en un error de cálculo.”
De una sola ojeada, como quien dice en un acto de pura y soberbia resolución poética, desde luego más cerca del capricho intuitivo – tendencial y peligrosamente absurdo – que de lo racional. Ese método, cuya telepática sencillez diríamos que determina su carácter eficaz, tajante y decisivo, lo aprecia también Poe en la actividad plástica, concretamente en el dibujo del delineado, su amado arabesco. No es casual que precisamente en El hombre de la multitud Poe compare la elección de la figura humana que habrá de concitar el interés persecutorio del narrador con la forma de dibujar del alemán Friedrich August Moritz Retzsch (1799-1857), muy conocido de los lectores del tiempo de Poe por haber ilustrado el Fausto de Goethe.
Que Poe se sentía en cierto modo cercano al espíritu de Retzsch lo acredita, además, una reseña que él hace de Ballads and Other Poems de Henry Wadsworth Longfellow. Allí, las inesperadas observaciones de Poe sobre el estilo del ilustrador invitan definitivamente a la reflexión sobre sus propios métodos: «Es curioso observar cómo cada mínimo grado de verdad es suficiente para satisfacer la mente, que se somete, en ausencia de numerosos elementos básicos, al elemento dibujado. Un delineado con frecuencia remueve el espíritu de forma más placentera que el dibujo más elaborado. Tan solo tenemos que referirnos a las composiciones de… Retzsch. Aquí se omiten todos los detalles, nada puede estar más alejado de la realidad. Incluso sin color, se producen los efectos más emocionantes»
Y, de hecho, eso mismo – además del voluntario sometimiento a un elemento externo- es lo que señala también Dupin; esto es, que el exceso de detalle impide la lectura. Se reduce, por ejemplo, la visión cuando el investigador tiene los objetos demasiado cerca. Puede alcanzar a ver uno o dos puntos con una claridad inusual, pero, al hacerlo, necesariamente pierde la visión del conjunto. “Por tanto existe tal cosa como ser demasiado profundo” – concluye Dupin en una declaración muy relevante para entender el criterio estético de Poe -. “La verdad no se encuentra siempre en un pozo”, continúa el detective amateur. “De hecho, en mi opinión, el conocimiento más importante está invariablemente en la superficie. La profundidad está en los valles donde buscamos ese conocimiento y no en lo alto de las montañas donde se encuentra. Los modos y las fuentes de este tipo de error están bien tipificadas en la contemplación de los cuerpos celestes. Echar una ojeada a una estrella, verla de soslayo tornando hacia ella las partes exteriores de la retina (más susceptibles a las débiles impresiones de la luz que las interiores) es contemplar claramente la estrella, es obtener la mejor apreciación de su brillo; un brillo que se oscurece en la misma proporción a medida que la miramos más de lleno. En realidad, caen sobre el ojo un mayor número de rayos en este último caso, pero, en el primero, hay una capacidad de comprensión más refinada. Por una indebida profundidad confundimos y debilitamos el pensamiento, y es posible hacer incluso que Venus se desvanezca del firmamento por un escrutinio demasiado sostenido, demasiado concentrado o demasiado directos”.
Dupin es, al cabo, como el hombre de la multitud, un ser solitario y noctámbulo que solo vive en el desplazamiento continuo, caminante enigmático siempre orientándose entre los signos en rotación. Ha de saber interpretar el sortilegio azaroso y cambiante de las infinitas señales en las que, como figuras inestables de constelaciones astrales, cada segundo transmuta el presente cósmico: la piel del mundo. Porque todo lo que sucede y todo lo que se dice, sucede y se dice en la superficie. El sentido aparece y se juega en la superficie; esto es lo que evidencia de forma insuperable el caso de La carta robada.
Así pues, la obstinación en la profundidad debilita el pensamiento, que se manifiesta pletórico solo en su extensión lateral, proyectiva, exterior y terrenal. Aún más: el conocimiento más importante – el más refinado- está invariablemente en la superficie. He aquí una declaración que, sin duda, hubiera encantado a Nietzsche (“estos griegos son profundos por superficiales”), o a Valéry, incluso al mismo Deleuze, que hizo bandera de ello.
Porque el analista no tiene historia, solo tiene geografía. Y por eso, naturalmente, puede llegar a ser tan enigmático como el hombre de la multitud.