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Poetas de piedra

Portada de la biografía de Pablo De Rokha escrita por Álvaro Bisama

Estoy leyendo Mala lengua, el libro de Álvaro Bisama sobre Pablo De Rokha, el poeta chileno que se hizo famoso en vida por su enemistad con Neruda. Hay algo en las páginas donde Bisama consigna que De Rokha se iba por los pueblos de Chile vendiendo cuadros, ofreciendo libros, ingeniándosela para sobrevivir, que me hace repensar la precariedad del oficio.

Nadie sobrevive de poeta, se suele decir.

En las páginas del libro de Bisama, De Rokha también se presenta como el vividor, el tipo de mal carácter, el patán irremediable. Si Neruda nunca lo fulminó desde su poder en el aire, tal vez fuera por respeto: Los gemidos, un libro de 1922 que abrazaba el universo, era a lo que Neruda aspiraba, era la meta altísima.

Ser poeta o vivir poeta. Hace dos diciembres llamé a un poeta que había conocido en la librería McNally para que me consiguiera dos pasajes a Lima. Me dijo que trabajaba en una agencia de viajes.

Una poeta se sube a dos trenes desde Penn Station y viaja algunas horas para dictar una clase cruzando dos estados. Un poeta que era bueno ha trascendido y se ha vuelto un crítico malo. Un poeta que dirige una revista y se gana la vida con el periodismo cultural, escribió un libro sobre sus amores rusos. Una poeta es también directora de un programa de escritura creativa. Wallace Stevens y T.S. Eliot escribían poesía después de que cerraba la ventanilla del banco. William Carlos Williams era médico de día y poeta de noche.

Una poeta no consigue empleo fijo. Viaja de ciudad en ciudad, de estado en estado, buscándolo.

De Rokha llegaba a los pueblos cargado de libros, se ponía a comer y a tomar. Durante la noche le vendía el mismo libro a la misma persona, varias veces. Le mandaba el dinero a su familia en Santiago, para el pan del mes. A De Rokha se le murió la esposa, dos hijos. Otros dos se le suicidaron. Él mismo se pegó un tiro porque estaba viejo y solo.

Martín Adán escribía sus mejores poemas en servilletas que coleccionaban sus amigos. Adán vivía en un manicomio.

José Watanabe escribió el guión de La ciudad y los perros («¿Qué me mira cadete?¿Quiere que le regale una fotografía mía calato?) LiPo se emborrachaba en la cima de una colina, le cantaba a la luna. Rimbaud se dedicaba a la trata de esclavos.

Oficio parvo se titula la antología de Trapiello por Muñoz Millanes. Eso es: un espacio breve en que se acomodan las palabras y se juega con imágenes. Otra gente mata el tiempo libre haciendo Sudokus. Los poetas escriben cosas como  «jamás, señor ministro de salud, fue la salud más mortal/ y la migraña extrajo tanta frente de la frente!/ Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,/ el corazón, en su cajón, dolor,/ la lagartija, en su cajón, dolor».

Y después el poeta dobla el poema en el cajón. Si tuvo suerte lo recita en vida. Vallejo no tuvo suerte.

Un poeta chileno muy querido se fue con la pandemia. Habíamos matado muchas tardes hablando de Parra. Un poeta peruano que hablaba demasiado en Madrid fue acusado de intenso. Encuentro un poema de una poeta argentina y lo publico porque me parece muy perdido en una entrada de blog de hace diez años. Una escritora de Rosario me manda un poema sobre una casa. A un escritor le cambia la figura cuando habla de César Mermet, de cómo planea la compilación, la puesta en escena de la obra completa.

Borges era poeta. Homero (Homeros, Homera, Homerx, quién fuera) era poeta y al parecer no veía.

Un poeta miraba a un pianista (y erudito y profesor) del que vivía enamorado. Era una mirada intensa, bajo las luces de McNally. El poeta escribió unos versos hermosos sobre su niñez al norte del Perú: mis nortes son siempre regresos/ a la tierra nunca bien habitada.

Virgilio pidió que se quemase La Eneida. Tal vez para darle más valor. Una poeta mexicana se tomó un café conmigo, y habló de tener el corazón quebrado (partido, roto, quemado). Después la encontré convertida en personaje, en un viaje al faro de Montauk.

Una poeta española hace acuarelas, juega con marionetas en su página de Instagram. A otra poeta se le chorrea el tres leches en Shalon, el restaurante de Jerome Avenue en el Bronx.

Otro poeta en Buenos Aires, pasadas las cuatro de la mañana, habla sobre meterse a cagar en el baño de un bar de Madrid y leer un poema. Ese poeta escribió un buen ensayo sobre Pablo De Rokha.

Una de las mejores poetas argentinas ama el ossobuco y toca el piano en el Upper East Side. Una poeta es editora, me dice que el primer libro que le regaló su padre fue el Pura Alegría de Antonio Muñoz Molina.

Un poeta peruano es un miserable que grita abriendo la quijada sobre un celular en la Quinta Avenida, despotricando contra otra poeta, olvidándose de los amigos que lo creyeron parte de su grupo. Un poeta peruano es generoso y nos cuenta acerca de la noche en que la policía antiterrorismo se lo llevó porque su amigo cargaba en la mochila panfletos anti sistema. El poeta–con pizza y vino–cuenta que lo dejaron ir porque el jefe del cuartel pensó que él sabía demasiado sobre Mario Vargas Llosa. Y Vargas Llosa no es un terrorista.

La viuda de Edgardo Rivera Martínez, Betty, me mandó a conseguir el libro de poemas de Edgardo. Era muy bueno, ese hombre de Jauja.

Desde algunos viajes atrás, quería leer a Luis Hernández. Pocos libros más hermosos y vastos que sus poemas completos: Vox Horrísona.

«Tengo una foto con Antonio Cisneros» –le digo a la poeta de Buenos Aires–, con su estatua en Miraflores (¡qué triste! habiéndolo conocido, habiendo disfrutado tanto con su crónicas en El arte de envolver pescado, habiéndolo visto ¿o soñado? recitando a un grupo de estudiantes en Washington Square).

Alguna vez estuve en el Umbrella House del Lower East Side (Loisaida) y conocí al poeta, al paisa Ricardo León. Me contó cómo tomaron el edificio lleno de goteras y semidestruido.

La directora de la Casa de América decía que por sus pasillos se paseaba el fantasma de Octavio Paz. Vi leer poemas a José Emilio Pacheco en Guadalajara. Es mucho lo que cuenta sobre él Julio Ortega en La comedia literaria. Villoro considera que Tomás Segovia es uno de los mejores poetas mexicanos (y que sus traducciones de Shakespeare no tienen paralelo).

Una vez traduje un poema de Seamus Heaney. Lo vi dando un discurso en la Morgan Library pero no me le pude acercar. Mi amiga poeta está casada con un chef.

De Rokha siempre comía bien. Esos placeres que alimentan el alma.

Nuestra vida sería menos plena sin poetas, sin esa gente de letras o atravesada por ellas, como Pablo De Rokha.

 

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