Ayer por la tarde, en mis casi dos horas de descanso que tengo entre una clase y otra, se me ocurrió experimentar en el i-Pod con una de las varias aplicaciones sobre traducción simultánea que ofrece Google. Ciertamente uno hace ya tiempo que ha perdido cualquier capacidad de asombro con respecto a los avances de la tecnología. Si mañana alguien me dijera que existen alfombras voladoras en el mercado o que el teletransportador de Star Trek está ya a la venta, no solo no lo pondría en duda, sino que lo primero que haría es preguntar por el precio. De modo que ayer no me sobresalté ni me quedé boquiabierto cuando me bajé el programa de traducción y empecé a comprobar lo que daba de sí: simplemente me dediqué a dictar cualquier frase en español que se me pasaba por la cabeza. El proceso era de lo más simple. Yo dictaba la frase en voz alta y, en casi todos los casos, aparecía esa misma frase reproducida en un recuadro palabra por palabra, tal como yo la había enunciado; luego accionando un botón en la pantalla táctil se me aparecía un menú con no sé cuántas lenguas y accionando otro escuchaba de inmediato la frase traducida en francés, en alemán, en chino o en swahili.
Los programas de reconocimiento de voz llevan ya años, pero nunca hasta ahora me había encontrado con uno que alcanzase una precisión igual. En cuanto a las máquinas de traducción automática, el avance en estos últimos años es sencillamente espectacular. Todavía en textos complejos las traducciones resultan imperfectas, presentando aquí y allá groseros anacolutos y frases sin mucho sentido, aunque el grado de inteligibilidad es cada vez mayor, especialmente entre las lenguas europeas más importantes. Un lector competente (y no digamos alguien que conozca bien la lengua traducida) puede arreglar casi cualquier traducción en muy poco tiempo.
El fenómeno que presencié yo ayer tiene desde luego implicaciones inquietantes. Por de pronto, elimina las barreras lingüísticas entre los pueblos y nos transporta otra vez, de alguna manera, a una cultura oral. En muy poco tiempo nadie escribirá de puño y letra ni necesitará de un teclado en el ordenador. Los textos se escribirán en voz alta y se podrán transformar instantáneamente en la lengua que uno desee, pudiéndose escuchar con la voz que a uno se le antoje, sea la de un actor o en la voz de su padre, de su mujer o de uno mismo. Más aún. Un hombre en Nueva Zelanda llevará a cabo una transacción bancaria en un banco de Pekín y un pequinés vivirá una historia de amor con una malagueña sin aprender siquiera a decir en español “te quiero”. Los niños no necesitarán aprender a escribir o a deletrear. Muy pronto dejarán de conocer la escritura y solo oirán. La palabra escrita quedará reservada para los sordos y para los filólogos, si es que para ese entonces (nada lejano) los filólogos existen y no han sido sustituidos por robots ciberespaciales.
Mcluhan dijo que el medio es el mensaje. Una cultura oral -antes de la irrupción de la escritura- basaba todo en la memoria y, si se me apura, en el cliché. Se ha dicho que el pensamiento occidental surge con Platón porque Platón, a diferencia de su maestro Sócrates, escribe y, por ello, organiza su discurso de manera mucho más compleja, sin frases hechas, adagios o frases formularias, como se daba todavía entre los presocráticos o en la poesía de Homero. La cultura oral no tiene otra forma de guardar la información que haciendo uso de la memoria de los memoriosos, los cuales, inevitablemente, se ven obligados a recurrir a nemotecnias y al uso repetido de fórmulas.
La oralidad fomenta el verso y la repetición cíclica, mientras que la literalidad, se dice, gusta más de la prosa y del discurso lineal. Antes de la escritura, se hablaba en fórmula y se imitaba una y otra vez lo que se oía recitar, pero con la escritura, y mucho más con el libro impreso, se fue siendo cada vez más suspicaz con todo enunciado mostrenco o poco original. La repetición se convirtió, poco a poco, en un defecto.
¿Y ahora con la revolución digital a que asistimos qué pasará con el mensaje? Conjeturo que esa proclividad del literato a distinguirse por su voz original irá perdiendo vigencia, pues si uno quiere ser traducido a todos los idiomas debe favorecer un lenguaje un tanto chato o, según nos enseñaron en la escuela, “referencial”, sin florituras ni barroquismos. En mis pocos experimentos con la máquina de la traducción he notado que, a fin de obtener traducciones correctas, uno debe acogerse a frases más o menos previsibles, del acervo común.
Claro que los progresos son enormes y no es de extrañar que la máquina vaya descifrando poco a poco cada retruécano y giro peculiar que se nos ocurra. Avanzo la siguiente posibilidad. No habrá ni academias ni profesores de lenguas, porque ya no serán necesarios. Tampoco me imagino métodos para aprender español o chino. En su lugar, los lingüistas estarán delante de un monitor, que será una especie de radar, el cual se encargará de detectar toda aquella frase nueva o novedosa que se ha colgado en la red y que nunca antes nadie había acuñado. El lingüista la sopesará y, tras consultarlo con otros colegas, le dará un significado y una equivalencia en cada una de las lenguas existentes. De ser así, es muy posible que surjan entonces disidentes y que algunos poetas eviten la red y creen sociedades secretas. La mejor poesía se hará en las catacumbas y el pensamiento puede que vuelva a ser esotérico.