Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Novela por entregasPolíptico barroco. Albinoni o el duelo sublime

Políptico barroco. Albinoni o el duelo sublime

 

Albinoni o el duelo sublime

 

            La historia del arte, como la de la música, quizá como toda historia, tiene menos de narración lineal que de palimpsesto. Un palimpsesto es un manuscrito cuya última palabra no es por fuerza la palabra decisiva ni tampoco aquella que hay que preservar. Se parece a un yacimiento cuyos restos superpuestos advierten de la conveniencia de no tomar decisiones a la ligera pues cualquiera de ellas puede resultar catastrófica.

            Si el progreso de la ciencia implica una continua corrección que invalida las viejas verdades, el de las artes consiste en un incesante romper moldes. No hay verdad a la que acercarse, sólo cánones. Hay que tener presente, además, que lo que se dirime en la elección de un canon no es el valor intrínseco de obras o autores, sino la autoridad de quienes lo propusieron. 

            Que no podamos encontrar un criterio absoluto desde el que juzgarla no significa que la excelencia no exista, pero representa una objeción relevante contra quienes creen que sólo hay una forma de llegar a ella. Cuando Adorno llamó “síndrome Kleinmeister” a la tendencia a ensalzar a ciertos compositores menores equiparándolos con los grandes de la música, Bach, Mozart o Beethoven, ¿no se dio cuenta de que el reconocimiento de la excelencia de estos implicaba también, de alguna manera, el del camino estético que eligieron (o que les eligió a ellos)? Si uno está seguro de que la forma suprema de composición es la sinfonía, en su lista de compositores excelsos es improbable que aparezcan autores barrocos, y si lo hacen, como es el caso de Bach, será sin duda porque la han anunciado. Tal hizo Vasari al convertir en medida suprema de la pintura el estilo de los artistas florentinos de su época. Durante siglos, debido a la difusión internacional de su Vidas, la primacía del dibujo sobre el color o la sumisión de los efectos sensibles a la proporción matemática han sido dogmas de fe y figuras de la talla de Tiziano o el Greco no podían compararse con Miguel Ángel o Leonardo sin suscitar el desdén de los eruditos.

Lo opuesto al síndrome Kleinmeister es el síndrome Grossmeister, el rechazo de cuanto no esté a la altura de aquello que se juzga excepcional. Ligado a la convicción de que la continuidad histórica implica un incremento de sentido, un perfeccionamiento, un progreso, quienes lo padecen suponen que sólo el genio, o sea, el artista que deja atrás lo anterior y abre la senda que luego transitan otros, materializa la marcha ascendente de la humanidad, y que fuera de sus obras formidables no hay más que repeticiones, vías muertas, extravagancias más o menos atractivas para el experto o el anticuario, no para la sociedad, en cuyas manos descansa la potestad final de juzgar que en otro tiempo se atribuía a Dios. El interés de las obras menores se reduce, desde ese punto de vista, a que documentan el estado de cosas en que surgieron las que importan. Son como fósiles cuyo valor estriba en que permiten comprender mejor los momentos culminantes de la evolución.

            Todo esto debe tenerse en cuenta al abordar la figura de Albinoni, un autor que, pese a las simpatías que hoy despierta, nadie osaría incluir en el elenco de maestros que Adorno tenía por modelo de la música. Ni por la cantidad ni por la calidad de sus obras, muchas lamentablemente perdidas, podemos compararlo con ellos. Tampoco está a la altura de los grandes venecianos de su generación: Vivaldi, Caldara o Marcello. Hay que evitar sin embargo desdeñarlo como han hecho sus biógrafos al decir que fue un autor precoz que encalló pronto frustrando las expectativas que suscitó al inicio de su carrera. Blandir primero la premisa de la precocidad y, acto seguido, la conclusión del encallamiento, produce la impresión de haber descubierto un vínculo lógico, algo tan convincente que no ya no es necesaria ninguna otra consideración. Pero por supuesto que es necesaria. Aunque sea verdad que “Albinoni brilla allí donde Vivaldi arde”, los tópicos no aclaran nada.

            El anquilosamiento es algo lastimoso para quien vincula genialidad y fecundidad creativa. La efervescencia es una de las características esenciales de la excelencia, igual que la capacidad para experimentar nuevas posibilidades. Todo esto suele argumentarse contra Albinoni. Que durante casi medio siglo de vida artística jugara con los mismos elementos, combinándolos una y otra vez, dice poco a su favor, máxime si se niega la posibilidad de que en algún momento hubiera vuelto sobre sus propios pasos no para borrarlos, sino para profundizar en ellos. Otros creen que maduró demasiado pronto y que ello le impidió adquirir el arte de sus maestros. Puede ser, aunque debemos recordar que el auténtico artista hace lo que tiene que hacer con aquello que el destino pone en sus manos,  mucho o poco, y que Albinoni, pese a sus carencias, produjo obras notables. No es fácil hallar melodías tan bellas como las suyas ni efectos sonoros tan deliciosos como los que elaboró con procedimientos muy simples. ¿Hubiera logrado algo mejor con otra preparación?

 

 

Pero empecemos por el principio. El primer testimonio documental relativo a la vida de Albinoni procede de la época en que debutó en el mundo teatral con una ópera dedicada a Zenobia, reina de Palmira. Tenía veintitrés años y Antonio Marchi, autor del libreto, ensalzó su talento subrayando su condición de diletante. La palabra la usamos ahora como sinónimo de aficionado, entonces aludía al deleite desinteresado. Diletante era el artista que no necesitaba del arte para vivir, que se complacía en él por el placer de hacerlo, algo que no podía permitirse el hombre del pueblo, obligado a ganarse el sustento. Presentar a Tommaso de esa manera era tanto, pues, como declarar que pertenecía a una familia acomodada. 

            Su origen, sin embargo, no podía ser más insignificante. Antonio, el padre, era un desarrapado hasta que la fortuna le sonrió. Había entrado siendo niño como aprendiz en un negocio de papelería regentado por una viuda que sólo tenía un hijo. Este falleció en penosas circunstancias dejándola sin herederos y ella entonces adoptó a su empleado. Al morir, Antonio heredó el negocio, gracias al cual amasó una fortuna con la que pudo mantener holgadamente a una familia de ocho hijos. Tommaso, el primogénito, estaba destinado a sucederlo en la dirección del negocio. Fue preparado a conciencia para ello; incluso alcanzó la maestría profesional que le daba derecho a fabricar naipes, principal actividad de la empresa, pero el destino quiso que amara la música y que ese amor diera al traste con el plan de su progenitor, quien nunca acabó de perdonárselo.  

Tommaso, no obstante, tardó mucho en romper con él. Hasta 1705, con treinta y cuatro años, permaneció en el negocio familiar. Fue entonces cuando su padre tomó la decisión de desheredarlo en beneficio de los hermanos. No lo despojó por completo–el derecho a un tercio de la renta de la papelería prueba que las diferencias entre ambos no eran insalvables-, pero lo apartó del control. Tommaso vivió aquello como una auténtica liberación. No deseaba saber nada de naipes. Aunque hasta ese instante había obedecido a su progenitor, no estaba dispuesto a seguir haciéndolo el resto de su vida. Se ha dicho que la ruptura tuvo que ver con la aparición de una mujer, Margarita Raimundi, cantante con la que se fugó a Milán y con la que terminaría casándose. La hipótesis es verosímil porque es evidente que necesitaba fuerzas para dar el paso.

Antonio debía ser el típico hombre que se atribuye el mérito de su prosperidad y pretende que sus hijos sigan fielmente sus pasos. Cuando murió, en 1709, había dejado de hablarle. El compositor debió de sufrir enormemente con todo esto. No se explica si no que mientras vivió acatara su deseo de no figurar como profesional de la música, firmando sus obras con la coletilla “diletante véneto”. Igual hacía Marcello, pero él era patricio y no podía ejercer. A Albinoni, figurar como diletante le perjudicaba. Por eso, no más morir Antonio, dejó de hacerlo. A pesar de ello, la sombra paterna le acompañó siempre, incluso en la época en que se hizo famoso –tanto como para que un impostor se hiciera pasar por él en una gira por Alemania-, pues nunca ingresó en el gremio musical, algo que en Venecia suponía graves inconvenientes desde el punto de vista económico.

Platón escribió que los padres merecen el respeto de los hijos incluso cuando no lo merecen. Su pensamiento coincide con la honra exigida por las tablas de la Ley. Respeto y honra no significan ciega obediencia. Muchos padres cometen este error. No fue el caso del de Albinoni. Lo que este anhelaba para su hijo es que viviera de acuerdo con los principios que le habían proporcionado tantas ventajas. Se sentía orgulloso de lo que poseía y, como no entendía las necesidades espirituales de su primogénito, pensaba que lo mejor para él no podía ser distinto de lo mejor para sí mismo. Antonio debía ser buen tipo porque el hijo, pese a sufrir las consecuencias de sus limitaciones, lo disculpó siempre atribuyendo su inflexibilidad a su pragmatismo y a un afecto mal entendido. No de otro modo se explica su prolongada sumisión y, a la par, su tesón para no renunciar a sus planes. Algo le impedía enfrentarse a Antonio, romper con él, y cuando dio el paso, gracias a su esposa, nunca se liberó del todo. El estancamiento de su estilo, eso que los estudiosos califican de parálisis, no es sin embargo tal, pues ni lo que Tommaso produjo antes de sentirse libre de la presión paterna puede considerarse suyo, ni lo que hizo luego fue tampoco una revisión de lo anterior, sino un nuevo principio. 


 

Es difícil juzgar la obra de un autor del que se han perdido una cantidad tan elevada de títulos –de las cincuenta óperas que compuso, se conservan sólo dos-, pero si seguimos su evolución atendiendo a los que han perdurado, básicamente instrumentales, la tesis del anquilosamiento resulta difícil de sostener. Es verdad que Albinoni renuncia en cierto momento a ensayar nuevas posibilidades técnicas y que su estilo parece cristalizar dejando de lado las novedades; sin embargo, esa cristalización –mejor sería llamarla “depuración”- implica una profundización creciente en una vía que parecía haber recorrido hasta entonces a tientas y como con miedo. El resultado es que la estereotipada creatividad del principio da paso a una libertad compositiva notable. Lo más asombroso de ese proceso, visto desde una perspectiva biográfica, es que corre parejo a su conflicto familiar. Mientras estuvo bajo la tutela espiritual del padre, su música carece de toda expresividad y da la impresión de ser simplemente un ejercicio elegante y sofisticado. Cuando la muerte lo libera para siempre de esa servidumbre, adquiere  el sello inconfundible que la caracteriza. Algunos atribuyen esa evolución a la influencia de Vivaldi, tal vez porque ambos comparten la alegría de vivir que Venecia convirtió entonces en seña de identidad, pero sin negarla del todo, lo cierto es que sus caminos son muy diferentes y que en la trayectoria de Tommaso lo que verdaderamente cuenta es su íntima peripecia vital. No es casual que la primera obra en que da muestras de recorrer su propio camino (Dodici trattenimenti armonici per camera, Op 6), vea la luz año y medio después de la muerte del padre, y sus mejores páginas, los opus 7 y 9, en donde se contienen los conciertos para oboe que le han hecho famoso, aparezcan justo en los años siguientes.

El psicoanálisis probablemente tendría aquí mucho que decir. Las dificultades del compositor eran más psicológicas que musicales. La figura paterna se convierte en un lastre y la incapacidad de Albinoni para oponerse a ella agudiza sus problemas hasta el punto de cohibir su inspiración. Que él era consciente de esto es algo que no puede ponerse en duda. Resulta significativo, por ejemplo, que su primera obra publicada se la dedicara al cardenal Pietro Ottoboni, noble veneciano que acababa de ser borrado del Libro de Oro por violar una ley ancestral que prohibía a las personas de su clase servir a otras naciones, y que la segunda tuviera por destinatario a Fernando Gonzaga, duque de Mantua, quien perdió su Estado al olvidar la fidelidad de su familia a los Habsburgo y apoyar a los Borbones en sus pretensiones al trono español. Las razones por las que ambos personajes se habían buscado la ruina eran distintas (detrás del duque estuvieron dos bellas hermanas francesas que lo enloquecieron con sus complacencias y detrás de Ottoboni, su ambición por lograr el papado), pero al margen de todo ello lo asombroso es que dedicara sus obras a este clase de personajes que tan poco podían hacer por él. ¿Era una muestra de simpatía por el valor que habían acreditado rompiendo con la tradición?   

 Situémonos delante del palacio ducal, en el ángulo que mira al Adriático. Un relieve representa el momento en que el hijo mayor de Noé cubre el cuerpo de su padre, desnudo y borracho en el suelo. El Génesis relata que Cam, el hijo menor, lo sorprendió en aquella postura y corrió en busca de sus hermanos para que se regodearan con el espectáculo. A estos no les agradó la escena y recriminaron a Cam por su falta de respeto. La escena que esculpió Filippo Calendario en la primera mitad del siglo XIV pretende mostrar la importancia de mantener la continuidad con el pasado, simbolizada por el amor filial de los hijos mayores del patriarca. Orgullosos de la estabilidad de su régimen, que atribuían a la solidez de sus leyes y a la veneración de los antepasados, los venecianos pensaban que la potencia de la ciudad reposaba en el diálogo ininterrumpido con la tradición. Cuando esta no se vuelve algo convencional, una inercia desprovista de vida, constituye una fuerza: el fondo auténtico de un pueblo, su forma de vivir, su sabiduría. El respeto de la continuidad era también prueba de que allí se cumplían los compromisos. Alianzas y pactos estaban garantizados. La fama de que gozó Venecia a lo largo de los siglos –fiabilidad de la moneda, prudencia del gobierno, respeto de la ley – se basaba en esto.  

Observemos ahora la imagen que hay encima de la que acabamos de comentar, a la altura de la galería del palacio. Representa al joven Tobías acompañado por el arcángel San Rafael. Tobías es también un modelo de piedad filial. Su padre, judío de la tribu de Neftalí asentado en Nínive, perdió sus bienes al desobedecer la orden de las autoridades asirias de no sepultar a los hebreos ajusticiados. En el momento en que las cosas le iban peor, una golondrina arrojó sus excrementos sobre sus ojos y lo dejó ciego. Desolado y sin recursos, no le quedó otro remedio que enviar a su único hijo a recuperar cierta cantidad de dinero que había prestado a un pariente que vivía lejos. El muchacho era demasiado joven para hacer el viaje solo y el padre le recomendó que se buscase un acompañante. Tobías dio con alguien que se prestó a ello, el arcángel Rafael, y ambos emprendieron el camino. Un día se detuvieron junto al Tigris para descansar. Allí Tobías atrapó un pez. Aconsejado por el ángel, separó la hiel y las agallas y las guardó en un zurrón. La primera le sirvió para liberar a la hija del acreedor de su padre del demonio que la poseía y que había matado en la noche de bodas a sus siete maridos consecutivos. Gracias a ello obtuvo su mano, consumó el himeneo y recuperó con creces el capital prestado. Tobías, sin embargo, en vez de permanecer junto a su esposa, lejos de la hostilidad de los asirios, prefirió regresar a la casa de su padre para cuidarlo. Cuando llegó a ella, el ángel le recomendó que aplicara las agallas del pez sobre sus ojos y el anciano recuperó la vista.

Las leyendas que he citado son dos de tantas en las que se enaltece la veneración de la tradición, el respeto de los antepasados, la piedad filial. Venecia, ciudad platónica, está llena de ellas y Albinoni debía tenerlas muy presentes. Los problemas con su padre, en cierto sentido con la comunidad, no impidieron que se sintiera profundamente veneciano. Al revés, revelan que lo era en grado sumo. Tommaso podría haberse ido para siempre, como hizo Caldara, y convertir su arte en el único sostén de su existencia. Sin embargo, ni su vida ni su música tenían sentido fuera de la laguna. Prueba de ello es que lo mejor de su producción, aquello que fue capaz de hacer tras la desaparición de su progenitor, es un canto a la alegría de pertenecer a una cultura perdurable. Sus páginas para oboe, en las que expresa a la vez la melancolía de la soledad y la alegría de la integración, son el mejor ejemplo. Más tarde, la música de Albinoni se volverá, por así decir, polifónica, renunciando al uso de instrumentos solistas. Para los especialistas que se empeñan en explicar el arte como una actividad desligada de la vida esa renuncia constituye una recaída en un estilo pasado de moda que demostraría el declive de su inspiración. Pero: ¿cómo es posible que un músico de su talla, capaz de producir solos de una belleza arrebatadora, renuncie a esa posibilidad?, ¿acaso intuyó en ese juego musical entre individuo y comunidad el inicio de una peligrosa fractura de la tradición?, ¿explicará esto el predominio que en sus últimas obras adquiere la orquesta como expresión del espíritu de subordinación al todo –la familia o el Estado- que él había roto en su propia vida?

Los seres humanos estamos acostumbrados a que la muerte nos quite mucho sin devolvernos nada, pero no fue eso lo que le ocurrió a Albinoni cuando desapareció su padre. Por más que lo amara, su disolución corporal constituyó un alivio para su alma.  Una ventana se había abierto y ahora, por fin, podía respirar. Su espíritu vibró a partir de entonces como una cuerda y resonó nietzscheanamente de felicidad. Verdad que así expresados estos sentimientos pueden resultar embarazosos, pero lo que deseamos aquí no es juzgar, sino comprender. La pena, la melancolía, la tristeza, el dolor, se resuelven en las obras que escribió a partir de entonces en una alegría serena que muestra lo bella que es la vida sin ataduras. Nadie ha expresado musicalmente esto como él. Esa belleza reconquistada no era, sin embargo, el vuelo solitario del artista romántico, pues gracias a ella fue capaz de disipar las sombras que oscurecían su corazón y reconciliarse con aquello que simbolizaba la figura paterna: la idea de una felicidad que no existe fuera de la tradición, de la comunidad, en una individualidad arrogante con la que, de hecho, no se identificaba. El destino de los espíritus demasiado libres, parece decir Albinoni, es el infierno de la soledad. Y tenía razón, sólo que ningún mensaje podía ser en aquella hora más contrario a la dirección que estaban tomando los tiempos.

 

 

 

Más del autor