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Novela por entregasPolíptico barroco. Vivaldi y la alegría de vivir

Políptico barroco. Vivaldi y la alegría de vivir

 

Vivaldi y la alegría de vivir

 

El día que Antonio Vivaldi nació un terremoto sacudió Venecia. No debió ser gran cosa porque la historia apenas lo recuerda. El anónimo cronista que describió el seísmo ocurrido trescientos treinta años antes, en 1348, asegura que entonces las torres de las iglesias temblaron causando un pavoroso repique de campanas. Peor fue lo que sucedió en 1106, cuando las aguas de la laguna se retiraron –es la única vez que se ha visto el fondo del Gran Canal- para volver luego en forma de ola gigantesca. El Lido, la alargada y estrecha isla que separa el mar Adriático de la ciudad, quedó completamente arrasado. Comparado con ellos, el temblor del 4 de marzo de 1678 fue una menudencia. Si los biógrafos de Vivaldi suelen mencionarlo es porque lo ven como un presagio; el anuncio, ligeramente teatral, de la llegada al mundo de un genio que removió, sin destruirlos, los cimientos de la música.

Pese a su estremecedor arranque, la biografía de Vivaldi resulta más bien anodina. El único hilo oscuro del que han podido tirar los tejedores de fábulas, sus relaciones con Anna Giró, cantante con la que supuestamente estuvo liado, parece fruto de la calumnia y no de la verdad, y el goteo incesante de documentos que atestiguan que era un hombre de carne y hueso, no un ángel caído del cielo, más que empañar su imagen confirma la idea de que, en sesenta y tres años de vida, apenas dio un ruido. Tratándose de alguien que, además de músico famoso, sacerdote, pedagogo, intérprete y director de orquesta, fue empresario operístico, oficio siempre rodeado de tentaciones pecaminosas, la escasez de noticias comprometedoras demuestra que se dedicó en serio a su arte o que supo guardar las apariencias. De lo que no cabe ninguna duda, desde luego, es de que poseía una extraordinaria capacidad para describir los fenómenos naturales y los sentimientos humanos y que esta capacidad tuvo que sustentarse en un agudo sentido de la observación y una rica experiencia de la vida, interiormente al menos.

 

  

  ¿Qué clase de hombre era Vivaldi? No se sabe. Podemos reconstruir por fuera los hechos de su biografía, desde que tomó los hábitos y empezó a dar clases de violín a las muchachas de la Pietá, el orfanato donde inició su carrera, hasta que murió de fiebre en Viena, solo, pobre y arrepentido de la decisión que le llevó tan lejos de Venecia, pero en lo que se refiere a su temperamento, su personalidad o su modo de pensar, cuanto se diga es pura fantasía. Salvo cuatro o cinco anécdotas no tenemos absolutamente nada. Charles de Brosses, que lo conoció durante su estancia en Italia, lo recuerda como un anciano petulante que se jactaba de poder componer un concierto, con todas sus partes, en menos tiempo del que necesitaría un amanuense en copiarlo. El tono del comentario del erudito francés, tan poco fiable por otro lado, es sarcástico, pero nos consta que Tito Manlio, una de las joyas del repertorio operístico vivaldiano, fue compuesta en cinco días, y que necesitó aún menos para preparar los diez conciertos que compró el barón von Uffenbach, burgomaestre de Franckfurt. Ni el más acérrimo de sus detractores, y aquí incluyo a aquellos que le acusaban de fallar en el contrapunto y no dominar el bajo continuo, niegan que su capacidad inventiva era prodigiosa. Von Uffenbach, violinista él mismo, escribió, tras oírle improvisar en el teatro una fantasía para ese instrumento, que “algo así no lo había tocado nunca nadie ni nadie lo volverá a tocar”, y en el orfanato de la Pietá corría la leyenda de que Francesco Gasparini, maestro de conciertos en la época en que Vivaldi entró en la institución, se escondía en un trastero para oír sus improvisaciones al órgano. Afirmar a partir de un testimonio aislado que era un fatuo es tan arbitrario como tildarlo de avaro porque de pronto se ha descubierto en los archivos venecianos una denuncia que lo implica en un affaire relacionado con la adquisición no demasiado clara de un clavicémbalo. ¿Cómo acusar de miserable por eso a alguien que arriesgó sus ganancias en empresas teatrales que, más que un negocio, fueron sin duda la prolongación secular de su propio talento creativo?

Más significativo a ciertos efectos es lo que refiere Goldoni en sus Memorias. El compositor tiene en la fecha en que conoce al dramaturgo cincuenta y seis años, el doble que Anna Giró, a la que había prohijado junto a una hermana. Aunque sus relaciones con la cantante comenzaban ya a dar que hablar, las dificultades no llegaron hasta dos años más tarde, tras la prohibición del cardenal Ruffo de que la pareja se instalara en Ferrara, donde Vivaldi, empeñado en una fuerte inversión teatral, está a punto de caer en la ruina. El día de la visita de Goldoni nadie podía imaginar que las cosas se torcerían de esa forma. El comediógrafo, de veintisiete años, iba de parte del dueño del teatro de San Samuele, Michele Grimani (padre ilegítimo de Casanova, entonces un niño), para hacer los cambios que el compositor considerara oportunos en el libreto sobre el que estaba trabajando, la Griselda de Zeno. Vivaldi parece que lo recibió de mala gana y él, convencido de haber interrumpido sus oraciones, sugirió volver otro día. Tras una tensa conversación –el compositor puso en duda la madurez del joven poeta para llevar a cabo los cambios que pretendía (convertir un aria lánguida en otra de acción) y este se vengó insinuando que esos cambios eran debidos a la frágil voz de la Giró-, Vivaldi cogió el libreto y señaló uno de los pasajes que deseaba arreglar. Goldoni propuso acometer la tarea allí mismo, inmediatamente, y Vivaldi aceptó escéptico mientras retornaba a sus oraciones. Un cuarto de hora después el trabajo estaba listo. Cuando el compositor vio el resultado gritó lleno de alegría y llamó a su pupila para mostrárselo. Aquel joven, le dijo entusiasmado, era un genio. Y lo era, vive Dios que sí. Lástima que fuese él quien inmortalizara la escena.

El joven Goldoni, tan sutil en otra ocasiones, pecó en esta de inexperto al no ver en Vivaldi más que un sacerdote consagrado tangencialmente al teatro, una especie de santurrón obsesionado con sus jaculatorias. Le hubiera bastado con reflexionar un poco sobre lo que estaba rezando para desechar esta idea. De acuerdo con las propias palabras del dramaturgo, el cura compositor rezaba un salmo contra las distracciones de la oración: Deus in adjutorium meum intende; Domine ad adjuvandum me festina (Dios mío, ven en mi ayuda; Señor, corre a socorrerme). Es raro, aunque la edad lo disculpa todo, que Goldoni ignorara que estas palabras, amén de la plegaria que en los breviarios preceden a la lectura de cada hora, constituyen un texto habitual de ciertas ceremonias solemnes y, por tanto, la letra de alguna composición en la que podía estar trabajando su interlocutor. De hecho, los mismos versos citados por Goldoni en sus Memorias figuran en el responsorio para solo, dos coros y dos orquestas RV 593, página cuya fecha de composición se desconoce. ¿Estaría Vivaldi atareado con ella aquel día de mayo de 1735? La cosa, a estas alturas, no se puede saber, pero tendría gracia que mientras Goldoni se burla de la beatería de su paisano –“¡domine!, ¡domine!, ¡domine!”, escribe burlonamente que repetía; en la pelirroja y tonsurada cabeza de este bulleran las notas punteadas, nerviosas y apremiantes de los violines que acompañan al salmo 69 en dicha composición. 


 

Vivaldi fue un cura atípico, y no sólo por sus cabellos rojos y por el estuche y la carpeta que solía llevar bajo el brazo cuando caminaba por las calles de Venecia, cosa que hacía rara vez porque prefería desplazarse en góndola, sino porque, aquejado de una enfermedad respiratoria, asma bronquial o algo por el estilo, obtuvo una dispensa para no decir misa. Varias veces se había visto obligado a interrumpir la liturgia y refugiarse en la sacristía para tomar aire. Aunque las malas lenguas aseguraban que la causa de tan inaudito comportamiento era la necesidad de anotar alguna idea musical que se le había ocurrido durante la ceremonia, nadie en su tiempo dudó nunca de su vocación. Han sido los exégetas actuales quienes han sugerido que tras aquellos ataques latía un conflicto espiritual no resuelto, un trauma inconsciente, psicoanalítico, algo difícil de casar con la naturalidad de sus composiciones sacras y con su espíritu veneciano, tan opuesto a la franqueza ilustrada. Ya habrá luego ocasión de abordar este asunto. Ahora lo que me interesa señalar es que sus males, supuestos o no, nunca le impidieron trabajar como un poseso, y que los frutos de esa labor no pudieron ser mejores, pues bajo su influencia y la de su música, chispeante como ninguna, las chicas del orfanato donde ejerció como profesor y después como maestro alcanzaron tal nivel que se convirtieron en una de las orquestas más reputadas de la época. Melómanos de todas partes de Europa, incluidos los más altos dignatarios, asistían perplejos a sus actuaciones, especialmente fascinantes porque aquellas jóvenes de voces divinas, uniformadas de rojo, permanecían ocultas tras una celosía, añadiendo al misterio de sus cualidades musicales el de una belleza que sólo podía ser imaginada. Cuál no sería la impresión que provocaban estos conciertos entre los espectadores que antes de publicar en Ámsterdam su primera gran obra, el Estro Armonico, circulaban ya por el continente de forma clandestina. Hay que admitir, sin embargo, que tanta actividad musical fue en detrimento de la misión pastoral que don Antonio ejercía en el orfanato, y que esto le acarreó problemas con la institución, sostenida por un patronato de hombres piadosos que no acababan de sentirse cómodos con su conducta. La tirantez duró casi hasta el final de sus días y favoreció su carrera operística al obligarle a buscar otras fuentes de ingresos. Fue su formidable éxito en este campo y el afán por controlar hasta el más mínimo detalle las representaciones, algo que demuestra el alto concepto estético que tenía de su obra, lo que le llevó a convertirse en empresario, un paso que, como ya hemos adelantado, le acarrearía amargos sinsabores.

 

 

La carrera musical no estaba entonces reñida con el sacerdocio. A fines del XVII y principios del XVIII abundaban los clérigos dedicados profesionalmente a la música. El oratorio, equivalente sacro de la ópera, constituía una manifestación de fe promovida por la Iglesia. Desde la época de San Ambrosio ésta había considerado la música un medio idóneo para expresar la gloria divina y la devoción de los cristianos, y aunque no aprobaba los excesos operísticos en los templos, tampoco opuso una resistencia muy grande. Incluso un Pontífice, Clemente IX, “el papa cómico”, había sobresalido como compositor antes de nacer Vivaldi. Su última ópera, La cómica del cielo, la firmó en 1667 con el anillo de Pedro en el dedo. Clemente pensaba que era posible utilizar el melodrama con fines morales. En Venecia, donde las relaciones entre ópera y música religiosa fueron más intensas que en ninguna otra parte –Monteverdi, el verdadero creador de aquella, desempeñó durante la última mitad de su vida el puesto de maestro de la capilla ducal de San Marcos-, esa creencia se había convertido en una tradición. La aptitud de la música para conectar el orden de los sentidos, donde opera el hombre de carne y hueso, y el orden del espíritu, al que se eleva el alma henchida de fe, era un tópico desde que Giovanni Bellini introdujo en sus pinturas la figura del ángel tañedor como símbolo de la comunicación entre lo divino y lo humano. Concebida de formas diferentes según las épocas, pero siempre vinculada a la expresión artística y la belleza, esa comunicación constituyó algo esencial para la cultura veneciana desde sus orígenes –Venecia alcanzó su soberanía política, liberándose de la tutela bizantina, cuando se negó a acatar el edicto del emperador León III que prohibía el culto a las imágenes-y fue el fundamento de lo que, con el tiempo, constituiría una de sus señas de identidad, la gioia di vivere.

Alejada por igual del misticismo y la intransigencia, la República veneciana fue siempre católica, aunque sin fanatismos. Una catedral ortodoxa, dos capillas luteranas y varias sinagogas son la mejor prueba. Roma nunca vio con buenos ojos esta religiosidad condescendiente, más preocupada por la buena convivencia política que por el control de las conciencias, y trató a menudo de imponerle su dogmatismo. Pero los venecianos jamás lo toleraron. La historia de sus querellas con el papado es bien conocida. Por tres veces fueron excomulgados en bloque, incluidos sus sacerdotes. La última a principios del XVII. El símbolo de la divergencia con el papado era la situación de la catedral, San Pedro di Castello, en la periferia de la ciudad, uno de los lugares más solitarios de Venecia. Tal vez a causa de esta actitud tolerante, a la mayor parte de los extranjeros les escandalizaba la tibieza teológica de los venecianos, que asociaban a sus desordenadas costumbres. Para compensar la inflexibilidad del sistema político, donde todos, del dogo abajo, estaban sometidos a estrictos controles, la República había garantizado la libertad individual gracias al uso de las máscaras y el resultado, visto con los ojos del forastero, era una contradicción constante entre las expresiones públicas de fervor y la ligereza de sus vidas privadas. A los piadosos protestantes de paso les escandalizaba la facilidad con que los venecianos, a fin de evitar disputas innecesarias, apelaban a la idea de que la fe siempre apunta más allá de la capacidad humana de comprensión. Cristo había venido al mundo para salvar al hombre y esto no podía significar guerra y desolación, tortura y sangre, tristeza y tinieblas. El único y verdadero reflejo de la fe estaba en la alegría de vivir, encarnada públicamente en las grandes procesiones ceremoniales, y no en la mala conciencia de Lutero, Ignacio de Loyola o Savonarola. Claro que nada de esto tenía el menor sentido si a la vez no se ponía en práctica el principio evangélico del amor al prójimo. Venecia, sin embargo, a diferencia de otros lugares donde se mataba y moría en nombre de la religión, contaba con multitud de instituciones dedicadas a necesitados, enfermos y huérfanos. La República, consciente de su papel, las favorecía alentándolas. Allí donde el viajero no veía más que ostentación se ocultaban otras muchas cosas. Para los miembros de esas instituciones, las scuole, participar en las procesiones cívicas de la República significaba el reconocimiento político de su actividad. De igual forma, las parroquias, célula social del mundo veneciano, organizaban periódicamente sus propias ceremonias a fin recordar que el hombre no está solo, sino integrado en una comunidad espiritual. Los extranjeros, confundidos por la riqueza de los templos y la fastuosidad que se desplegaba en las ceremonias, eran incapaces de comprender la importancia de los símbolos y, por eso, a menudo se iban con la impresión de que cuanto habían visto reflejaba un espíritu supersticioso y vacío. Todavía hoy los historiadores, prolongando esa actitud ceñuda que consiste en identificar seriedad con autenticidad y alegría con falsedad, no conocen otra manera de explicar el asunto que acusando a la oligarquía patricia de enmascarar a base de pompa y boato su feroz pragmatismo. Sus prejuicios ilustrados les impiden ver que para una ciudad con un régimen político tan antiguo, que se remontaba míticamente a la caída de Roma, estas costumbres ceremoniales, desde el uso de la toga por parte de los patricios a los desfiles triunfales, eran una tradición y que en esa tradición, custodiada durante mil años, ni el arte, como proveedor de símbolos, ni la fe, concebida sin rigor, se entendían como en el resto de Europa.

Pero volvamos a Vivaldi, cuyos sentimientos religiosos, entendidos a la manera de su patria, no tiene sentido cuestionar, y centrémonos en su obra sacra. ¿Qué papel tuvo esta en el conjunto de su producción?, ¿eran composiciones de encargo, en las que el autor se implicaba sólo superficialmente, como ahora se dice, o representaron para él algo esencial? Al abordar estas preguntas uno no puede dejar de pensar en la forma en que ha cambiado la consideración de Vivaldi a medida que se ha ido conociendo su repertorio. En un primer momento, influidos por las opiniones de sus contemporáneos, se creyó que había sido ante todo un compositor instrumental, extraordinariamente bien dotado para el violín, aunque poco más. Sus conciertos, interpretados torpemente, extendieron la impresión, enunciada por Stravinsky, de que apenas hizo otra cosa que repetir la misma fórmula. Gradualmente, y como consecuencia de un acercamiento más lúcido a la música barroca, esa idea ha acabado sin embargo dándose de lado. Igual ha ocurrido con su música vocal, desconocida hasta fechas recientes. Hoy nadie duda de que Vivaldi fue también en este campo un compositor sobresaliente y que sus óperas merecen la mayor consideración. Esto ha liberado también a su música religiosa del prejuicio de que se trataba de una producción menor. Aunque los musicólogos siguen teniendo dificultades para encuadrarla en un marco interpretativo cómodo, ya nadie discute su relevancia artística. Si plantea dudas en ciertos sectores, particularmente entre aquellos que la juzgan demasiado liviana como expresión de la hondura del sentimiento místico, es debido al tópico que identifica gravedad con profundidad y ligereza con superficialidad. Misticismo y puritanismo continúan imperando a la hora de entender el fenómeno religioso incluso entre aquellos que han renunciado abiertamente a la religión y el resultado de ese dominio es que, autores que se tenían a sí mismos por auténticos creyentes, son acusados de trivializar su credo al conferirle una ligereza que, ahora, vista con los ojos del ateísmo, parece inadecuada. Esto no es algo que le haya pasado sólo a Vivaldi, afecta a gran parte de la música sacra veneciana -desde Andrea Gabrieli, en el siglo XVI hasta Baldassare Galuppi, que murió muy poco antes de que cayera la República, a finales del siglo XVIII-, una música sustentada en la convicción de que la fe no es una carga y que hay un camino que comunica la tierra con el cielo.

Presuponer que la religión fue para Vivaldi una lamentable necesidad impuesta por la tradición, como si los vientos ilustrados hubieran comenzado a soplar antes de lo que lo hicieron, es un error indefendible. Desde luego, cabe la posibilidad de que dudara alguna vez de su vocación, pero en una época en la que el nacimiento condicionaba de antemano las decisiones esenciales de la vida, la autenticidad no se había convertido aún en problema. Incluso aunque íntimamente su fe vacilase, cosa que por cierto pertenece a la naturaleza misma de la fe, la música que componía para las iglesias siempre se tuvo por adecuada. Insinuar que esta música tiene algo de artificioso o de falso no es sólo un atrevimiento, sino error manifiesto. Verdad que en la Pietá, donde Vivaldi disponía de una orquesta a su medida, podía permitirse el lujo de ensayar cosas nuevas, a menudo revolucionarias; pero también lo es que en sus obras impresas, de las que dependía su fama internacional, se andaba con sumo cuidado. Otra cosa es lo que ocurría con las óperas. Benedetto Marcello, en el Teatro alla moda, opúsculo publicado en 1720, el año que abrió sus puertas el café Florian, acusó a Vivaldi de degradar el lenguaje operístico al doblegarse al gusto de un público ignorante. Marcello, que era patricio y componía para los melómanos de las academias, consideraba esa servidumbre una traición a los principios. Vivaldi, sin embargo, no tenía otra alternativa. Para atraer a los espectadores a los teatros debía ofrecerles lo que deseaban. La cuestión es saber si el acomodo a las exigencias del público fue en su caso una impostura o tuvo que ver con su forma de comprender la tarea artística.

La crítica de Marcello reflejaba el punto de vista de los sabios. En las academias, surgidas en el Renacimiento como respuesta al dominio eclesiástico de la universidad, se profesaba todavía un cierto neoplatonismo según el cual el cometido de la música y la poesía, animadas por Eros, el deseo que empuja a los hombres a la perfección, es someter las pasiones a la medida de la razón y elevar el espíritu a una altura ideal. Utilizar el arte, como hacía Vivaldi, para describir las acciones y emociones humanas, sin ir más allá de ellas, era degradar su sentido. Las óperas de este les parecían por eso intrascendentes y vulgares, válidas sólo para causar efectos inmediatos, una suerte de catarsis sin consecuencias que deja al hombre donde siempre está. El argumento no era infundado porque nadie hasta entonces había concedido tanta relevancia a la música descriptiva como Vivaldi. Su obra rebosa de títulos dedicados a los fenómenos naturales y anímicos: las estaciones, el canto de los pájaros, la tempestad, la noche, el placer. La afición por la música programática era una de las cosas que había heredado de Legrenzi, su maestro. Cuando este llegó a Venecia la música instrumental gozaba de muy poca aceptación. Imperaba la creencia de que, sin texto, la música carece de significado, es algo irracional, una exaltación ciega de los sentidos. Pero a Vivaldi, que no compuso para las academias, no le interesaba el mundo ideal de Platón, sino la realidad, entendida al modo cristiano, o sea, como creación de Dios, desquiciada primero a causa del pecado y salvada luego por obra de la gracia. Como creyente, estaba convencido de que Dios está en todo y que no son precisas operaciones alquímicas de sublimación de las pasiones para saberlo; basta con purificar la mirada de acuerdo con los principios de la fe.

Esta convicción, patente en toda su música, alcanza su máxima expresión en sus composiciones religiosas, un repertorio abundante que nos ha llegado fragmentado, pero en el que reina una impresionante unidad. La alegría de vivir, el reconocimiento de que, pese a todo, la existencia tiene sentido, cobra en ellas un significado especial, pues lo que celebran es justamente la convicción de que para sentir la omnipresencia de Dios no hay que revocar la realidad, sino ordenar el alma, afinar el corazón a fin de que perciba las cosas a la luz apropiada. ¿Qué luz es esa? Desde luego, no una luz interior, la luz de la lucidez, a la manera en que la entendían los filósofos racionalistas de la época. Si existe algo que nunca hace un veneciano es desenmascarar aquello que ama. Vivaldi más bien propone un abandono de la identidad, la ruptura de los estrechos límites de la conciencia, el amor puro que empuja hacia el prójimo e incita a integrarse en la comunidad unida bajo el símbolo del Cristo. Sus composiciones recogen el alma dispersa y luego, yendo más allá del instante meditativo al que tan aficionados son los compositores protestantes, la propulsan lejos de sí misma como empujada por un coro de ángeles. El propio Benedetto Marcello, cansado un día de arroyos y ninfas, acabaría asumiendo este punto de vista que pone el énfasis en la gracia que borra el pecado y no en la caída que anonada, esencia del espíritu veneciano. La pregunta que se ha hecho un poeta contemporáneo al escuchar perplejo las obras sacras de Vivaldi -“y si no existe ese dios, ¿quién inspira en tu canto tan cumplido consuelo, extraña melodía de blasfema belleza, que a los hombres sugiere su condición divina …?- sólo tiene sentido en un horizonte apocalíptico como el nuestro, perdida la confianza en el sentido del mundo y de nuestra existencia en él.

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