Los hermanos
Él se comportó siempre como si la muerte existiera. No dejó nada para mañana. Ni siquiera en los tiempos en que vivía aún su madre, cuando algo poderoso lo ataba irremediablemente a Berlín como una montaña magnética, dejó de hacer sus excursiones a Silesia y al Rhin, de descender a las minas, de estudiar las rocas basálticas, los musgos, de situar las estrellas sobre los pinos formidables. Entre esos signos que formaban las constelaciones aprendió temprano a ver los Gemelos, los Peces y la Balanza, el cinturón del Cazador, el Escorpión y el Cangrejo, pero también veía el dibujo de su propio destino, el del viajero sin descanso, una avidez más insomne que ese arco que allá arriba quería flechar a los mundos.
Qué extraño que alguien como él sintiera que el tiempo era escaso. Aunque Alexander era dos años menor, su madre, que llevaba el intranquilo apellido Colomb en su sangre, advirtió temprano que había dado a luz a unos gemelos míticos de esos que desde el comienzo se dividen el mundo: para mí la tierra, para ti el cielo; para mí los nombres, para ti las cosas; para mí lo visible, para ti lo invisible; para mí el techo, para ti la intemperie. “Sé que no habrá manera de impedir que se vayan, porque el mundo los llama, pero por ahora hay que traer el mundo a la casa”. Y desde temprano desfilaron por Tegel los botánicos y los físicos, los geólogos y los astrónomos, los geómetras, los juristas, los lingüistas y los historiadores. La casa se llenaba de piedras y de ranas, de prismas y de brújulas, de diccionarios, de mapas y de caleidoscopios.
“Esta piedra la recogí en Renania, mira este anillo negro con rayas de azufre, mira los siglos de fuego que hay guardados en ella, el hierro en la lutita, las estrías de basalto, el recuerdo de los torrentes de lava”.
Pero ella no podía ignorar que en cada piedra había un volcán llamando, que cada musgo era el mensajero de un bosque, que cada palabra como cada hombre tenía su pasado, que cada mapa era una tentación. Y cuanto más los maestros querían detenerlos con axiomas y ecuaciones, con corolarios y conjugaciones, más soñaba Alexander con caballos y con barcos, con huracanes y con playas salvajes, porque un astrolabio necesita un abismo y un cianómetro necesita muchas clases de azules.
El grave consejero Humboldt había muerto temprano y la madre había administrado el mundo con eficacia y con sabiduría, cortando cada día esas alas para que los pichones no echaran a volar antes de tiempo; pero cuando Dios dispuso que ella muriera y los muchachos entraron en posesión de su herencia, la montaña magnética se esfumó y las montañas verdaderas erizaron el mundo.
Hay jóvenes a los que una canción estremece; a Wilhelm lo estremecía el sonido de una palabra persa o tuareg, aunque ignorara su sentido, y a Alexander lo desvelaba el recuerdo de las formas de una hoja, el fuego de esa heliconia que solo había visto en los dibujos de una viajera holandesa. Un escarabajo negro de triple cuerno le contaba más historias que un libro egipcio, y podía soñar con un wómbat australiano perdido en las montañas de la Luna. A la edad en que los muchachos se están preguntando si les gusta más Luisa o Elena, Alexander se preguntaba si lo atraían más los musgos o las piedras, los vientos o las corrientes marinas, una abeja atrapada en la miel de una orquídea o una caverna llena de murciélagos. Y Wilhelm no sabía si le gustaba más la palabra orquídea o la palabra murciélago, el sonido de seda de los pétalos o el terciopelo de las alas membranosas.
Cuando Zeus se transformó en un cisne y abrazándola con sus alas poseyó a la ninfa en el lago, en uno de los huevos que ella puso venían un par de niñas, Helena y Clitemnestra, una divina y otra humana, y en el otro un par de niños, Cástor y Pólux, el uno mortal y el otro inmortal. Una era la belleza, que solo existe para los demás, y la otra el sentido práctico, que siempre sobrevive. Pero todos, los dioses y los humanos, ignoramos nuestro destino, y los dos hermanos griegos que se adoraban y que eran inseparables no sabían que el uno estaba destinado a morir y el otro a vivir para siempre. Un dios que no puede hacer algo es, como dice el poeta, una cruel fantasía, y el padre de aquellos muchachos sufría de tener que contarles que un día tendrían que separarse, porque la muerte es más poderosa que los dioses. Ellos urdieron sin embargo una coartada amorosa y melancólica, consiguieron que su padre les permitiera trocar sus eternidades, de modo que un tiempo el uno estaba sepultado en la tierra y el otro vivo en el cielo, en el tiempo siguiente el otro bajaba a la muerte y el uno subía a las estrellas, y por un instante, cada tantos siglos, podían abrazarse cuando intercambiaban su suerte.
Alexander niño se preguntaba si ese iba a ser su destino con su hermano, y ya no le importaba cuál de los dos estaba destinado a durar, porque la eternidad podía compartirse, pero trataba de aprovechar los momentos que pasaban juntos y de escribirle a Wilhelm largas cartas cuando se separaban, porque seguramente las horas estaban contadas, y la intensidad de los encuentros tenía que ser más grande que su duración. A los que más amamos nunca los tenemos lo suficiente, y a menudo nos toca amar a otros en su nombre. Como nunca podía atrapar a su hermano, que andaba siempre en otro mundo, trataba de encontrarlo en los amigos que le iba dando la vida, y los quería con desesperación. Aunque no era capaz de encadenarse a las muchachas, porque era esclavo de su libertad, cuando uno de sus más queridos amigos murió, quiso casarse con la viuda, como por protegerla de aquella pérdida, pero ella lo redimió de ese deber. Él, por devoción, le habría entregado la vida, pero ella sabía que la misión de él era otra, y era más absorbente que un sacerdocio.
Estaba hecho para la soledad, pero las amistades apasionadas eran su consuelo, y muchos poetas posteriores supieron expresar el tipo de pasión que unía a este joven con la naturaleza. Sin duda, Rimbaud cuando dijo:
Y yo iré lejos, lejos, como un bohemio errante,
feliz por la naturaleza como si fuera con una mujer.
O Paul-Jean Toulet, que habla así con una cordillera:
De una amistad apasionada
Tú me hablas todavía,
Azur, decorados aéreos,
Montaña pirenaica.
En donde me engañó tan tiernamente
Esa ardorosa ingenua,
Que mentía, aunque estuviese desnuda,
Sin ni siquiera enrojecer.
Mientras que tú, recinto sublime,
Eres color del tiempo:
Nieve en marzo, rosas de primavera,
Agosto, sombrío jacinto.
Aunque se habían dividido el mundo, a partir de cierto momento aprendieron a compartir sus vocaciones, no solo por el placer de compartirlas sino porque la rosa necesita de su nombre, el arado de su estrella y la clasificación del mundo del lenguaje. Mientras Mutis observaba en Mariquita las plantas vivas, era necesario que en Upsala Linneo estableciera las taxonomías y las genealogías vegetales. Y qué agonía la de esas plantas buscando por el Atlántico sus nombres latinos, y qué agonía la de esas palabras buscando por el Caribe sus realidades precisas, y qué esfuerzo el de Alexander por descubrir la planta que las contiene todas, y qué desvelo el de Wilhelm por descubrir la lengua que las contiene todas, y qué trabajo el del correo de ultramar por llevar esas cartas a sus destinatarios por ríos de caimanes y mares de filibusteros y fronteras de ejércitos enemigos, y qué trabajo el de Dios por hacer coincidir los caminos de estos dos hermanos que nunca estaban en el mismo mundo.
La madre
Pero mientras Wilhelm, que tenía más claro su rumbo, recibía sus lecciones de filosofía, de administración, de lenguas y de jurisprudencia, Alexander escapaba por los bosques de pinos de Tegel y por la arena de sus dunas, y volvía a rellenar los estantes de guijarros y semillas, de criaturas y flores raras, de pedazos de ramas que parecían esculturas grotescas y amuletos. “Yo de niño quería tener un mapa tan grande que se pudiera caminar sobre él, y hasta me dije: de qué sirve tener un telescopio si no te permite tocar la estrella”.
La madre no confiaba tanto en el destino de este pequeño, enfermizo pero obstinado, rebelde pero lleno de atisbos geniales, en el que los visitantes creían ver un travieso malvado, aunque para los maestros toda conducta incontrolable cabía en las pautas de Rousseau. Los campos vecinos, que eran un alivio frente a los opresivos salones llenos de deberes, ya le hablaban al muchacho de las tierras y los mares distantes que tantos aventureros empezaban a explorar.
En Tegel había mucha ciencia pero poca ternura, había más pedagogía que amor, y fue una suerte que Wilhelm y Alexander conocieran en ese Berlín de mercaderes y militares el círculo artístico e intelectual de Marcus Herz, un médico que era capaz de demostrar en su propio patio las propiedades del pararrayos de Franklin. En el salón de aquel judío reinaba una muchacha exquisita, su esposa Henriette, la joven más bella, ingeniosa y graciosa que los hermanos hubieran visto, y así llegó a sus vidas la magia femenina que nunca habían conocido en casa.
Esa bella diosa de su adolescencia tal vez no alcanzó a traerle a Alexander la clave del amor ni el secreto de la sensualidad, pero le trajo ingenio y alegría; fue él finalmente quien le enseñó a ella a bailar el menuet, y dieron en la costumbre de escribirse cartas en inglés cuando querían que ella las exhibiera y en hebreo cuando eran confidencias secretas. “Los alemanes están demasiado arraigados y sienten que no pueden moverse. Aquí, en Berlín, solo los judíos son divertidos, porque saben bromear y corren el riesgo de equivocarse”.
Nunca más tuvo Alexander una amistad femenina como aquella. Después los hermanos intentaron una vida universitaria más formal en Frankfurt del Oder, pero esa existencia escolar entre nobles provincianos de Pomerania solo duró seis meses, porque los dos estudiantes sabían ya más que sus maestros y había más libros en su casa que en toda la provincia.
Cada día se notaban más sus inclinaciones distintas: Wilhelm, que estaba enamorado de Henriette, era prometedor como jurista y adelantado en el estudio de las lenguas, en tanto que Alexander encontró una pasión que ya no lo abandonaría, la de unas amistades masculinas fervientes y abnegadas, y empezó a escribir incesantes cartas a un joven estudiante de teología, Wegener, en las que le juraba un amor eterno y fraternal.
Más tarde, su maestro Willdenow le transmitió de tal manera su pasión por las plantas, que fue como internarse en un universo de revelaciones fantásticas; desde entonces los grandes árboles de los bosques germanos lo mismo que las oscuras y húmedas grutas llenas de musgos y hongos y toda clase de plantas criptógamas llenaron su curiosidad. Sintió que la intensa vida de los vegetales aparentemente inactivos sería su refugio frente a las tentaciones del tiempo, y en ese momento apareció en el horizonte otro hombre que moldearía su destino: Georg Forster, descendiente de escoceses, quien a los diez años realizó una expedición al Volga acompañando a su padre, a los trece tradujo al alemán una notable Historia de Rusia, y a los diecisiete se enroló en la celebrada vuelta al mundo del capitán James Cook.
En esa travesía, Forster había estudiado con respeto las sociedades de los mares del sur, pudo explorar la isla de Pascua y después entregó a los lectores un libro laborioso sobre la flora de Australia: ¿cómo no iba a caer rendido Alexander ante el hombre que venía a darle forma a la arcilla llena de chispas que había en su ser? Forster era un personaje a la vez fascinante y tortuosos al que la historia atrapó más tarde en sus remolinos, envolviéndolo en una nube oscura, como la hoja en la tormenta, pero hoy podemos medirlo por su sombra, porque lo que hizo Alexander fue llevar a una dimensión mitológica el impulso vital que su amigo le había contagiado.
Contando historias de su viaje fantástico, Forster se llevó al muchacho de veinte años a conocer el mar, lo arrastró a un periplo revelador por el Rhin hasta Holanda y Bélgica, y lo llevó después a Inglaterra, haciendo despertar sin proponérselo aquello que Alexander sería para siempre: un observador obstinado que no descuidaba detalle, en quien dialogaban el arte y la naturaleza, las flores y las costumbres, la piedra y las estrellas; que buscaba el rigor de la historia y la verdad de la mitología, que atendía por igual a las maniobras de la política y a las fuerzas de la economía, el hormigueo de los ejércitos y las migraciones de los pájaros.
Hasta el final de su vida, Alexander recordaría aquel viaje al lado de un observador del mundo del que Goethe llegó a decir que era el mejor compañero de viajes posible. Forster amaba el arte, le enseñó al joven a apreciar la arquitectura gótica, que muchos ilustrados repudiaban por considerarla irracional y sombría, y fue la primera persona a la que Alexander le oyó hablar de un paisaje romántico. Alemania empezaba a sentir de un modo nuevo, fascinante y complejo, la sombra de los siglos sepultados, la nostalgia de Roma.
En Inglaterra lo hizo conocer al principal asistente de Cook en su expedición, sir Joseph Banks, que tenía la versatilidad de un actor y la temeridad de un corsario, y que sustentaba, con el herbario más grande de Europa, la biblioteca de botánica más notable de su tiempo. El muchacho ya no supo diferenciar entre el aprendizaje y la pasión de vivir: con todo su rigor y su sacrificio, el estudio y el placer podían ser la misma cosa. Con Forster sentía a la vez fascinación e impaciencia, porque era un hombre impredecible y vanidoso, pero nada como aquel viaje le reveló a Alexander lo intolerable de su encierro en la casa materna y le mostró que un reino inmenso lo estaba esperando. “Me preguntas por qué permitió mi madre que me fuera con Forster a Holanda y a Inglaterra: creo que tiene miedo de que demasiadas restricciones me hagan escapar para siempre, así que no me suelta, pero alarga el hilo”.
De regreso, en 1790, los dos pasaron por París entre los tumultos de la revolución. El contacto con esas multitudes callejeras armadas de ideales urgentes los sorprendió como una selva nueva, y Forster vivió una metamorfosis: se entregó por completo a la causa revolucionaria, hasta terminar participando en la formación de la breve República de Maguncia, al calor de la invasión de los franceses. Esto avivó contra él el odio de los nacionalistas, y Alexander vio cómo su maestro admirado, que con tantas hazañas, audacias y creaciones solo tenía treinta y cinco años, se veía obligado a refugiarse en París y en la pobreza, y tres años después se derrumbaba en silencio.
También eso lo puso en conflicto para siempre con las urgencias de la actualidad: prefirió la serenidad de la naturaleza a las pasiones de la vida social, pero, aunque quiso poner toda el alma en las preguntas del mundo natural, a menudo alcanzaban su costado los fogonazos de la historia.
Le bastó entrar a la Escuela de Minas de Friburgo para volverse el alumno más destacado; todo dejaba de ser una ciencia ajena y se convertía en una pasión personal. Su madre quería que se limitara a la Escuela de Comercio, pero él estudiaba comercio a la luz del día y geología y botánica en la oscuridad de las minas, de modo que, a pesar del celo de Elizabeth por impedir que volara demasiado lejos, Alexander se iba volviendo una celebridad no más por la impresión que causaba en los especialistas de todos los temas.
Forster había admirado enseguida su pasión por la geografía; Willdenow, su dedicación a las plantas. Bajaba a las grutas como Novalis, y salía de las minas profundas con el metal de nuevos pensamientos. Pronto desarrolló un sistema original de escritura caligráfica para usar en la química y la física, y se interesó por el magnetismo terrestre después de descubrir una roca serpentina que tenía una polaridad inversa a la de la Tierra.
No se conformaba con aplicar electricidad a las plantas o a las ranas muertas, también la experimentaba en su propio cuerpo. Quería entender qué parte de nuestro ser se debe a la electricidad y al magnetismo, quería saber si el peso es algo pasivo o dinámico, de qué manera la energía mueve nuestros músculos, y era tema de continuas especulaciones si los colores están en las cosas o en los ojos, si el sonido está en la campana o en el cerebro, si el espacio que vemos está afuera o adentro de nuestra conciencia.
Un día despertó en su castillo de Tegel y le pareció como si su cuerpo no tuviera peso. Ocurrió dos años antes de que su madre muriera, pero por una vez sintió que casi nada lo ataba a Berlín. Pensó que su hermano estaba en Jena, la colmena de la nueva filosofía, y que pronto sería necesario hacer ensillar su caballo y emprender un viaje para visitarlo. Aunque vivía enfrascado en sus estudios de lenguas y costumbres, de gramática y derecho, Wilhelm se relacionaba muy fácilmente con nobles y con funcionarios, tenía una activísima vida social y era diplomático, algo que para Alexander era más difícil, porque a pesar de su belleza física y su gracia verbal, de su erudición y su magnetismo, era tan activo, se interesaba por tantas cosas a la vez, que para algunos parecía un poco loco, un potro inquieto picado por avispas, y si algo lo protegía del éxito burocrático y del destino diplomático, que se fundan en la hipocresía y en los eufemismos, era su lenguaje directo, su franqueza inaudita, una agudeza verbal que siempre era burlona y que podía ser hiriente.
Nadie llega a los noventa años si se guarda demasiadas cosas en el corazón, si almacena rencores o si demora decisiones, y Alexander vivía como si estuviera a punto de morir, todo tenía que hacerlo ya, todo lo respondía enseguida, y no refrenaba la lengua. Así que no estaba rodeado como Wilhelm de centenares de admiradores, solo tenía los amigos que quería tener, y aunque todas las puertas se abrían para él, pocas personas en realidad lo cautivaban y siempre por razones precisas. No ciertamente por su prestigio, sino por su conocimiento, por su talento y, sin duda, por su saber real; por eso, para él era tan importante hablar con el director del Jardín de Plantas de París como con un pescador del Orinoco o con un boga del Magdalena, porque tenían un saber verdadero que nadie podía disputarles.
Estos fragmentos corresponden al libro Pondré mi oído en la piedra hasta que hable, que acaba de publicar Random House.