Bajo tierra estarás,
nunca de ti,
muerta, memoria habrá
ni añoranza; que a ti
de este rosal
nada las Musas dan;
ignorada también,
tú marcharás
a esa infernal mansión,
y volando errarás,
siempre sin luz,
junto a los muertos tú.
Safo de Lesbos, Bajo tierra estarás
Una isla está rodeada por mar, aislada del resto de la tierra. Es una posible definición de Perogrullo, pero que no siempre se cumple. Si dicha isla se encuentra a caballo entre dos mundos, los barcos traerán cánticos en las más distintas lenguas. Los marineros, las más distintas tradiciones. Y esta unión legará los papiros donde se manuscribe el mito. Que, como todos, está alejado de la realidad. Pero en la realidad no se vive, y la isla, rodeada, puede llegar a fundir lo humano y lo divino.
A punto está de derrapar. Varios coches recorren a toda velocidad las estrechas calles de la isla bajo el sol de la mañana. La mar está calmada y la costa de enfrente, otro continente, otro mundo, se divisa perfectamente. Se dirigen a Skála Sykaminéas, un refugio pesquero en el vértice norteño donde sirven un buen souvlaki. Acaba de llegar uno de los barcos del otro litoral, aquellos que traen otros cánticos. Tras atracar forzosamente, de él saltan personas congeladas de miedo. Rápidamente les dan ropa para cambiarse. El ambiente, fugaz, se vuelve frenético por momentos. Un hombre de acento vasco lo paraliza al fotografiarlo. Junto a él, socorristas hablan entre ellos en danés. Grecia.
Las nubes van cubriendo la costa, a la tarde comienza a llover. De la escena del barco ya solo quedan los chalecos usados entre las piedras. Siguiendo la costa hacia el sur, dos docenas de personas se juntan en los almacenes de una fábrica abandonada. Son voluntarios que están clasificando ropa. Mientras lo hacen, a la pregunta de dónde proviene, contestan en un buen nivel inglés los más distintos orígenes. La ropa llegó principalmente desde Reino Unido. Así van doblando una camiseta con la marca Levi Strauss, una del Partido Laborista, otra con la hoz y el martillo. Llegan también atuendos japoneses. “Tenemos bastantes carencias, pero con lo que llega las vamos solventando. Pedimos ropa, materiales que se puedan usar, no dinero”, dice el coordinador William, un londinese que repudia las cámaras. Prefiere estar detrás, invisible. La isla es Lesbos.
Los que llegaron, refugiados. Tras ponerse ropa seca, fueron llevados a Moria, a cinco minutos en coche del almacén. Con sus vallas, parece una cárcel. En la puerta, inscrito se lee No one is illegal. Dentro, los trabajadores los registran. Éstos tienen su contrato y su horario, y se comportan como marca su trabajo de cara al público. Una sonrisa desde la distancia, papeles que rellenar. Informan que es el centro de registro e identificación, el centro oficial. Al costado, en la ladera de la montaña, se extiende el campamento de acogida oficioso, donde se asienta la organización no gubernamental Better Days for Moria. Su nombre encierra el propósito: Un grupo de voluntarios independientes alquilaron terrenos a un agricultor para ofrecer más alojamientos ante un campo oficial abarrotado. Conviven puerta con puerta con el centro oficial. Eso explican a una nueva remesa de voluntarios. Cubos donde calentarse, tiendas “hasta ahora insuficientes” para domir y caminos embarrados por la lluvia lo forman. Otras dos grandes tiendas son la clínica, con médicos voluntarios; y el almacén de ropa, al que llega un coche desde los almacenes abandonados. Las labores principales, mejorar el campamento tras el mal tiempo y asesorar y apoyar a los refugiados. En la entrada una larga cola espera su ración de comida. Hablan persa, pastún, urdu, árabe.
“Tras las vallas de Moria no rige el trato humanitario”, asevera Raúl, coordinador del campo de voluntarios y cuyo reloj avisa que lleva unas cuantas horas más de lo que marca su turno de trabajo. “No les dan información suficiente, ni tienen sitio para todos. Aquí solo tratamos de darles la mejor acogida”, termina. “Como si fueran malos clientes”, añade una compañera. “Nosotros haremos de red”, suena detrás. Con un balón de fútbol, un payaso llegado de Israel forma un imaginario campo de voleibol a la entrada. El niño Behnam ríe con sus ocurrencias durante el partido, mientras espera a su hermano, en el puerto, a la busca de un pasaje. Llevaban ya semanas varados, sin ser capaces de avanzar. “Los sentimientos son esta nariz postiza que llevo”, dice el payaso.
El hermano ya había bajado varias veces al puerto de Mytiline, la capital de Lesbos ubicada poco más al sur de Moria. Por momentos abarrotado, vivía momentos frenéticos antes de que los barcos zarparan, frente a la mirada de los negocios locales habituados al turismo. Cuando parecía que Behnam y su hermano podían subir al ferry, una huelga general les obligó a esperar un par de días más. Uno de los motivos de la huelga eran los recortes de un sistema de salud en estado crítico. Por ello, varios voluntarios crearon la Farmacia Social, que dispensa medicinas tanto si la población está en huelga como si no tiene pasaporte. Con ellos colaboró, ocasionalmente, Stratis Pallis, conocido por haber sido alcalde de la capital durante los años 80. Y es que estas iniciativas no son algo nuevo. Hace cuatro años un grupo de griegos ocupó un antiguo campo de verano para niños en desuso. Allí crearon lo que hoy recibe el nombre de Pipka Camp, un campamento autogestionado que, a pesar de pequeño, despierta simpatías a lo largo de Europa. Comida caliente, clases, juegos infantiles… lo que sea para animar y asesorar a quién lo necesite. Y todos, Pipka Camp, la Farmacia Social, Better Days for Moria… marcharon juntos en varias manifestaciones por las calles de Mytiline dando la bienvenida a los refugiados y exigiendo el Safe Passage, su solución para que los refugiados no tengan que arriesgar su vida en el mar Egeo a merced de las mafias.
“Sin previo aviso se publicó un listado con las organizaciones oficiales que están presentes. Nosotros no figurábamos en él”, informa Raúl desde la tienda-oficina de Better Days for Moria. Tras leerlo, siguieron trabajando frente a las alambradas oficiales, en la ladera, como si nada hubiera pasado. Con el tiempo, los caminos se desembarran y los veteranos explican el funcionamiento del campamento a los nuevos voluntarios. “Es cierto que viene gente pocos días, para sacarse la foto. Pero la mayoría se queda al menos dos semanas, lo que el trabajo le permita. Aquí se conoce gente increíble, voluntarios o migrantes”, dice Mattea, que vuelve por segunda vez a la isla. “¡Y ahora tenemos partidos de fútbol!”. Mientras, en el mar, los bomberos sevillanos de Proem-Aid fueron detenidos por tráfico de personas cuando realizaban labores de ayuda a refugiados. En tierra, hacer de taxista improvisado para ayudar, por ejemplo, a Behnam y a su hermano a llegar al puerto, podía traer las mismas consecuencias. “Por suerte esto ya no ocurre, pero tuvimos sustos”, recuerda Mattea de su primera estancia. Pero no es el único blanco de críticas: “Save the Children nos trataba sin respeto, con prepotencia”, cuestiona, además de considerar su labor como insuficiente. Y entonces llegó el acuerdo entre la Unión Europea y Turquía. Moria se vació para diferenciar a los siguientes refugiados. Behnam ya había cogido el barco y estaba en Atenas. En Lesbos, mientras, el ambiente se recrudecía, los voluntarios que podían seguir entrando en el recinto oficial de Moria fueron expulsados. “No había comida suficiente. Hubo altercados y la policía entró varias veces. Por la noche es peor, hace mucho frío”, dice Osama, que llegó poco antes del pacto. Al otro lado del mar, las mafias abren otras rutas, los caminos que los pasaportes cierran.
Mientras los movimientos del mundo todavía no establecen otras rutas, varios barcos patrullan la costa. No era la primera vez que se vaciaba la isla ni sería la última. Sucedió cuando llegaron ministros de Alemania y de Grecia, antes del pacto, y cuando llegó el Papa Francisco, después. Behnam, que había llegado al campamento de Atenas, había abandonado la isla con una camiseta de Levi Strauss. Posiblemente fabricada en el sur de Asia, había tenido que ser vendida en Reino Unido y donada hacia Grecia para que la vistiera una persona de Irán. Pero ésta era, sin saberlo, una de las últimas que encontraría dueño. Tras el pacto y el Papa, el rumor de que esa ruta se cierra ya se había extendido. Con un abrazo impotente, un grupo de voluntarios de Better Days for Moria se despide de un grupo de pakistanís. Iban a ser expulsados, y con ello la ONG se quedaba sin motivos para permanecer en la isla. Pero sacarán nuevos proyectos, fuera de la isla de Safo, la que fuera desterrada por Píraco hace 2.600 años.
La temporada de turismo espera.
Pablo Fernández Fernández (Vigo, 1994) estudia Periodismo y Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid. Ha trabajado para el Diario de Pontevedra, y participado en el Tercer Sector de la Comunicación a través de Onda Merlín Comunitaria y Radio Almenara. En el movimiento estudiantil impulsa plataformas como Estudantes sen Futuro y campañas como Faltan 45.000, en la que dirige un reportaje-documental, y otras responsabilidades. En FronteraD ha publicado Caminar por Ankara.