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Mientras tantoPongamos que vengo de Madrid

Pongamos que vengo de Madrid


Ha pasado un mes desde que me despedí de la capital española, mi segunda visita en dos años. Madrid es ─cada visita es un mundo─ un tablero de calles pequeñas, monumentos, museos y restaurantes/bares. Una ciudad que se camina con gozo.

 

En 2017, el guardia de Barajas que selló mi pasaporte peruano me dijo sobresaltado: “¿Te quedarás en Lavapiés? Ten mucho cuidado”. El de este año estampó mi pasaporte de Estados Unidos, me dio los buenos días y me dejó pasar. Mi alojamiento fue un cuarto sobre la calle Cervantes, un hostal muy cómodo cuyos propietarios se llaman María y José. Ella muy simpática, él chismoso: “¡Cuántos libros! Lee bastante ¿eh?” “Llegó muy tarde anoche ¿eh? ¡Ojo!”.

 

Pensé que la cercanía del Mundial iba a convertirse en pretexto para cuantiosas conversaciones futboleras, sin embargo ─y en esto tiene que ver que mis pocos amigos madrileños están más preocupados por los libros que por el deporte─ no ha sido así. Aparte de un mesero peruano que me tuvo que explicar el lío del despido de Lopetegui y un taxista que me recordó que Messi sin Iniesta no es nadie, no hubo fútbol. Hubo en cambio largas conversaciones sobre papás escritores cuyos niños nacen en sus 40s, acerca de los impuestos salvajes que España les clava a los habitantes de Canarias, sobre los árboles del Retiro que se cayeron a principios de junio, acerca de fiestas de matrimonios gallegos con ─por lo menos, si es boda que se respete─ siete tipos de pescado.

 

 

Los momentos más felices sucedieron pasada la medianoche: después de la presentación de una novela extraordinaria ─Para español, pulse dos─ en Malasaña, cantando a viva voz rancheras y valses, tomando mezcal “seco y volteao” y comiendo tamales; alrededor de la mesa de una cocina en la calle Romanones, hablando de fotografía, de París, de Caracas, de Barcelona, de la pasión por el cello, abriendo cuantiosas botellas de vino; y en el rincón oscuro de un bar al lado de Gran Vía, discutiendo sobre el feminismo y el valor (si alguno tiene) de la música de Shakira y de Maluma.

 

Este viaje también tuvo días de luz inolvidable, como ese documental de la Filmoteca acerca de un grupo de adictos al K2, filmado en Harlem; seguido por una cena apacible en que se habló de James Salter,  de la novia rusa a la que alguien le dedicó todo un libro de poemas y del gin gallego. O ese café memorable en un escenario que parecía creado para príncipes ─o grandes escritores─ hablando de Nueva York, de la vida nueva en Lisboa, de los caníbales peruanos, los jabalíes radiactivos de Fukushima y discutiendo si a Vargas Llosa el estar rodeado de un grupo de tontos ya no lo ha convertido en uno.

 

De las imágenes imborrables: el sonido extraño que yo puedo hacer cuando cambio de hablar en peruanoa hablar en chileno, algo que jamás —lo juro— volveré a intentar; una charla en defensa cerrada de la RAE, los diccionarios y el valor monumental de la lexicografía en el mundo moderno; las paredes de la sala Octavio Paz en el Palacio Linares, donde una directora de Casa de América y yo coincidimos en que si por ahí penan, en especial si pena Paz, estaríamos dichosos de verlo; las conversaciones sobre la vida y el amor, despatarrado sobre la grama del Parque de Retiro, con una amante de los toros que escribe unas historias muy buenas sobre El Corte Inglés; la fiesta literaria multicultural en una calle de nombre tan rococó que sólo en una Madrid de falangistas victoriosos pudo haber sobrevivido al siglo: Amor de Dios.

 

Y ya que hablamos de la falange, habrá que decir que aquello que unió a este viaje no fueron tanto los libros —aunque tengo que recomendarles a todos que lean (o relean) El malestar al alcance de todos, de Mercedes Cebrián— sino una película semi documental, una joya de la cinematografía española de este siglo:Muchos hijos, un mono y un castillo. Resultó surreal comprobar que a Julita Salmerón ─este personaje de cuento de hadas (gordas) que descubrí en el avión hacia Madrid─, la conocían mis amigos desde siempre. Todos tenían su historia con Julita. Era como si después de haberte quedado cojudo leyendo la novela de Svevo, te dijeran tus conocidos de Trieste que todos se habían fumado un cigarro con Zeno Cosini.

 

Y así pues: ciudad mágica. Si bien en Madrid se siguen parapetando entre la muchedumbre las fuerzas de la intolerancia y el retroceso, fue reconfortante comprobar cuántas mentes brillantes siguen creando una obra desde allí. Gracias gatos, gracias gatas: he de volver.

 

 

 

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