Pontoon

 

El Pontoon es la discoteca obligatoria de Phnom Penh, donde por conversaciones como ésta, que a continuación paso a detallarles, me decidí a comenzar esta historia con tintes reivindicativos: un lugar para la esperanza y a la vez, para la desesperanza. Les hablo del Pontoon, la embajada de todos los expatriados en suelo camboyano, donde el visado depende del dinero que lleves encima cuando traspasar su puerta es posible hasta en pantalón corto, camiseta de tirantes mientras desgastas las suelas de unas chanclas: el no va menos.

 

Es una verg­üenza la cantidad de prostitutas que hay, tan jóvenes, bailando entre deprimentes occidentales, gordos y sudorosos, borrachos y calientes, y además vestidos con camisetas de tirantes.

 

En este lugar no existe el proxenetismo. Cada cual hace lo que quiere con su cuerpo.

 

Ya, pero degrada a la mujer.

 

A lo mejor te degrada a ti, pero no a ellas.

 

No estoy de acuerdo, pero si realmente fuera así sería es por falta de conocimiento: están desinformadas.

 

Te molestan que se prostituyan, sin embargo tú, y todos tus amigos, os estáis poniendo de cocaína hasta las cejas.

 

No es para tanto… Además, para un día que salimos.

 

Ya, eso mismo dirán los que bailan con las muchachas: “Para un día que salimos”.

 

No es lo mismo.

 

O sea, que ser camello te pone más que ser puta, ¿no? Una profesión mucho más respetable, según veo. Oye, y qué pasaría si una de estas chicas que venden su cuerpo a su vez vendiera cocaína, ¿se la comprarías?

 

Lamentablemente aquella ciudadana italiana, que además coordina una ONG –ojo al dato, en defensa de los infantes–, salió despedida tras la conversación como si en vez de conmigo hubiera estado hablando con un terrorista provisto de un cinturón lleno de explosivos y unas ganas tremendas de accionarlo.

 

Pero a mí este tipo de indecencias –cuando los que actúan así no es que sólo ganen miles de dólares mensuales, sino que además cobran un plus de peligrosidad por vivir en Camboya: un timo en toda regla, cuando Pol Pot dejó de joder al país hace décadas– me las traen la pairo. Sólo que, de tanto en cuanto, meto el dedo en la llaga, sin ilusiones de salir victorioso, aunque sí de desahogarme.

 

Porque ya luego, que es cuando encaro al Pontoon y su contenido, me fabrico uno de esas noches memorables donde lo de menos es dormir acompañado. Porque el Pontoon provee de un paisanaje único, entre desestructurado y demencial, entre Hollywood y La Barranquillas: con señores septuagenarios que apestan a orina revolcándose con muchachitas que no creo superen los dieciocho años de edad, a sumar que algunas meretrices rozan la cuarentena en un país con una esperanza de vida muy baja, sin despreciar al importante número de travestis que cuando parecen agasajar a su presas en realidad les están robando la cartera y/o el móvil, terminando por la manada de occidentales, bien vestidos y bien pagados, que anegan los aledaños de los baños generando una cola insólita: mientras los urinarios están vacíos la fila se sale de la puerta.

 

El mismo día que me enfrenté a la italiana que se paga la farlopa con su sueldo, proveniente del dinero público, cuando en teoría son una organización no gubernamental, me encontré con un alarde para que el pueblo siempre sea reconocido, ya que media docena de jóvenes, todos machos y camboyanos, bailaban en coreografía demencial un baile a lo Almodóvar años 80, con pelucas impostadas, maquillados cual señoras, cuando, además de los tacones inverosímiles, iban todos sin la parte de arriba de sus ropajes, mostrando pechos planos y adolescentes por barbilampiños entre minifaldas extremas y rostros hollywoodienses. Un obeso, para complicar aún más la puesta en escena, llevaba puesto un sujetador negro, que en el fondo, ayudó a que sus pectorales caídos fueran ocultos en ese momento en donde uno que es homosexual y se traviste se siente acorde a su sueño. Y sin hormonas ni silicona; solamente gordo como un embalse.

 

Eso ocurrió el pasado miércoles. Por lo que podrán imaginar qué tipo de discoteca es el Pontoon, rellena de anécdotas aunque sin llegar a la dignidad de mis clásicos: The Den en Pekín, al que según leí en la prensa china le quedan los días contados; el Toni 2 en Madrid; y el ya desaparecido en Shanghái Casablanca 2F –o Los billares– que era como le llamaba mi ex compañero de viajes Juli de No: otro que tal baila.

 

Una vez me salió novia; otra amante; y así hasta que pillé una gonorrea digna: de aquéllas que tardan no ya en borrarse del pene sino de la memoria.

 

Recuerdo otra vez, mientras orinaba en el baño, a un muchachete que se me acercó posando su boca en la cepa de mi oreja izquierda, que cuando yo creía que iba a chuparme el cuello me invitó a pasar con él al váter que contiene puerta.

 

¿Es droga?

 

No, sólo quiero felarte.

 

 

Y sí, en ese mismo momento me di cuenta que alcoholes, psicotrópicos y ganas de mover el cuerpo, ofrecen tanta lejanía de la educación católica que me quedé pasmado.

 

No puedo, cariño: tengo la regla. Por cierto, ¿de dónde eres?

 

Polaco.

 

Si Karol Wojtyla levantara la cabeza…

 

 

Otra vez, andando como siempre suelo hacerlo –como un sheriff con andares de delincuente–, me destrocé la rodilla derecha contra una de esas desastrosas mesas bajas que colocan en cada discoteca, que acompañadas de una iluminación tenebrosa –donde casi nunca aciertas el sexo de la que habla contigo–, ayudan a que borrachos iracundos como yo se saquen de cuajo el menisco sin necesidad de cita en Seguridad Social. Juro que una bola de golf brotó de mi rodilla. Aunque yo, en vez de pedir hielo en la barra le pedí el teléfono a una nativa con el gesto mucho más peligroso que el mío. Para entender la falta de humanidad de aquella belleza sólo decir que no se dignó a preguntarme por el estado de mi rodilla derecha, cuando esa bola de golf podría haber sido un tumor contagioso. O algo mucho peor.

 

Pero la mejor imagen que observaron mis ojos en Pontoon, ocurrió un martes cualquiera, celebrando el cumpleaños de un perversa persona. Nos encontrábamos la treintena de invitados en la primera zona del local, la de la izquierda entrando por la puerta principal, donde se persigue el querer parecer europeo-londinense –la pista de en medio, gigantesca, es donde las putas leen el futuro, casi en paños menores; y la de la derecha, es la que cierra más tarde, arrastrando a todo tipo de alcohólicos, que cuanto más beben más calientes se ponen– cuando caí en la cuenta –los demás bailaban o hablaban de estupideces– que el dj se había caído dentro de la cabina. Por lo que acerqué sigilosamente comprobando que sólo le salía espuma por la boca, supongo que del exceso de droga consumida, ya que no creo en seres humanos que comen detergente o pastillas de jabón. Cuando pasaron diez minutos –ya no le salía espuma por la boca– comencé a elevar la voz reclamando ayuda, que fue cuando caí en dos detalles alucinantes: los invitados casi no movieron un músculo cuando, a la vez, descubrí la trampa del gremio de los pinchadiscos, donde podrías morir, ser incinerado, ser recordado mediante una misa, y si dejaste la batería enchufada en el portátil, podría la gente seguir bailando, ya que el mundo de los dj’s es una estafa como otra cualquiera, donde si pones un mono delante del iPad –a veces ya no se usa ni portátil– la fiesta seguiría como si nada.

 

 

Joaquín Campos, 05/12/15, Phnom Penh. 

Salir de la versión móvil