Home Mientras tanto Por ahí viene el invierno

Por ahí viene el invierno

Avión Fokker F28 de la compañía de aviación Aero Perú. Foto de 1977 del archivo The Commons (Flickr).

 

Pregunté a Clelia si había cambiado de idea sobre el amor.

─Naturalmente, me dijo.

Pavese, La playa

 

Al verla en el aeropuerto se imaginó que algo no andaba bien. No que ella estuviera enferma. Taquicardias inesperadas. Meses de observación. Corazón frágil. Corazón de pajarito. No veía a Paloma desde que ella decidió regresar a Lima, abandonar la Maestría y no postularse a esa beca para el Doctorado que le ofrecieron en Nueva York.

No tenía el mejor carácter. Es muy jodida, le dijo su padre alguna vez. El mal genio era en parte debido a las migrañas constantes y a esa presión por triunfar que ─suponía él, peruano prejuicioso─ le venía por su lado judío y la torturaba: Paloma siempre quería ser la mejor. 

No lo era. Su genio siempre era vencido por la impaciencia. Dejaba todo a medias ─como la Maestría en Estados Unidos, como el trabajo que empezó con un sueldazo en Manhattan, en esa empresa de traducción donde su trilingüismo era una enorme ventaja. También dejó a medias los varios novios que intentaron lo mismo que él: casarse con ella.

Una amiga común, Charo Díaz, que había sobrevivido ilegalmente en California y en Barcelona, que conocía a Paloma del colegio y, a su manera, también la quería, dijo que el problema de ella era el de todas las pitucas, pijas, gomelas, fresas que había conocido: no tenía ningún problema de verdad. Por eso se los inventaba.

—Suéltala sin un centavo en el bolsillo en medio de la Avenida Abancay y vas a ver que, al toque, se le va toda la depresión ─decía Charo.

Depresión, migrañas, ansiedad. Tenía también unos problemas gravísimos con su madre. Se peleaban todo el tiempo. La había amenazado, varias veces, con desheredarla. 

Todo eso se lo contó Paloma durante el viaje largo desde el aeropuerto Jorge Chávez, por el túnel de la Línea Amarilla bajo el Río Rímac y después por Evitamiento y por la Avenida Tacna (ella se persignó frente a la Iglesia de Santa Rosa), hasta el Jirón Lampa donde estacionó su BMW negro en un garaje. Paloma le dijo entonces que se había comprado un departamento en un edificio antiguo del Centro y quería enseñárselo, antes de que hicieran nada. Está muy cerca, dijo, y empezaron a caminar.

—¿Te acuerdas?—Apuntó ella con el dedo. Esos dedos finísimos. Y al final de ellos, entre el frío húmedo (¿Qué esperabas? dijo ella. Es julio. ¿Cuánto tiempo hace que no vienes a Lima en invierno? 20 años. Qué querías. Sólo a ti se te ocurre abandonar la playa donde pasas el verano con tu familia en Estados Unidos y venir a Lima en julio.) Al final de su finísimo dedo, él vio las escaleras del hostal donde se metieron aquella madrugada. ¿Te acuerdas? preguntó Paloma otra vez. 

Él recuerda: la camioneta negra de doble tracción, recién comprada, que él dejó estacionada frente al Club Nacional para meterse al bar Munich (¿se tomaron cuatro o cinco jarras de cerveza?). Salieron del Munich y se fueron a bailar a una discoteca en Zárate, al lado de unos ventanales desde donde se veían las luces amarillas de la Lima antigua. 

Recuerda mucho la cara del joven soldado: el cachaco estaba parado en la esquina de la iglesia de San Francisco ─la entrada de las catacumbas─ apuntando su metralleta hacia el cielo. Paloma no quería creer que dormía y quiso que se acercaran. Lo hicieron hasta que pudieron ver, a escasos centímetros de distancia, el detalle de sus párpados cerrados y sus pestañas larguísimas. 

Recordaba también el cuerpo de Paloma apretado al de él, en la discoteca. Mientras bailaban ella le había metido la mano en el bolsillo del pantalón. “Qué es esto?”, preguntó, y él respondió sin ninguna vergüenza: un condón. Paloma le dijo cochino, y luego dejó que avanzara la mano debajo de la ropa. Regresaron al Centro de Lima en un taxi y caminaron pisándose, borrachos en la madrugada. Rodearon al soldado que dormía ─unas cuadras más allá se veían los tanques estacionados─ y encontraron ese hostal de muchas escaleras con nombre de ruinas incas: Machu Picchu. Lo escogieron porque miraba hacia Palacio de Gobierno y a él le obsesionaba la idea de abrir la ventana de un cuarto y ver la Plaza de Armas. Subieron las gradas agitados.

Él la puso de espaldas. Se inclinaron, él sobre ella, al borde de la cama. Se bajaron los pantalones al mismo tiempo, casi cayéndose, y Paloma lo gritó por intentar metérsela en el culo. Se echaron juntos sobre la cama sin destender y se quedaron dormidos.

Mientras caminaba por el Centro, por la vereda del Jirón Huallaga, también se acordó que ella lo había rechazado unas cuarenta veces. Que nunca se quiso casar con él. Sugirió ─nunca directamente─ que le parecía muy por debajo de su destino casarse con un periodista peruano, un bohemio sin más aspiraciones que la de escribir una novela. Se acordaba de las migrañas cada vez que él insistía en que se volvieran a ver. A ellas agregaba otras excusas, rechazos cada vez más toscos, más torpes. 

Él también se acordaba del desprecio que ella quiso disfrazar con ese “solo quiero que seas mi amigo” que le dolió un buen tiempo: varios años. Cuando se fue a Estados Unidos e hizo lo que Paloma siempre temió  ─ser borracho, ser bohemio, ser escritor, vivir sin pensar en el dinero, en el departamento y en la camioneta doble tracción que abandonó en el Perú sin terminar de pagar─ volvieron a conectarse por correo electrónico. Ninguno se había casado todavía y él la invitó a Nueva York. Ella dijo que sí y aquello despertó alguna esperanza. 

Hubo situaciones que él interpretó como un click y que se podrían resumir así: 

  1. una noche maravillosa en un Marriot del lado este de Manhattan 
  2. un viaje de tres días a Boston que incluyó dos noches en un hotel carísimo, que ella pagó, frente a la bahía. 
  3. Paloma se quedó a dormir con él en el diminuto cuarto del departamento que compartía con tres roommates en Brooklyn. 

Ella lo miró todo, con sus ojos claros e inmensos: los edificios de paredes despintadas, el desorden del departamento ─él responsabilizó a los hermanos argentinos con los que convivía─, la chatarra de un Brooklyn aún sin gentrificar que llenaba la vista desde su azotea, la pequeñez de su habitación en la cual apenas si entraban un futón, unos cajones de ropa, una silla y una mesa con la computadora. 

El sexo con Paloma en Nueva York fue tan bueno como el de Lima: él todavía recordaba sus ojos cerrados mientras lo hacían dentro de la tina del hotel, como en un vaivén,  recuerda que mientras se la metía, ella en cuatro sobre la cama de Brooklyn, él jugaba al mismo tiempo con un dedo en su ano, y que eso a ella parecía fascinarle. Recordaba también el calor de su cintura delgadísima mientras paseaban abrazados por el Southport: ella vestida con el polo de I love NY que le regaló y que le quedaba tan bien. Sin embargo, antes de volver a Lima, Paloma le hizo saber que había visto cucarachitas sobre el lavatorio y que jamás podría vivir con él.

Casi no se hablaron hasta que en el 2013 ella le mandó un correo para decirle que la habían aceptado en una Maestría en Nueva York. “Fíjate tú”, le dijo. Paloma se había dado cuenta que lo suyo no era la administración, ni la gerencia del banco familiar que su madre ofreció conseguirle para que se quedara, sino la Escritura Creativa. Le habían validado muchos cursos de la Universidad de Lima (Derecho) y los diplomas que sacó en la Universidad Pacífico (tenía varios relacionados a la administración de negocios, un par en filosofía y en psicología). Escribió una historia bastante buena, para presentarse. Él ya la conocía: el abuelo judío de Paloma había colaborado con los nazis en Francia. Para pagar la culpa él se ofrecía de enterrador. El mucho dinero que había donado para la causa judía en Israel no bastaba. Con la ilusión del perdón de Yahvé, el abuelo de Paloma cavaba las tumbas y enterraba a las familias pobres y ricas del cementerio judío de Lima.

Paloma utilizó una docena de migrañas y otras excusas para no verlo durante la Maestría: rechazó paseos por Manhattan en el otoño, expediciones al Valle del Hudson en el invierno, un viaje a Pennsylvania en la primavera, otro a las playas de Long Island al principio del verano. 

En el 2013 él ya se había casado con Samanta, una espigada hija de italianos dedicados al negocio del aire acondicionado. Al año siguiente, cuando estaba por nacer su primer hijo, Paloma dijo que quería conocerlo pero siempre tuvo una buena excusa para no hacerlo. Él le ofreció que se quedara algunos días con ellos: ahora tenía un buen trabajo y un departamento en las colinas del  condado de Westchester. Una vez ella se excusó porque le disgustaba tomar el tren, pero no aceptó que él la recogiera en su camioneta. Paloma le mandó un correo cuando ya había echado su futuro en Nueva York por la borda: dejó el tercer semestre de la Maestría a medias y regresó a Lima. 

Desde entonces perdieron contacto. Hasta que de la nada, después de muchos años sin saber de ella, una mañana le llegó un correo de Paloma ofreciendo recogerlo del aeropuerto. Paloma se había enterado que presentaría una revista de literatura en Lima. A él no se le ocurrió otra cosa que decir que sí. No se vieron sino hasta esa mañana en que su avión aterrizó en el Jorge Chávez, y él enfrentó el invierno de su ciudad después de 20 años.

Mientras caminaban por el Jirón Huallaga, él todavía estaba procesando la información que ella le dio durante el camino: las taquicardias, el corazón frágil, la depresión crónica, las riñas con la madre. También procesaba las excusas de toda la vida, lo que pasó en Nueva York, el desprecio, la indiferencia. El cariño. Las noches cálidas. Una preocupación por su destino como escritor que muchas veces pareció auténtica. Una relación de casi 30 años.

Qué hermosa que es esa chica─ le dijo una tía, allá en la Lima de 1995─ eres un idiota si no te casas con ella.

Solo te voy a volver a besar el día que te cases y conozca a tu esposa ─le dijo Paloma una tarde, la última vez que le propuso casarse, semanas antes de que él se fuera a vivir a los Estados Unidos para siempre.

─Me van a poner un marcapasos ─dijo Paloma. Se detuvo frente a una de las puertas de un edificio ennegrecido por el esmog. Forcejeó con una llave. La puerta rechinó. Tenía la madera descascarada y las bisagras oxidadas. Por dentro se veían las manchas de la pintura fresca tapando huecos y manchas. El piso de la pequeña entrada era de un mármol cubierto de grasa, de tierra.

─Por acá─ dijo Paloma. Señaló unas escaleras de madera que estaban reforzadas con una serie de vigas a ambos lados de las gradas. Se veía moho en muchas de ellas ─Son solo tres pisos. Las he hecho revisar y me han dicho que aguantan─ dijo Paloma y sonrió. Su primera sonrisa desde que salieron del aeropuerto.

El edificio estaba en ruinas, sin embargo el tercer piso parecía haber recibido algún tipo de saneamiento. Estaba en mucho mejor estado. Las puertas de madera estaban reparadas y pintadas, las chapas eran nuevas.

─Los otros dos departamentos los ha comprado una amiga de mi madre. El edificio tiene valor histórico. Fue de una familia vinculada a Ricardo Palma. Acá se alojó Rubén Darío. Dicen que en este departamento estuvo Melville y Hemingway cuando pasaron por Lima─ Lo miró. Sabía que esos nombres iban a llamar su atención ─Ya he hablado con un arquitecto y hemos decidido unas refacciones y cambios que están permitidos. No podemos tocar el casco original, tampoco los balcones. Paloma estaba forcejeando la puerta de madera del departamento. Al fin abrió.

─Mira esto─ dijo. 

Al abrir la puerta vieron luz, las ventanas inmensas. Era uno de esos extraños momentos de invierno en que brilla el sol de Lima. Los vidrios habían sido restaurados. Los pisos de mayólica negra y blanca estaban recién encerados, las paredes pintadas de colores terrosos: azules, verdes, amarillos. Vio una majestuosa cama de dos plazas de madera tallada y un inmenso baúl con detalles de hierro forjado a sus pies. Había una elegante mesa de noche, una estantería sobre la que habían colocado un retablo. Él se acercó para fijarse en los detalles: era el interior de un bar. Había borrachos y una señora que parecía levantarse las polleras y bailar mientras los hombres miraban. En la pared del retablo se veía una docena de botellas de distintos colores y un cartel que ofrecía chicha y aguardiente. 

En la habitación también había un escritorio. Era antiguo y sólido: amplio, con la superficie recién barnizada y pulida. Era el mueble más iluminado. Él creyó entender por qué Paloma lo había llevado ahí.

─¿A quién quieres más?─ le preguntó ella. Se puso las dos manos sobre el pecho y bajó la mirada. A él le pareció ver una lágrima. Se le veía tan frágil. Él la abrazó. Escuchó una voz muy débil que le decía: “Tengo miedo”. Una bandada de pájaros voló frente al balcón, sobre el cielo de la pileta, delante del palacio, encima de la plaza. Y mientras ella respondía a su abrazo, con fuerza, él miraba ese paisaje atónito, sabiendo que dijera lo que dijera, a ambos les iba a doler.

 

Nueva York,  20 de enero de 2020

 

Este cuento formó parte de la antología Incurables. Relatos de dolencias y males (2020), publicado por la editorial Ars Communis de Chicago, bajo el cuidado del editor Oswaldo Estrada.

Salir de la versión móvil