Decir que, por ahorrar, hice noche en Bangkok, camino de mi viaje-literario por media España además de Berlín, y que allí conocí a la hija de un gerifalte de la Junta Militar que manda en Tailandia, con la cual hice el acto a las dos de la madrugada en la piscina del Atlanta Hotel mientras me contaba su desdichada vida (su padre y su hermana gemela murieron hace seis años en un atentado con coche-bomba; sobrevivieron su madre, ella y su hermano, hoy heredero de la posición del padre) sería querer cambiar el curso de este serial con el que amenazo a mis lectores y a todos los que vayan cayendo. Porque la vida, al menos para mí, es una eterna novela, generalmente basada en la no-ficción, para los más curiosos.
Por lo que debo reconocer que tomé el vuelo con Norwegian Air Shuttle, destino Málaga y vía Copenhague, de la peor manera posible: sin dormir, algo bebido, y esencialmente taladrado por el exceso de información que Landa, que así se llama la señora, me hizo saber, en una madrugada que si se hizo mañana fue porque no estaba preparado, económicamente, para perder el vuelo pagado con el sudor de mi frente, en plena ruina económica, habiéndome quedado dormido en sus brazos, ciertamente esbeltos. Porque cuando ella me dijo que disponía de tres millones de bath –divisa tailandesa que al cambio en euros darían para unos 75.000–, dinero que me ofertaba para casarnos en España, fui consciente de que la onda expansiva de aquel coche-bomba aún le duraba, o que era yo, preso de mi escueta dignidad, el que prefería coger las de Villadiego soñando con que la próxima no me ofrecerá matrimonio a las siete horas de conocerla. Que ésta, además, no tenía veinte añitos ni era retrasada de formación, sino que cargaba con 38 añazos y experiencia vital, además de dinerales, para parar tres tranvías.
A todo esto llegué a tiempo, montándome en el Boeing 787 Dreamliner de manera acertada: muerto de sueño. Por lo que tras despegar –sabía que salvo atentado era imposible que un avión nuevo diseñado y fabricado en los Estados Unidos, de marca noruega y con comandantes ídem se cayera porque sí– caí en un profundo sueño en donde creo recordar que soñaba conmigo mismo, durmiendo e intentando levantarme lo más tarde posible para que aquellas once horas de trayecto se quedaran en nada. Finalmente aterrizamos en la capital danesa donde los problemas del primer mundo me saltaron a la cara. Y no fue la primera vez ni será la última.
Primero, con la estúpida uniformada que debería llevar viviendo unos sesenta años, despoblada de cualquier atisbo de humanidad, y muy posiblemente hastiada de su repetitivo trabajo, que atacó sin piedad a todos los pasajeros de mi vuelo así como a una manada de nipones que educados hasta el insulto, no daban crédito ante semejante ofensa. Cuando llegó mi turno comenzó mi venganza, siempre teniendo en cuenta que encararse en Escandinavia no es lo mismo que hacerlo en Tianjin.
—¿Se ha quitado el cinturón?
—No, se me caerían los pantalones.
—Tiene que quitárselo.
—Entonces, ¿paso por el escáner desnudo?
—No es necesario; utilice sus manos. Y vacíese los bolsillos.
—No llevo monedas.
—¡Todo!
—Llevo 700 euros en efectivo. ¿Por qué tendría que desprenderme de ellos?
—Es la ley.
Me quedé mirándola como miraban los malos de las pelis de vaqueros, no sin antes cagarme en sus muertos, evidentemente en español, que fue cuando acepté que ya había llegado al primer mundo, donde la ley es igual para todos pero una puta uniformada puede llegar a sacarte de quicio en nombre de la ley. Yo, si fuera ministro del interior danés, procuraría hacer un estudio psicológico sobre supuestos terroristas sin descartar a las que su estabilidad mental pende de un hilo, por realizar las mismas tareas desde tiempos inmemoriales, en nombre de una seguridad aérea que en estos casos queda en entredicho. Su mala cara era una mezcla perfecta entre su vida penosa, su falta de sexo y amor, y su cercanía con la muerte sin haber hecho nada histórico en esta vida repleta de iguales, donde obligarles a sacarse el cinturón era su auténtico medio de vida; su orgasmo diario. Afortunadamente al otro lado del escáner seguían estando mis 700 eurazos en billetes de cien. Claro, que estábamos en Dinamarca.
Antes de embarcar en el vuelo que me llevaría hasta Málaga, nuevo altercado, en este caso con un policía extraño, que molesto porque me había retirado tres metros de la mesa donde bebía cerveza y leía El Pelícano de Strindberg para corroborar que a una hora de mi vuelo éste aún no tenía una puerta asignada, me recriminó mi actitud de manera vomitiva, como señalándome por un alcoholismo extraño: aquel que hace caja y a tres metros de mi mesa afea mi conducta. Lo dicho: asco de primer mundo. O al menos en este tipo de casos, donde das dos pasos mal dados y te amonestan.
—Aquí no está permitido beber.
—Oiga, ¿y dónde lo dice? ¿Algún cartel?
—Ya se lo digo yo.
En ese instante me acordé de todos los americanos rubiales que acribillan a tiros a catorce a la vez a la salida de un instituto. Yo habría repartido todas mis balas en su cara de cenutrio. Pero como quería llegar a Málaga a tiempo me volví a mi asiento, con mi puta cerveza que me costó diez eurazos, en la mano, entendiendo porque nunca se me ocurrió residir en Dinamarca, nación que ha regalado al mundo a uno de los mayores enloquecidos de la historia: Lars Von Trier.
Ya en Málaga fui recibido en pleno recibidor de la terminal de llegadas por una cohorte de familiares directos y amigos de la infancia, a los que insinué que en un bar podríamos mantener la llama encendida, cuando a los escasos cuartos de hora yacía en un camastro donde dejé caer treinta años de retrasos a la hora de acostarme y dos raciones de ensaladilla rusa, el auténtico mono del exiliado. A las siete horas desperté con una meta, como deberían despertar todos los que poblamos este mundo, yéndome a comprar el periódico, y al mercado central de Atarazanas, donde me hice con productos frescos y variados con los que luego agasajé a mis padres, en almuerzo único. España, por cierto, la sigo viendo igual de extraña, cateta a babor, con todo dios hablando de fútbol, Cataluña y demás sandeces.
Al par de días comencé mi primera gira europea presentando Doble Ictus y Cartas a Thompson (Island), con la estación de Santa Justa de Sevilla como primera parada. El media distancia –cuánta poesía en cada traviesa– me sacó de Málaga a su hora y me dejó en Sevilla en punto, demostrándose que los empleados de RENFE –salvo los que gestionan su penosa web, donde comprar un billete es harto complejo– serían los mejores gestores para un país que se desangra entre trivialidades y demás retrasos. De allí me fui a Valencina de la Concepción, donde conocí en persona a Abelardo Linares, mi editor, que a decir verdad se evadió de asuntos complejos recitándome poesía ajena sin cesar. Gracias a él descubrí al poeta José Luis Parra, en un libro que me regaló: mis únicos royalties. La sede de la editorial, un primor, con miles de libros apilados o en aparente orden sobre baldas –que así querría vivir yo, con una bodega, además, subterránea, y la señora de mi vida diciéndome cuánto me quiere– que me hicieron plantearme atracarles en el primer atraco decente de la historia: uno que entró en una editorial encerrándose con el editor y los empleados que exigía un rescate en forma de 200 libros y un helicóptero. Dudo que la policía hubiera acudido; si acaso los loqueros.
Después de la visita de cortesía un coche de mi editor me llevó hasta la sede de Radio Nacional de España, junto a los residuos de la Expo, donde Manuel Sollo, de voz no muy radiofónica, me hizo preguntas previsibles, incluyendo las que hacían mención a mis supuestos asuntos denunciables, entiéndase hablar alto y claro sobre cualquier asunto; lo remató todo con lo del sexo y la escatología, cuando yo esperaba que me hubiera preguntado, por romper la norma, por mi infancia, penosa por poco cuantificable. Y la verdad es que lo pasé bien, preocupado que andaba con lo de entrar al estudio, cerrado a cal y canto, y sufrir un ataque de claustrofobia. Ya por la tarde me fui a las inmediaciones de La Extra-Vagante, dignísima librería donde debía iniciar esta costosa gira que me ha hecho preguntarme si no me saldría más barato escribir un blog sin más ambiciones que el ego de saber que tus familiares, amigos y conocidos te leen. Para hacer tiempo bebí un imponente tinto de Emilio Moro, Malleolus, que un negocio hostelero de la zona ofrecía a precio decente. Y luego la presentación, en un debut agridulce, con José Luis Rodríguez del Corral luchando por sacar aquello adelante que si no fue del todo sacado fue, única y exclusivamente, por la penosa asistencia, teniendo en cuenta que mi editorial es de Sevilla y esa tarde-noche no había fútbol. Su texto, trabajado, debería quedar impreso para la historia.
Al día siguiente otra entrevista en Radio Nacional, en este caso con Manuel Pedraz, en unos estudios que comenzaban a serme familiares, cuando yo nunca me sentí asociado a funcionarios del estado. El sol pegaba fuerte y el de seguridad, cariacontecido, debió llegar a plantearse que yo, además de un invitado recurrente, era un jeta. Al menos aquel uniformado me dio los buenos días sin obligarme a quitarme el cinturón y vaciarme los bolsillos. Que casi le abrazo.
Joaquín Campos, 15/10/15, Phnom Penh.