Lo primero que debe saber el lector es que el Euromed es como el Alvia o el Altaria, o como todos los hijos condecorados del AVE que nunca llegaron a serlo. Se le cambia el nombre –o la siglas–, supongo, sospecho, para que ciertas regiones se sientan más tranquilas a la hora de acostarse, y se da el mismo tipo de servicio, de precios, de trenes, de asientos, de formalidades ante el revisor, y a fin de cuentas, de pasajeros. A mí me tocó una señora valenciana que volvía de ver a su hijo, la cual me estuvo hablando en valenciano desde la salida hasta casi la llegada, que fue cuando yo acepté abrir la boca, la cual me dolía sin haberla utilizado.
—¿Sabe usted dónde queda la avenida Ramón Llull?
—¡Ah! Pero no eras valenciano.
—Da igual señora, lo entendí todo.
Me habló de su hijo, arquitecto; de su hija, que se casará el año que viene con un médico; y de ella misma, que vivía en no sé cuál barriada del extrarradio y que sólo iba al centro “para visitar al doctor”. Viéndola, como tantas y tantas veces que me cruzo con gente mayor con hijos y nietos y todos esos asuntos que te encadenan a las facturas y las domiciliaciones bancarias, celebré estar soltero y no ser tan mayor. Que como decía Josep Pla cuando le preguntaron, ya anciano, a las puertas de su muerte, que por qué seguía soltero, contestó, mientras se liaba un cigarrillo, “es que a mí ninguna mujer me comprendería”. Pues eso.
Ya en la estación de trenes de Valencia-Nord, tomé la determinación de montar en el Metro sin haberme preparado nada de antemano. Por lo que junto a la máquina expendedora de billetes de viaje comencé a preguntar a diestro y siniestro, dando con una señorita que me asesoró de manera acertada. Leía El pelícano de Strindberg, convencido de que la lectura de obras de teatro me obligará, un día de estos, a escribir otra, aumentando mi producción variada de literatura, en una especie de decatlón cultural, a la par del cantaor que domina ciertos palos. Pues eso, que leía El pelícano intercalando los diálogos con los pasajeros, ya que de tanto en cuanto levantaba la vista para cerciorarme de que no me pasaba de estación a la vez que ponía el ojo en aquella caterva de trabajadores, que iban y venían, cuando llegué a mi destino. Ya en la calle, donde el calor se hacía por momentos insoportable, volví a preguntar por la avenida Ramón Llull, encantado de no disponer de móvil, GPS o cualquier artilugio que evita el contacto con el prójimo. A eso de las dos, a la hora de la comida que en mi caso fue la del aperitivo, di con la librería, la librera y con un bar cercano, repleto de estudiantes, desde donde contacté con Ignacio Carrión mediante el modernísimo acto de enviar un correo electrónico.
Y así, don Ignacio apareció –primera vez que nos veíamos las caras– convencido de que debíamos comer en un restaurante local, casero, repleto de tipos con traje, supuestos concejales o futuros, periodistas de postín y lameculos –o ambas cosas–, donde él se centró en un arroz a banda y yo en una alubias con chorizo debido a la depresión congénita que me produce la falta de legumbres en Asia, además de que el pimentón de La Vera, el ahumado, es una utopía; cuando droga hay para parar trenes mercancías cargados hasta las cejas.
Tras el almuerzo, dejé a Ignacio echarse la siesta, que fue cuando deambulé por el centro, intentando no parecer un turista, atrapado entre tanto edificio precioso, ostentoso, ornamentado, todos o municipales o regionales o del gobierno central, para tras merodear en una librería sin sentido –el 90% de los libros eran en catalán y valenciano; luego corroboré que pertenecían a no sé cuál asunto cultural de la Comunidad Valenciana, aquella que no piensa en vender libros sino en ser guay– introducirme en un curioso centro cultural en francés desde donde tomé asiento en su patio interior, momento en que pasé a engullir una preciosa botella troncocónica de uva bobal de la tierra mientras escuchaba a Fugazi y le daba a la tecla con cierta violencia. El camarero –por supuesto, francés– la tomó conmigo en el mejor sentido de la palabra, inundando por la novedad –en el fondo en casi cualquier ciudad española, incluida Valencia, no ocurre gran cosa– de ver a un tipo que aparte de pedirse una de tinto a las cinco de la tarde decía que iba a presentar dos libros a la vez mientras juraba residir en Camboya. Y a todo esto me había soltado el pelo. Que cada vez lo hago –afortunadamente pocas– noto como si mi detención por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado fuera inminente. Que en vez de escritor le llegó a decir al francés que acababa de salir del penal de Picassent y también.
Cuando la hora se me echaba encima tomé un taxi con dirección a la Llibrería Ramón Llull, donde ya estaban Ignacio Carrión y algunos curiosos, entre ellos una mujer que comenzó atacándome durante el asunto de las preguntas, y que luego, tras volverme a atacar –sacó a relucir el asunto de China y la misoginia; aunque a la vez se pilló ambos libros los cuales les firmé, creo recordar– cobró vida en una noche de tapas y vinos en donde acabamos despidiéndonos en un aparcamiento al aire libre, en plena madrugada, ella yéndose con la librera y yo con mi amigo Joan, el cual me acogía en su vivienda. Para que vean cómo esta España: un forastero presenta dos libros en una ciudad supuestamente primermundista además de occidental, y se va de rositas a casa de un calvo. Luego, en el sudeste asiático, follan hasta los enclenques, además de los sacerdotes, cooperantes y jubilados, sin siquiera la necesidad de parecer lo que no son.
Ignacio Carrión se portó de maravilla. Porque yo a mis presentadores los calibro por dos asuntos clave: los que se han leído los libros y han tomado notas, y hasta la extenuación, además de que a su vez se lo tomaban tan en serio que a veces –y no pocas– era yo el que parecía no ya el subalterno, sino el expulsable. Don Ignacio, como siempre, sacó a relucir ese detalle que se la pone dura de un tipo de 41 años, que en realidad es cocinero, y al que hasta la cita sólo había conocido por correo electrónico: “Joaquín Campos posee una facultad que no abunda entre el mundo literario: escribe lo que le parece. Sin medida. O sea, no pertenece a la secta infame de lo políticamente correcto”.
Cuando la librera y la que se cree feminista se fundieron en negro en una noche cerrada –el calor era tremebundo–, Joan y yo acudimos al barrio de éste a tomar la última en una terraza barrial floja de solemnidad. Y allí, cuando el reloj marcaba la una de la madrugada, un huevo se estrelló sobre le mesa, fastidiando el móvil de mi amigo –yo llevo cuatro meses sin móvil y cuatro décadas sin gentes que me tiren huevos desde sus ventanas– que, quejoso, me recordó –porque yo lo conocí en Shanghái– que en Occidente las leyes, no sólo hay que cumplirlas, sino que hasta la vecindad más remota te las puede hacer cumplir. Y entonces recordé a Carrión y a mí, comiendo él su arroz a banda y yo mis queridísimas alubias con chorizo, siendo despedazados por una racha de huevos lanzados desde un sexto piso. Porque España ha quedado para eso: para que todos se tengan en cuenta el sentido no ya de la justicia, sino de repartirla a sus anchas. Y juro, para los amantes de Garzón y los videos del National Geographic, que ni Joan, que casi no bebía, ni yo, que sé beber, formamos escándalo alguno. Además de que la terraza debía ser más que legal, en un país como España, donde sales a pasear más de cinco minutos con el periódico que ustedes elijan, y se presenta una patrulla municipal o civil, si no nacional, exigiéndote la licencia para vender prensa. Que dentro de poco te pedirán licencia hasta para poder leer. Cuando comprender lo que uno lee dejó hace ya años de ser obligatorio. Al menos en España.
Ya en casa de Joan, me comenté a mí mismo mientras me lavaba los sientes que qué afortunado era yo por no sólo no recibir huevazos, sino porque al día siguiente debía tomar otro tren destino Alicante, en un tour que ni Bono de U2 habría tenido los cojones de hacerse. Y además yo, paupérrimo hasta la mendicidad.
Joaquín Campos, 11/11/15, Phnom Penh.