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Por las carreteras secundarias de Bosnia

Se está hablando mucho estos últimos años sobre la España interior y despoblada, ese país que nunca fue y que tan bien relata Sergio del Molino. Más difícil es saber algo de la Bosnia profunda y rural.

Durante este año he tenido la suerte de adentrarme por su geografía en distintas ocasiones, recorrer sus carreteras comarcales que daban pena, y las principales que parecían secundarias. También he parado a tomar un café de puchero en pequeños pueblos casi abandonados, donde los jóvenes se han ido hace tiempo buscando ciudades más grandes, aumentando el fenómeno de la diáspora económica que ya es casi un paradigma de toda la región. Estas pequeñas aldeas son moradas donde los perros vagabundos campan a sus anchas, y no se sabe si la mayoría de las casas están deshabitadas durante el invierno, o simplemente cerradas, esperando a que vuelvan sus propietarios en verano desde Alemania, Italia o algún país de la U.E.

En el último bar donde entré, mal iluminado, los ancianos daban caladas a un tabaco que bien podría ser del mismísimo paquete de Ducados que fumaba mi padre.  En esta parte de Bosnia está todo yermo, sobrecoge el silencio y el frío que ya se adivina con las primeras nieves. Alguna vez tuve que parar mi Peugeot Partner, en la carretera de montaña que va de Mosko a Stepen, para quitar de la calzada una piedra del tamaño de un balón de fútbol que se había desprendido de la ladera. Parece que aquí no llega el Estado ni los operarios encargados de la conservación y mantenimiento de estas vías. Hace tiempo que se fueron con el comienzo de la guerra en la antigua Yugoslavia a principios de los noventa, y el capitalismo rampante no ha sido capaz de traerlos de vuelta. Son caminos que, al igual que ocurre en nuestra Laponia Ibérica, parece que han conocido tiempos mejores.

Los poetas bosnios que conozco, Goran Simic, Salih Kadrić o la propia Vojka Djikić, son eminentemente urbanos, su poesía se centra más en Sarajevo que en el mundo rural. Tengo que decir que mientras descubría esta geografía inhóspita, mientras transitaba por estos páramos tan bellos y deshabitados de los Balcanes, resonaban los versos de Iván Rojo. Poeta y escritor valenciano, es alguien que he descubierto hace poco, pero al que ya admiro por escribir tan bien desde lo rural, desde la ausencia, el desgarro y la emoción:

 

PRIMERA POSTAL DE MI IDILIO ALUCINANTE CON PHILIP MORRIS

Solo quedarán los que fuman a la puerta de los bares en los pueblos de montaña, mientras nieva.

Los adictos a la vida y a la destrucción. Los que guerrean consigo mismos y nunca pierden ni ganan.

Viejos con pantalones de pana y anoraks North Face. Chavales con cazadoras de borrego Levis y la boina de su abuelo.

Chavalas con botas Converse de lona y gorros de lana. Viejas con falda de tergal y polar Quechua fosforescente.

Y todos los hombres y mujeres atrapados entre la juventud y la vejez en la madre de todos los vicios.

Gentes atrapadas en lugares llamados Monroyo, Cinctorres, Mirambel, ausentes de los mapas del tiempo.

Gentes en lugares sin estanco, que compran su tabaco en máquinas expendedoras resabiadas que se tragan el cambio.

La máquina del bar del pueblo, la máquina del bar del pueblo anterior o del siguiente, la máquina de la gasolinera más cercana.

Estoy hablando de gente capaz de surfear la ola de frío durante 30 o 40 kilómetros solo para comprarse el ducados.

Verlos volver por la carretera dándole al cigarro a cincuenta por hora en la Derbi es el auténtico cine.

Verlos echando humo en lo alto del tractor es la auténtica democracia; el voto de esos ciudadanos debería valer doble.

Porque se habla mucho de la España vacía y muy poco de la gente de la España vacía.

La gente que caga en la España vacía. La gente que folla en la España vacía. La gente que escribe en la España vacía.

Los que fuman solos junto a un cenicero de pie a la puerta de los bares llenos de la España vacía, por hacer algo.

Esos. Esos nos sobrevivirán a todos.

© Iván Rojo

 

 

No tengo cifras, pero estoy casi seguro de que la edad media en los pueblos de esta Bosnia rural no dista mucho de la España vacía. Desde la carretera se pueden ver las pocas casas que quedan habitadas con la leñera bien abastecida, y todavía están sin reparar muchos tramos de carretera desde el conflicto bélico. En la radio de la furgoneta no dejaba de sonar la voz de Beth Gibbons y Portishead. Me acordaba de mi hermana Genoveva, de los viajes en invierno por nuestra provincia con la familia en el coche familiar por aldeas perdidas del Alto Tajo. Muchos kilómetros de frío y curvas para llegar a una gélida Molina. Todo ello ocurrió durante algunas elecciones de la transición y en un invierno donde hacía diez grados bajo cero.

Se fundía la nieve bosnia con la de Ordesa y me venían a la cabeza los versos de Manuel Vilas. Poemas en los que él dibuja su Aragón más profundo y los pueblos que recorría su padre cuando trabajaba de comercial por la comarca, una geografía del desarraigo que se ha perpetuado hasta hoy:

 

“ /…/ El horno funcionaba con gasoil, dijo el hombre.

Y miramos la chimenea,

Y como era de noche,

Las llamas chocaban

Contra un cielo frío de diciembre,

Descampado de Monzón,

Cerca de Barbastro, helando en los campos,

Tres grados bajo cero,

Esos campos con brujas y vampiros y seres como yo /…/”

 

 

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