Un domingo de julio a mediodía, fuera del centro, Barcelona es una ciudad sumida en el sopor del verano y asediada por el calor húmedo de la costa. Me desplazo hasta la Plaza de Tetuán. Llevo a cuestas el bolso y la cámara réflex, prestada por mi amiga E. C., además de mis recuerdos de París, mal asunto, y cierta ilusión a la que ya digo adiós. Pero ahora no quiero pensar en eso. Carles Garriga, editor de la Correspondencia y los Papeles inesperados de Julio Cortázar, doce años de tesis doctoral sobre el escritor argentino, viene a buscarme a la boca de metro y adivina enseguida que soy la periodista becaria. Me hace reír, así que me cae bien. Viste una camiseta de Astérix y Obélix, por lo que deduzco que no se da importancia, es alto y delgado, y guarda en una bolsa un objeto del que identifico la silueta. Tres cuartos de hora antes le he lanzado una indirecta, por teléfono:
—Me dijeron en el Instituto Cervantes de París que tienes una de las máquinas de escribir de Cortázar, ¿no?
Escucho una risita.
—Sí, sí la tengo. Si quieres la llevo.
Contrólate, modula la voz.
—Me encantaría.
Como fumamos, Carles me conduce a una terraza donde escogemos una mesa a la sombra. Los dos nos desprendemos de nuestros trastos para estar más cómodos, pide una botella de Vichy y yo un café con leche, y empezamos a charlar. Me relajo y recuerdo que últimamente estoy muy cansada: tengo la inquietud de irme fuera, el deseo íntimo de que me lo impidan y la misma falta de ambición de siempre, aunque nadie, excepto mis mejores amigos, me crean. Sospecho que en el fondo siempre ha sido así. Con la cabeza en mis cosas, decido preguntarle por un tema personal.
—¿Por qué crees que es una locura?
—¿Qué cosa?
—Todo lo que rodea a Julio Cortázar. ¿Por qué crees que a la gente le afecta tanto?
Quiero descubrir, por supuesto, por qué me afectó tanto a mí. Carles hace una pausa.
—Primero habría que pensar de qué gente hablamos, de qué franja de edad.
Al grano, maja.
—Yo me leí Rayuela con 17 años.
—Claro, ese es el punto. Pienso siempre que Cortázar leído de joven es tóxico. Y es tóxico porque Cortázar te abre aparentes ventanas al mundo, no sé si de una falsa o ilusoria, pero a la vez sincera libertad, y un entusiasmo por la vida, porque ve que la realidad no es la que nos venden los medios.
* * *
Escribo desde el salón de mi infancia, frente a la butaca de mi abuela, donde a veces me siento y aprieto el reposabrazos si la recuerdo. Veo entonces sus manos arrugadas, su mirada cargada de afecto y sus ojos, que ahora tengo yo. Empiezo con una ausencia que me empujó a la lectura. Empiezo con la ventana que hay al fondo de este pasillo, donde de niña veía las tormentas que todavía busco.
—En España no puedes mostrarte vulnerable.
—Ya.
¿Cuántas veces llovió en París? Desde la única pieza de mi casa, observo el agua que golpea los cristales y enciendo un cigarro. Me gusta septiembre. Vivo en una buhardilla alquilada a una señora octogenaria, millonaria y excéntrica, que afirma resuelta que odia a los españoles, que adora a Francia y que me obliga a pagar en negro, supongo que por no mezclar amor y negocios, patriotismo e impuestos. Una vez casi la palma. Cuando escribía un recibo, mi compañero de apartamento y yo le vimos cerrar los ojos y quedarse suspendida sobre el papel.
—Coño, ¿se ha muerto?
—No lo sé, pero se van a pensar que hemos sido nosotros.
—A lo mejor nos ha dejado la casa en herencia.
—No creo. Nos odia.
La anciana soltó un ronquido y se despertó.
Mi piso no tiene agua caliente y la nevera funciona mal, pero no me preocupa. Sobre mi cama, un colchón sostenido por guías telefónicas, duerme tranquila mi amiga R. N., que se quedará hasta que encuentre una habitación. Yo sobrellevo el insomnio con la lectura y mis fantasías. A pocos minutos a pie, pienso como la mema que soy, Horacio Oliveira recorre la rue de Seine y atraviesa el arco del quai de Conti para encontrar a la Maga. Muchas noches le seguí hasta el pretil y me asomé al río, que se funde con el cielo y refleja la ciudad. Esa visión atenúa mi tristeza, rebaja mi miedo a un silencio que a veces, admito, provoco por temor.
—Creo que intentas ir de pasota, pero en el fondo lo pasas fatal.
—Puede ser.
Porque la enfermedad siempre huele igual, como los cementerios, y por eso todos los hospitales me recuerdan al de Guadalajara, que frecuenté de niña. Lo único que diferencia al centro Tenon es que está al noreste de París. Llego allí con mi amiga L. C. una tarde de julio, para visitar a una chilena ingresada, sola en la ciudad. ¿Hay algo más cruel que abandonar a un enfermo? Compramos de camino un dulce, un pedazo de tarta del que no recuerdo el sabor. También llevamos libros, Rayuela incluido, que empiezo a hojear en la habitación mientras charlan. Fuera llueve y acerco mi silla a la ventana, donde se recorta el cielo nublado. Las palomas se congregan sobre el alféizar porque la chica les deja migas de pan. Aunque no puedo evitar una mueca de asco, el gesto denota nobleza. Fijo la mirada en el patio y escucho la lluvia impactar contra la tierra, y a mis espaldas la conversación envuelta en la luz tenue de la sala, porque no tenemos donde ir, ni prisa, ni familia, ni una gran responsabilidad. ¿Cómo explicarme, sin caer en el artificio? El calor que brota en mi pecho nace de mi gratitud hacia la vida, de la belleza que nos regala de forma inesperada. Sonrío y entonces leo el libro en voz alta, recorro de nuevo el fuego sordo de la rue de Huchette, me parto con la perfecta mierda de pavana tocada por Berthe Trépat y recuerdo cuando nos besamos junto al Canal Saint Martin…
Basta.
Jacques Bonsergent, primer resistente caído en el París ocupado, parada de metro de la línea 5. Cerca viven mis amigos andaluces, también estudiantes y amables, muy hospitalarios. Adoro ir a su casa. El salón acoge un árbol de navidad, innecesario a esas alturas de la primavera, con un carrito de la compra de origen inquietante y un cono de tráfico. El baño alberga a un ratón y un alijo de setas, que no son inocentes champiñones o níscalos, allí guardados por vocación botánica: la humedad, me explican, permite que se conserven bien. Junto a D. G., uno de los propietarios, bajo a la calle con L. C. y C. C., personas estupendas, como me demostrarán repetidamente ese año y más tarde.
—¡Podríamos ir a la tumba de Cortázar y leer poemas! –sugiere C. C., llena de entusiasmo.
Los demás nos miramos en silencio.
—A lo mejor eso es pasarse, tía.
Porque somos personas racionales, por supuesto. Por eso hemos planeado ir a Château d’Eau y buscar la rue Martell, donde Cortázar pasó los últimos años de su vida con su tercera esposa, Carol Dunlop, apodada por su bondad la “amiga de los niños”, y donde el escritor lloró su muerte prematura, cuando una leucemia se la llevó a los 36 años. Pero que no se note el entusiasmo, anda. Educada en la discreción, lo que pasa en tu cabeza solo lo sabes tú. Juro que cansa tanto. Por eso acudí al cementerio de Montparnasse la primera vez que visité París, a los 18 años, y pedí a mi hermana L. N. que me dejara sola en la tumba del escritor argentino, coronada por un gran cronopio, ante la que me arrodillé para depositar una carta llena de palabras de cariño y menciones a un amor ya olvidado. La lápida acumulaba billetes de metro, piedritas y cigarrillos, y pasé la mano sobre su superficie plana. “Gracias”, murmuré con timidez.
El plan para abordar la casa de Cortázar se cuajó en la cocina de L. C., dueña entonces de un piso junto a Nôtre Dame y de una ventana donde los tejados de París crecen hasta la cúpula del Panteón. El primer intento fue un desastre. Nos presentamos en el bloque de la rue Martel una mañana, preguntamos a los vecinos y al final dimos con la puerta correcta. Cuando llamamos nadie nos abrió. Sentados en el descansillo, derrotados, resolvimos dejar una nota con un número de teléfono, aunque sin demasiada esperanza.
—Voy a escribir que somos cuatro estudiantes de filología hispánica de paso por París y que tenemos un trabajo de Cortázar, ¿vale? –propuso L. C.
D. G., C. C. y yo estuvimos de acuerdo. Una semana más tarde, mientras tomábamos café en su casa, L. C. recibió una llamada. Emoción infantil. A los pocos días, después de propagar la buena nueva, siete y no cuatro estudiantes de filología hispánica se presentaron en el piso de la rue Martel. La propietaria, que nos miró con cara de que eso no era lo acordado, tuvo la amabilidad de ignorar nuestra cara dura y dejarnos pasar. En una habitación había una fotografía: Julio Cortázar, sentado, acariciaba a través de un cristal a su gato, llamado Flanel.
—La sacaron ahí –nos explicó la dueña.
Creo que C. C. y yo intercambiamos una sonrisa.
—Pero ya no queda casi nada. Solo la cocina, que la reformó Cortázar, y esas baldas de la estantería, también suyas –añadió.
Tras abandonar el piso, entramos en una cafetería para comentar la hazaña. Luego volvimos a nuestras casas con la alegría de un crío que sale de un cumpleaños.
* * *
Carles tiene la voz grave y cuando habla pronuncia cada palabra con hondura. A veces gesticula con las manos, y en una ocasión me comenta que no quiere ponerse “muy doctoral”. La tarde sigue su curso con la indiferencia que le es propia, mientras los coches pasan por la carretera y el viento sacude las ramas de los árboles plantados a nuestro alrededor. Lo de la toxicidad de Rayuela me ha hecho gracia, pero también me ha molestado. ¿Acaso la libertad que insinúa el libro no se puede alcanzar?
No, no puede ser. No se trata de rebeldía inocente ni de desprecio a los demás, sino del rechazo que experimento cuando los sentimientos se diseccionan con afán científico y algunos afirman que no hay valores si media el dinero. Para partirse de risa: yo que me creía de vuelta, y en el fondo este idealismo puñetero, infantil, que me va a matar.
—¿Cuál es el tema de Rayuela, Carles?
—Ah, esa es buena.
Gracias, hombre.
—Yo creo que en Rayuela hay dos temas. Uno es el tema explícito que toca la novela, que es un tipo, Horacio Oliveira, muy brillante, que ha hecho una búsqueda filosófica tan profunda que se va a volver loco. Pero luego hay otro que está por encima de la novela, que es cómo Julio Cortázar llega a escribirla. Eso es para mí lo fascinante. Cortázar llega a París en el año 51, y hay una entrevista en la que afirma: si yo no hubiera escrito esta novela, me hubiera terminado tirando al Sena.
Entiendo.
* * *
Pero el amor, esa palabra…
Fue una noche de mayo, que recuerdo con los ojos cerrados y redacto dejando que los dedos pulsen las teclas a partir de la memoria. Fue la primera noche que llegué al Canal Saint Martin, porque no puedes vivir en una ciudad y ser un turista frenético nueve meses. Nos sentamos en el parapeto junto al agua y empezamos a beber, rodeados de gente joven que hacía lo mismo que nosotros y que celebraba la tregua ofrecida por la lluvia, mientras el tiempo en París corría ya a la contra y la universidad no importaba un carajo. Te pusiste a mi lado por casualidad y tardamos un buen rato en hablar. Me tomaste el pelo, me dijiste que votabas a Sarkozy y vivías en los Campos Elíseos, e intentaste birlarme la botella de sangría, que te arranqué de la boca. Tenías aspecto de pijo insoportable. Tenías los ojos verdes, rasgados y sonreías con una mezcla de maldad y ternura que terminó por hacerme gracia. Comprendí pronto que no hablabas en serio, y empezó un diálogo memorable donde te reproché unas pintas de poeta torturado que no te creías ni tú. Por favor, ¿de verdad hicimos chistes sobre Sartre? Menudos idiotas. Pero bizqueaste para imitar al señor filósofo, y a mí me entró la risa y casi me atraganto. Hasta que me dijiste:
—Voulez-vous faire une balade?
Dar un paseo, en realidad. Pero yo traduje mal:
—¿Quieres que cantemos una balada? –y empecé a gesticular, tocando una guitarra invisible.
Cuando te entendí te dije que no, pero al marcharme intercambiamos las direcciones de correo y a la mañana siguiente me escribiste. Tardé una semana en decidirme. Entonces quedamos en una cafetería junto al puente del canal. París brilló al atardecer, y el ajetreo de la gente nos acompañó mientras tumbamos tres rondas de pastis, para abatir también la timidez mutua, y dibujamos en servilletas todo lo que no nos sabíamos decir con palabras. Al final las manos y los ojos se entrelazaron, pero yo te advertí que tenía que marcharme.
—Et vous voulez faire quoi maintenant?
Te sonreí y solté una barbaridad, porque utilicé el verbo baiser en lugar de s’embrasser con la convicción de que solo te proponía un beso de despedida. Me miraste con la boca tensa y repetiste:
—Quoi?
Y yo insistí, y tú te pusiste de pie frente a mí.
—Quoi?
Y yo insistí, pero esta vez la frase quedó a medias. Con todo el ímpetu del alcohol, estuvimos a punto de caernos en un charco y marcharnos sin pagar. La dueña de la cafetería nos miró con las cejas arqueadas, y tras un breve rifirrafe,
—Venez chez-moi.
—Pas encore.
Nos dijimos adiós con la promesa de vernos otro día, y estábamos tan de acuerdo en todo que era una vergüenza, París danzaba afuera esperándonos, apenas habíamos desembarcado, apenas vivíamos, todo estaba ahí sin nombre y sin historia. Al despedirnos éramos como dos chicos que se han hecho amigos en una fiesta de cumpleaños y se siguen mirando mientras los padres les tiran de la mano y los arrastran, y es un dolor dulce y una esperanza, y se sabe que uno se llama Tony y la otra Lulú, y basta para que el corazón sea como una frutilla, y…
Dos años más tarde volví a París y me quedé atrapada durante un tiroteo en el metro de Barbès-Rochechoart. La verdad es que pudo terminar mal. Cuando me acurruqué en el suelo del andén, sin ver ni respirar apenas por culpa del gas lacrimógeno, pensé dos cosas: que si moría mi madre me iba a regañar, y que no quería desaparecer sin volver a verte. Salté las vías como pude y huí por un vagón, del que descendí al túnel, y desde allí caminé a pie hasta la siguiente parada. Cuando estuve fuera busqué el cielo, y al pasar por tu casa me detuve en la puerta. Esta vez no nos encontramos.
* * *
—¿Cómo era Julio Cortázar?
Carles quiere terminar la entrevista ya, como yo.
—Apaga la grabadora.
—Vale.
Un silencio. Le enseño el chisme, con la pantalla en negro.
—Julio Cortázar era una persona maravillosa.
Silvia Nieto (1991), medio historiadora y medio periodista. Su actor preferido es Marcello Mastroianni, su músico Georges Brassens y su película Casablanca. En Twitter: @snieto91
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