Por muy de moda que esté de nuevo despreciar lo simbólico (y hacerlo a lomos de un materialismo antiposmoderno bastante burdo), es difícil obviar el poder que las ficciones ejercen sobre las personas. Según Lincoln (o su leyenda), la guerra de Secesión la empezó Harriet Beecher Stowe con La cabaña del tío Tom: “Así que usted es la pequeña mujer que escribió el libro que causó esta gran guerra”, cuentan que dijo a la autora cuando se la presentaron. Es sabido que a los héroes y heroínas de la literatura y el cine los imitamos desde la infancia, y existe la idea, en mi opinión nada exagerada, de que incluso algunos de nuestros comportamientos íntimos son versiones más o menos inconscientes de lo visto mil veces en las películas. Aunque empezar un artículo sobre pornografía citando Lolita de Nabokov no augura nada bueno, lo haré para ilustrar este punto (y ningún otro):
“De pronto, supe que podía besar su cuello o la comisura de sus labios, con absoluta impunidad. Supe que me dejaría hacerlo, y hasta que cerraría los ojos, como enseña Hollywood”.[1]
Tomar ficciones por realidades resulta problemático, eso sí, cuando cedemos a la tentación de sancionar una novela o una película como haríamos con la vida. Un episodio bastante cutre de este fenómeno (ficciones colonizando el juicio de personas reales) tuvo como protagonistas a un par de magistrados que en 2007 consideraron “claramente denigrante y objetivamente infamante”[2] una famosa portada de El Jueves, aquella que caricaturizaba a los entonces príncipes Felipe y Letizia manteniendo relaciones sexuales: ficción dibujada y presunta realidad eran aquí groseramente confundidas, en una delirante interpretación del ya de por sí absurdo delito de injurias a la Corona. Más de diez años después, empezamos a acostumbrarnos a casos de titiriteros, raperos o simples blasfemos a quienes la justicia trata como si no estuviese claro que una representación teatral, una canción o una metáfora malsonante operan a un nivel que no es el de la estricta vida, por mucho que en ella puedan influir.
Está volviendo a ocurrir también con el porno, un tipo de ficción (sobre todo audiovisual) que en el discurso público suele caer, demasiado a la ligera, en el saco de realidades como la prostitución y la trata. De momento, nadie ha sido condenado en España por lo inaceptable de sus representaciones pornográficas (salvo, en cierto sentido, los autores de la portada de El Jueves). Pero en el debate han reaparecido ciertas posturas contra el porno que parecen aspirar a un mundo en el que no exista, de manera paralela al mundo sin prostitución que las mismas personas quieren alcanzar a través de medidas como la prohibición o la sanción a los puteros (con las cuales, por cierto, simpatizo bastante). No entraré en las razones de un repunte antiporno que evoca el anterior de los años 80 surgido en Estados Unidos, pero no me parece casual que los dos hayan tenido lugar en épocas de avances significativos en la difusión de imágenes (la generalización de las revistas en color y el vídeo entonces; internet y las redes sociales hoy). En cuanto a sus leitmotivs, empiezan a resultar familiares. Nos repiten una y otra vez, en primer lugar, que el entrenamiento de los puteros (e incluso de los violadores) es el consumo de pornografía, convirtiendo así dos (o tres) fenómenos distintos en objeto de una misma lucha, o al menos tan similares que se puede prescindir de los matices. Pero cuidado: se trata de los matices entre la realidad y la ficción.
Es bastante discutible que el lema “No a la guerra” signifique también “No a los videojuegos de guerra”, y sin embargo un reciente manifiesto internacional contra la mercantilización del cuerpo de las mujeres[3], que por lo demás suscribo, incluía la pornografía en el conjunto de prácticas que un Gobierno debería abolir. Lo espinoso de sumar el porno a la prostitución en la fórmula abolicionista es que obliga a precisar qué significaría abolir el porno. ¿Cómo traducimos “prohibición de la prostitución” o “penalización de los puteros”? ¿Censurando la producción y distribución de esas películas y persiguiendo a sus consumidores? En lugar de pedir tales medidas (concreción a la que casi nadie se atreve en público), la nueva ola antiporno se conforma con reivindicar a Andrea Dworkin y Catharine MacKinnon, que sí lo hicieron. En su libro La construcción sexual de la realidad, Raquel Osborne ofrece un amplio análisis sobre la propuesta que a partir de 1983 Dworkin y MacKinnon consiguieron sacar adelante en varios ayuntamientos estadounidenses, hasta que fue declarada inconstitucional cinco años después. Por resumir:
“El proyecto legislativo definía la presencia de la pornografía como un ataque a los derechos civiles de las mujeres, al considerarla un factor que promueve la desigualdad entre los sexos e impide la igualdad de oportunidades para las féminas. Mediante una nueva definición legal de pornografía, entendida como ‘subordinación sexual de las mujeres’, se establecían las bases para que las personas, fundamentalmente mujeres, pudieran realizar una denuncia ante los tribunales civiles. Para ello debían sentirse ofendidas por la pornografía y su queja debía cuadrar con alguno de los apartados previstos por la ley. Si prosperaban las denuncias, se tomarían medidas de tipo pecuniario o de censura contra el material denunciado”.[4]
Aunque feministas tan diferentes como Kate Millett, Betty Friedan, Vivian Gornick o Gayle Rubin firmaron en contra de esta estrategia censora, a ella se sumó buena parte del feminismo, así como sectores conservadores que vieron la oportunidad de dar nuevos bríos a su puritanismo. Cabría esperar en este punto cierto rechazo (o cautela, al menos) por parte de Dworkin y MacKinnon. Sin embargo, ocurrió justo lo contrario:
“Todo este proceso culminó con el apoyo prestado por el feminismo antipornografía a la Comisión Meese, convocada por Reagan para suprimir en lo posible la pornografía. Catharine MacKinnon declaraba, en un mitin ante la sede del grupo feminista Mujeres contra la pornografía (Women Against Pornography) de Nueva York, que ‘las mujeres han convencido a un organismo de gobierno de alcance nacional de una verdad con la que ellas estaban familiarizadas hace tiempo: la pornografía inflige un daño a las mujeres y a los niños’. De similar forma se expresaba Andrea Dworkin cuando afirmaba que Reagan ‘está dando respuesta a un movimiento masivo en este país, centrado en los efectos perjudiciales de la pornografía en las mujeres’. Dworkin explicaba de esta manera la confluencia feminista con la derecha: ‘Cuando las mujeres sufren una violación no se les pregunta de entrada si son demócratas o republicanas’”.[5]
Es comprensible que la liga antiporno se abstenga de contar esta parte de la historia, que incluye tiendas 7-Eleven retirando ejemplares no solo de Playboy sino también de Cosmopolitan, y la censura de artistas como Robert Mapplethorpe o Andrés Serrano.
Hay que decir que parte del argumentario antiporno es razonable. Por ejemplo, poner el foco en los abusos sufridos por las trabajadoras de una industria multimillonaria es muy necesario, ocurran en el rodaje de Garganta profunda o de El último tango en París.Combatirlos compete al sindicalismo y, llegado el caso, a la policía; no creo que esto plantee dilema moral alguno. Otros aspectos, sí. Afrontemos sin rodeos el más certero de sus diagnósticos: es indiscutible que la pornografía tiene una influencia creciente en la educación sexual de niños y adolescentes, influencia desastrosa en muchos sentidos (sin perjuicio de lo positivo de otros, que no trataré aquí), especialmente para las chicas. Aunque no conozco estudios que demuestren esta relación directa, quienes pensamos que la ficción está moldeándonos todo el rato no los necesitamos: estamos convencidos de que el porno hegemónico, claramente machista, racista y cada vez más brutal, también lo hace. Cuando en la prehistoria de todo este asunto (1967) Susan Sontag reflexionaba sobre ello, lo hacía en términos bastante ponderados:
“¿Qué cabe decir, empero, a las muchas personas sensatas y sensibles que consideran deprimente el hecho de que en los últimos años se haya puesto al alcance de los muy jóvenes toda una biblioteca de materiales de lectura pornográficos, en ediciones de bolsillo? Probablemente cabe decirles lo siguiente: que su preocupación está justificada, aunque tal vez sea desproporcionada”.[6]
Un poco como cuando te gustan las películas de Leni Riefenstahl o los uniformes de las SS (“perversiones” sobre las que Sontag también escribió con lucidez en su famoso ‘Fascinante fascismo’), la afición al porno exige cierta responsabilidad. Si no el clásico autocontrol, sí un tipo peculiar de autoconciencia, de la que uno tampoco debería creerse poseedor único para no abonar, en palabras de Sontag, la “crónica desconfianza recíproca ante las aptitudes de nuestro prójimo”[7]. Tan castradora es la enmienda total a la pornografía como deshonesto abrazarla escamoteando las miserias que su relato promueve. Pero si uno cree saber manejarse con el porno (o con Leni Riefenstahl), es justo pensar que el resto de los adultos también puede. Y conviene advertir algo más: sí, el cine porno te hace concebir el sexo de una manera machista y misógina, aunque de un modo equivalente a como el resto del cine te hace concebir todo lo demás de una manera machista y misógina. No parece que el camino pase por purgar nuestra cultura de unas y otras ficciones audiovisuales, sino más bien por tratar de hacer las películas (sean del tipo que sea) de otra forma.
Sin embargo, otro conocido mantra antipornografía intenta salvar las acusaciones de censura asegurando que el porno nada tiene que ver con la ficción: en realidad es la realidad, leemos a menudo, como si la pipa que Magritte pintó sobre la frase “Esto no es una pipa” cobrase vida y gritase ofendida “¡Sí lo soy!”. Un típico artículo antiporno lo deja claro:
“Lo real es condición sine qua non para la ejecución y eficacia de la fantasía. La fantasía del espectador tiene que depositarse sobre hechos reales filmados y expuestos y contemplados. Lo cierto es que en el porno nada es fantasía, todo es real, si diez tipos eyaculan en la boca de una chica las diez eyaculaciones son reales, la chica se las traga, tiene arcadas, le entran en los ojos, y todo es real”.[8]
Creo que negarse a aceptar el estatus de ficción del porno, por muy “neorrealista” o “warholiano” que sea cada vez más, es justo lo que impide abordar el meollo del asunto, y me temo que la insistencia en utilizar “porno y prostitución” como un binomio indisoluble (a lo cual son proclives también notorias personalidades del bando prosex[9]) abona una confusión de categorías que va a terminar dejándonos en fuera de juego. Porque, ¿qué se podrá alegar cuando, gracias a un perfeccionamiento irreversible, imágenes totalmente generadas por ordenador estén en condiciones de sustituir a actrices, iluminaciones y localizaciones reales? ¿Qué ocurrirá cuando animar una escena de sexo gracias a un software accesible resulte más barato y menos problemático que rodarla con personas? Lo que ocurrirá, si nadie se ocupa hoy de darle una vuelta al porno, es que seguiremos viendo el mismo tipo de escenas creadas para excitar a los mismos (hombres) y humillar a las mismas (mujeres). Ocurrirán muchas más cosas, pero la que me interesa destacar entre todas es que ya nadie podrá afirmar que el porno es mera prostitución (o violación) filmada. Ojo, a una escala menor ya está pasando: en internet hay disponible una gran variedad de material pornográfico fabricado de este modo. Y aunque tales simulaciones no cuentan con los recursos de la industria de los videojuegos ni tienen aún la calidad de recreaciones como las recientes de Peter Cushing, Carrie Fisher o Sean Young en el cine, su sostenido refinamiento y profusión están a la vista de cualquiera. Solo alguien totalmente ajeno al sentido del ridículo se atrevería a defender que estos sofisticados dibujos animados son la realidad.
El porno siempre ha parecido más real que el western o el cine negro, pero en líneas generales está tan trufado de mecanismos ficcionales como cualquier género, empezando, como recordaba Sontag, por “[l]a circunstancia archiconocida de que la mayoría de los hombres y las mujeres carecen de la destreza sexual que la pornografía atribuye a sus personajes […] la variedad y viabilidad de las potencias sexuales, y la magnitud de la energía sexual”.[10] En el porno también hay puesta en escena, interpretación y montaje. Por supuesto, hasta la narrativa más simple se mueve en una frontera, y ni siquiera los intentos de reducir el porno a un subtipo atroz de cine documental consiguen aclarar las cosas; de hecho las complica todavía más al dar por supuesto que un documental es la realidad. Yo también creo que en el porno los límites entre lo real y lo simulado están desdibujados como en ningún otro lugar (y por eso me parece un objeto de análisis privilegiado). Pero para captar la condición ambigua de las eyaculaciones en la boca citadas más arriba basta con pensar en las lágrimas derramadas por una actriz en cualquier melodrama, en el escupitajo de un actor a otro en una de gángsters o en las caídas del caballo que el doble de John Wayne sufría “realmente”.
Con todo, tal ambigüedad desaparecerá de un plumazo cuando no haya carne por ningún lado: solo píxeles (o trazos de tinta). Al enfrentarnos a la pura ficción nos damos cuenta de que proclamas como “No se trata de salvar el porno (por mi parte ¡que se joda el porno!) pero sí de plantear sus límites”[11] o “el porno no debe cambiar, sino desaparecer”[12] son una completa pérdida de tiempo. Quienes persisten en negar la posibilidad de un porno feminista y en atizarle a las pocas directoras y productoras que quieren derribar los clichés heteropatriarcales que imperan en su oficio parecen ignorar el hecho de que estas pioneras siguen la misma estrategia elegida por las que cambiaron y siguen cambiando el resto de expresiones audiovisuales. Profesionales de mayor o menor sensibilidad feminista que, lejos de renunciar a la salvación del cine o de la televisión o de internet, apuestan por escribir y dirigir unos contenidos que respondan a sus necesidades, inquietudes y deseos. Me parece que todas merecen nuestro reconocimiento. Gracias a ellas, y a las que vendrán, es muy probable que, en la secuela de Gilda hecha por ordenador, Glenn Ford no vuelva a abofetear a Rita Hayworth. Pero si lo hace hay que estar preparados. Conviene que para entonces todo el mundo tenga clara la diferencia entre unos príncipes follando en su casa y un dibujante satírico imaginándolo en la suya. Entre una pipa y su representación gráfica.
Sospecho que hablar sobre ello también daría sus buenos frutos. Es importante que a todos nos adviertan cuanto antes de que no podemos volar como Superman en las películas, o que no debemos violar como es habitual en las fantasías del porno hegemónico. Lo explicaba la directora de cine porno Erika Lust haciendo gala de una lógica aplastante:
“Tenemos que hablar con los jóvenes sobre el sexo, sobre el porno, y sobre los efectos que tiene. No es algo distinto a otros aspectos de la edad: cuando mis hijas tengan edad para salir de noche e ir a discotecas, tendré que hablarles sobre el consumo de alcohol, sobre el tabaco, sobre las drogas. Ahora que van a la escuela, les tengo que hablar sobre las dietas, el bullying. También sobre el sexting, porque no solo hay nuevas maneras de acceder al porno, sino de hacer porno, con riesgos muy importantes, porque ni siquiera saben que filmar a menores en un acto sexual es delito. No podemos ignorar esta nueva situación”.[13]
Cabe preguntarse cuánta gente está dispuesta a mantener estas conversaciones con sus hijas e hijos, y también cuántos de quienes no tienen ni una palabra para alentar un porno distinto, consumen el realmente existente. Hasta que no aceptemos que el deseo nos constituye con sus (nuestras) contradicciones, la batalla la seguirán ganando los de siempre: quienes la dan donde el juego sucede. Por ir un poco más lejos: ¿Qué diremos cuando las muñecas hiperrealistas y luego los robots sexuales y después las simulaciones virtuales sean la opción segura y barata de puteros y violadores? Cambiar el porno es imprescindible porque también lo es un sexo diferente. Un buen comienzo sería, más allá de fantasías digitales sobre el futuro sexual de la humanidad, asumir que todos somos consumidores de porno virtual en su versión más refinada, y que lo hemos sido siempre gracias al mejor software conocido hasta la fecha, idiosincrásico (hasta cierto punto) y relativamente controlable (aunque nunca del todo): nuestra imaginación.
Bibliografía
[1] Vladimir Nabokov, Lolita, traducción de Francesc Roca (Anagrama, Barcelona, 2002 [1955]), p. 62
[2]“La Audiencia prohíbe la venta del último número de ‘El Jueves’ por un presunto delito de injurias a la Corona”, en El País (20 de julio de 2007), https://elpais.com/elpais/2007/07/20/actualidad/1184919431_850215.html
“El juez declara culpables de injurias al Heredero a los autores de la viñeta”, en El Mundo (14 de noviembre de 2007), https://www.elmundo.es/elmundo/2007/11/13/comunicacion/1194917911.html
[3]“La prostitución, la pornografía y los vientres de alquiler son formas brutales de abuso sexual y violencia que se ejerce contra mujeres y niñas; por ello las mujeres feministas unimos nuestras voces para denunciar la impunidad de los agresores y la falta de compromiso de los Gobiernos para abolir estas prácticas que reproducen la desigualdad y la violencia”, en Manifiesto contra la Mercantilización del Cuerpo de las Mujeres (septiembre de 2018), https://contralamercantilizaciondelcuerpodelasmujeres.com/manifiesto-internacional-castellano/
[4]Raquel Osborne, La construcción sexual de la realidad (Cátedra, Madrid, 1993), p. 246
[5]Ibíd., p. 263
[6]Susan Sontag, ‘La imaginación pornográfica’, en Estilos radicales (Taurus Bolsillo, Madrid, 1997 [1969]), págs. 106-107
[7]Ibíd., p. 108
[8]Gabriel Núñez, ‘El porno feroz. La misoginia como espectáculo’, en El estado mental (junio de 2016), https://elestadomental.com/diario/el-porno-feroz
[9]La actriz porno Amarna Miller (cuyas reivindicaciones laborales son, por otra parte, muy sensatas) es una de sus voces más publicitadas: “[E]stán en contra de la prostitución, de la pornografía, pero por otra parte la usan para masturbarse o encontrar un placer sexual. […] Si realmente miramos nuestro trabajo de forma objetiva, lo que realmente estamos haciendo es un intercambio de servicios, que en este caso incluye sexo, y ya está, eso es todo, no hay que darle más importancia. […] Yo no estoy vendiendo mi cuerpo, mi cuerpo no lo puede comprar nadie, porque es mío, yo lo que hago es ofrecer ciertos servicios, en este caso sexuales, a cambio de dinero”, entrevista de Ana Casado en Punch Magazine (marzo de 2017), https://magazinepunch.com/2017/03/20/amarna-miller/
[10]Susan Sontag, Op. cit., p. 72
[11]Gabriel Núñez, Op. cit. https://elestadomental.com/diario/el-porno-feroz
[12]David P. Aragó, ‘4 razones por las que el porno no debe cambiar, sino desaparecer’, en Protestante Digital (septiembre de 2018), https://protestantedigital.com/blogs/45576/4_razones_por_las_que_el_porno_no_tiene_que_cambiar_sino_desaparecer
[13]“Erika Lust: Los adultos tenemos que atrevernos a hablar de porno con nuestros hijos”, entrevista de Javier Blánquez en Papel (julio de 2018), https://www.elmundo.es/papel/lideres/2018/07/06/5b3dffaf46163f471c8b4583.html