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Por qué importa Jesús Silva-Herzog Márquez

Importa leer a Chucho Silva-Herzog Márquez por las mismas razones por las cuales importaba —y naturalmente, sigue importando— leer a George Orwell y a Christopher Hitchens: esta tríada no busca crear la gran obra, aunque la logre y la alcance sin proponérselo. O para decirlo con una cita de Adolfo Bioy Casares que siempre cae redonda cuando se habla de la inmortalidad de lo perecedero —en referencia, por cierto, a otro eminente boxeador de la prosa, el inglés William Hazlitt: “Hay obras que siguen un patético destino de infelicidad. Lo que un hombre trabajó con su más lúcido fervor se marchita, como calcinado por una secreta voluntad de morir, y lo que como en un juego, o para cumplir con un compromiso perdura, como si la creación despreocupada comunicara un hálito inmortal.”

En el caso de Chucho Silva-Herzog, a diferencia de las decenas de “columnistas” que ocupan, con su histeria o moralina, la casi totalidad de los diarios mexicanos —se sabe que en México las noticias no las generan los reporteros, inexistentes y degradados afanadores, sino los “líderes de opinión”: académicos poco imaginativos que se quedaron sin tema de investigación, supinos presentadores de noticias en radio y televisión, escritores atormentados, ex funcionarios, ex esto y ex aquello rellenan las planas del más modesto periódico—; en el caso de Chucho, decía, ese compromiso del que habla Bioy ocurre cada lunes y miércoles en el diario Reforma, donde el ensayista no elude el fervor con el que se discute la cosa pública en México, si bien el lector de Chucho siempre encuentra argumentos, ideas, reflexión, lo cual lo aparta del consabido griterío, el chisme, la filtración, el inútil e inofensivo comentario al escándalo político más reciente, sobado hasta el fastidio por el mismo ejército de voces que disparan sin ton ni son y cuya lectura, a estas alturas, se ha vuelto una franca perdida de tiempo.

Después de haber dicho lo anterior, sería ridículo de mi parte aspirar a algún tipo de popularidad entre esas y otras huestes, no por dizque cultas menos enajenadas. Es que es un tipo recalcitrante que reparte odioso, un psicópata, un tal por cual, me reclaman los Popes en las redes sociales. Y pues sí, prefiero ser odioso que mendigar tres gramos de notoriedad ganada a punta de repetir las mismas babosadas y lugares comunes, machacar las mismas bromas y fungir como bufón y merolico de la corte mediática.

Tengo la fortuna de conocer, desde años, en algunos casos ya toda una vida, a algunos escritores que logran el milagro, que alcanzan el hálito inmortal del que habla Bioy Casares, cuando convierten el artículo de opinión en ensayos perdurables. Uno de ellos, Sergio González Rodríguez, partió de súbito al país del cual no hay retorno hace ya algún tiempo. En fin, no creo ser la única persona que identifica en los artículos de Chucho el famoso hálito inmortal. Lean, si no, este fragmento publicado hace una eternidad, apenas el lunes pasado, 4 de octubre de este 2021, acerca del retiro político de Angela Merkel:

En ningún momento encalló en la grandilocuencia. No tuvo bosquejo de futuro a mediano plazo. Ningún discurso suyo llegará a las antologías de la elocuencia. Manejó el coche como quien atraviesa una niebla muy espesa. En esa carretera impenetrable es imposible ver lo que hay detrás de lo inmediato: hay que conducir despacio y con enorme cautela. No hay prisa, pero hay peligro. Gobierno pragmático y, en muchos sentidos, oportunista; gobierno discreto y eficaz que no se distrajo en balandronadas ni distracciones. Un gobierno que hizo la tarea con disciplina y rigor.

El político británico Enoch Powell llegó a decir que todas las vidas políticas terminan en fracaso. Esa era su naturaleza: quienes ascienden a posiciones de poder se desploman tarde o temprano. Los acaba el escándalo o la derrota. A menos de que su vida termine intempestivamente en una coyuntura feliz, el político termina solo y abominado. Angela Merkel escapó de ese destino. Dejó el poder por voluntad propia, cobijada más que por simpatías, por respeto. Aún en tiempo de los patanes, la decencia es posible.

Con la sensatez —y la decencia, también, entendida esta como la ausencia total de la pútrida, acomodaticia,  manipuladora y secular mojigatería, una mezcla siniestra, muy mexicana— con la que acostumbra dirigirse a sus lectores, Jesús Silva-Herzog, entra, quizá sin saberlo, en una cósmica y polémica conversación a través de las épocas con Adolfo Bioy Casares cuando escribe, en el prólogo a su novísimo libro La casa de la contradicción (Taurus), esto que reproduzco aquí —que me sea perdonada no la vanidad, sino la extensión de la cita:

He sido muy renuente a encerrar mis apuntes de circunstancia en las tapas de un libro. Creo que su valor, si alguno tienen, se expresa mejor en el papel desechable del periódico o en la fugacidad de su aparición en la pantalla del teléfono. Decía el gran ensayista español Gregorio Marañón que la prensa era el peor enemigo del libro, Que los artículos periodísticos habían sido nefastos para la cultura porque habían matado el germen de grandes libros. Tiendo a pensar lo contrario. Qué benéfica ecología es la del olvidable artículo periodístico que se lee y se desecha. Qué sensata la orgánica transformación de esos reparos de ocasión en composta. He creído (y con eso he justificado mi desidia) que el artículo que se escribe por reflejo captura de mejor manera una forma de la crítica que no aspira al sistema, que no busca coherencia y que pinta, con brochazos que van corrigiéndose o enfatizándose, el paisaje del presente. Espero que el escritor del libro no traicione al redactor de artículos. Que respete la incoherencia y la vacilación que nos protegen del dogma y que preserve también los chicotes de la indignación.

Sobran ejemplos para afirmar qué tan equivocado estaba el señor Marañón. Solamente en idioma español, la fugacidad del periódico no opacó la genialidad de Alfonso Reyes, Josep Pla, Ortega y Gasset, el propio Borges, Octavio Paz, Daniel Cosío Villegas, Jorge Ibargüengoitia, Gabriel Zaid, Eliseo Alberto, Sergio González Rodríguez, Juan Villoro, Leila Guerriero, Javier Cercas y una larguísimo etcétera sobre el cual no acumulo más nombres para no correr el riesgo de que se caiga otra vez el Facebook —juro que no faltarían fanáticos e inquisidores que me culparían de ello—y de paso este artículo que intento escribir.

Resulta difícil, si no es que imposible, condensar aquí un libro a la vez claro, básico por sus premisas primordiales, y a la vez tan complejo, casi inasible como el tema que trata: la democracia, esa casa del vacío y del perenne desacuerdo en un imposible acuerdo básico, y que los mexicanos han sido incapaces de habitar como miembros de la misma especie. Yo diría que no sólo por el desprecio por lo que Silva-Herzog llama, con tino metafórico impecable, la “arquitectura de contraposiciones” necesaria e inherente a la democracia, a la vida democrática en el sentido más amplio en que el propio Chucho indaga en las páginas de La casa de la contradicción, sino además por la obligada indignidad en que sobreviven millones de mexicanos y la natural indignidad con que las élites, lo mismo da políticas que empresariales, se reparten el botín, todos los días de todas las semanas de todos los años de todos los sexenios. La indignidad compartida, a ratos por porciones iguales, entre súbditos y amos.

No soy un especialista, pero ni los antiguos griegos nacieron hechos unos adultos demócratas. Lejos de ello. La democracia, insiste en ello Silva-Herzog Márquez, “sea como esperanza o como amenaza, ese afán por dar vida a una voluntad desatada e impetuosa de la comunidad, ese anhelo de sacralidad palpita en el imaginario democrático.”

La democracia poco o nada tiene de sacra. Es, de hecho, como lo recuerda Chucho en su meticulosa lectura de Tocqueville, la cosa más antipoética del mundo, entrar a una sucursal de McDonald’s, ver la misma película aburrida al amparo del domingo, el día por definición más tedioso de la semana. Vivir en democracia, vivir democráticamente, es lo contrario del continuo estado de excitación, de euforia redentorista y fundacional que prometen los demagogos.

Diré otra obviedad: históricamente los regímenes democráticos no han estado exentos de abusos y bellaquerías del más bajo nivel. A diferencia de muchos escritores guiados por la más resbaladiza intuición, o peor aún, por el corsé de sus estudios literarios, pertenezco a una generación que todavía alcanzó a recibir la sugerencia, en verdad más bien una orden a cumplir, típica de dos personajes que desconfiaban discretamente de la democracia en estos pagos: don Rafael Segovia y Alejandro Rossi. Obligado para ambos era que uno leyera a sir Lewis Namier, el minucioso historiador de la corrupción rampante entre los miembros del Parlamento inglés, suerte de caciques de los que entonces, en el siglo XVIII, se llamaban “burgos podridos.”

“El siglo XXI —escribe Chucho— ha sido para México una transición a la barbarie.” No sé, tampoco creo que importe demasiado, qué tan de acuerdo estoy con esto. Lo cierto es que, habiendo alcanzado una cincuentena de años, me parece que jamás hemos dejado de habitar un inmenso burgo podrido. Sin duda ha habido momentos álgidos, mucha historia, muchos parteaguas, carreteras, infraestructuras, acuerdos comerciales, la economía no sé qué lugar del mundo, pero este país no se ha movido ni un ápice del mismo sitio en al menos cincuenta años. Mucha pirotecnia y un océano de discursos y movilizaciones sociales, pero aquí nomás no palpita el imaginario democrático. Vean ustedes nada más como se trata a las comunidades indígenas, un registro puntual que lleva Juan Villoro en el mismo diario en el que publica Jesús.

¿Qué transición es identificable, cómo medimos el camino recorrido, cuando a la hora en que Silva-Herzog hace un breve pero conciso repaso histórico, surgen nombres como el de Manuel Camacho o peor aún, un tipo tan olvidable como Manuel Aguilar Mora? ¿En verdad estos personajes contribuyeron a construir una casa común, o más bien a construirse sus propias casas? Sí, así de burdo y así de burdos. Es fama que formaron a los cuadros políticos que hoy ocupan altos cargos públicos y ahora se despachan, porque ya les tocaba, sin el menor pudor, aquello que provee el poder político en México. Resulta, otra vez, indignante, atestiguar cómo miembros de mi generación y otras más jóvenes voltean a ver a los mandamases en turno con absoluta admiración, con indigna sumisión: ellas y ellos también quieren un pedacito del pastel, despellejar a gusto, incluso con orgullo y un extraño sentido de la oportunidad, el cargo caído del cielo. La clase de genio mental e intelectual que se dice y repite a sí misma: mientras a mi me vaya bien, que vaya y chingue a su madre el o la de a lado.

Si algo habita esta casa llamada México —estoy siendo muy generoso al llamar “casa” a un lumpanar que ha expulsado a millones y millones de gente, mientras sus políticos, sus opinadores, sus empresarios se forran a manos llenas— es la creencia, testaruda, imposible de erradicar y hasta festiva lo mismo arriba, en medio que abajo, en la desigualdad no sólo económica y social, sino diríase, con cierta pedantería, ontológica hasta los huesos. Para decirlo con un muy popular dicho mexicano que suele aplicarse lo mismo como celebración que como admonición: “no todos somos iguales”.

Vaya condena más idiota y salvaje, peor que la corrupción, la inseguridad, la falta de empleos, la ausencia de la dignidad misma: no ser iguales.

Este tipo de desigualdad implica necesariamente la carencia, casi metafísica, de la mínima capacidad de autocrítica. Y mucha, demasiada autocomplacencia. Como el buen ensayista que es, si bien reticente precisamente porque sabe que el famoso «suelo parejo para todos» en México es un lugar que nadie quiere alcanzar, al contrario, el chiste es explotar la montaña, la minita de oro, Chucho Silva-Herzog no tiene problema alguno en mirarse al espejo y llevar a cabo el tipo de examen que nadie hace por gusto: la autocrítica, algo tan escaso en la “cultura” mexicana como los inviernos colmados de tormentas de nieve en pleno altiplano.

Hablo de la misma cultura nacional refractaria a llamar a las cosas por su nombre y preferir, en lugar de ir a la raíz, perderse y perder el tiempo entre las frondosas ramas de árboles que no dan fruto, si acaso un triste y monótono espectáculo. En la prosa y pensamiento de Chucho —¿no son ambas una y la misma cosa?— es identificable la pulsión no sólo autocrítica, sino también una puntual, inquisitiva, forma de pensar; una especie de barrenadora que logra penetrar en la lógica, por desquiciada que esta sea, de trasuntos tales como el autoritarismo y el populismo. Me recuerda, no podía ser de otra manera, a la forma de pensar y escribir del liberal por excelencia, sir Isaiah Berlin, cuya lectura no creo que esté muy de moda, ni siquiera en su hogar intelectual, Oxford.

Un apunte personal: hace algunos meses me deshice de algo así como dos terceras partes de mi biblioteca. En su momento, le escribí a Chucho ofreciéndole los cuatro tomazos de la correspondencia de Isaiah Berlin, completa y anotada por Henry Hardy. En su momento me respondió: gracias, pero adquirí los cuatro tomos conforme fueron saliendo.

Chucho es capaz de poner en entredicho su propio credo, que no dogma, y auscultar el cuerpo populista y lo que este logra ofrecer, a falta de una respuesta efectiva por parte del “artefacto liberal”: “Si el populismo emerge es porque los cauces institucionales bloquean una y otra vez las exigencias colectivas. El mecanismo pluralista debe ofrecer, en principio, una respuesta más o menos ágil por parte del poder a las demandas sociales. Ofrece escuchar y atender. Reparar el alumbrado, dar seguridad en las calles, facilitar el transporte público. A las demandas, respuesta. Pues bien, el populismo exhibe la nulidad efectiva de ese mecanismo. Al reclamo, sordera; a la petición, silencio.”

Según mis cuentas, el populismo, con excepción de sus pocos e impresentables clientes políticos y empresariales, tampoco está rindiendo las debidas respuestas. Como circuló ante los ojos de todo el mundo, un tren metropolitano se vino abajo, la tragedia se cobró veintiséis vidas y las cosas como si nada. Nadie investigado y, lo he visto tal como cualquiera puede hacerlo, el señorito secretario de Movilidad de la ahora llamada Ciudad de México, miembro de la más rancia élite del país, dispuso una flotilla de autobuses como servicio de apoyo o emergencia para que el populacho que utilizaba la línea de Metro ahora deshabilitada, pueda desplazarse apretujada en calidad de sardinas humanas. Bravo, hay que aplaudirle su «humanismo», ese terminajo repetido hasta el cansancio sin tomarse un minuto para conocer su etimología. Ser humanista no equivale a ser muy buena gente y tener las mejores intenciones, sino que se refiere al estudio sistemático de las culturas griega y roma que tienen como centro de atención al ser humano y el canon creado por este en torno a la cultura, la ciencia, la sociedad, la filosofía, y el arte. Y ahí van declarando en radio y televisión, publicando en diarios que reciben fondos públicos, los tarados mandamases, acerca del tal o cual humanismo de sus yerros políticos.

En otras palabras, con excepción de los dotados con un cargo o un contrato público, la alternativa a la democracia liberal tampoco le resuelve la vida a nadie.

No estoy discrepando con Chucho, al contrario: no me gusta sentirme solo, lo acompaño en este retorno a la barbarie, en esta inmersión a fondo en el burgo podrido.

Hace años caí redondito en la el futuro de ilusión. No me justifico, me hallaba fuera de México, la gesta del actual mandamás me parecía digna de ser atendida y hasta respaldada. No emití mi voto pero sí mi opinión a favor en un diario de circulación global, que se volvió viral en un pequeñito gremio lamentable. No pude escuchar, como sí lo hizo Jesús Silva-Herzog Márquez, las gravísimas claves que se cernían sobre los cielos mexicanos. Respondí con ardor antes que con inteligencia.

Hoy, habiendo experimentado continuas y quizá merecidas sacudidas —vil recurso argumentativo: nadie se merece nada—, indignado ante la falta de dignidad de un país que es y no es una nación, leo La casa de la contradicción de Chucho en busca de mis propias contradicciones, y releo con otros —y los mismos ojos— un célebre poema de Octavio Paz:

El bien, quisimos el bien:

                                               enderezar al mundo.

No nos faltó entereza:

                                               nos faltó humildad.

Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia […]

Enredo circular:

                                    todos hemos sido,

en el Gran Teatro del Inmundo,

jueces, verdugos, víctimas, testigos,

                                                           todos

hemos levantado falso testimonio

                                                           contra los otros

y contra nosotros mismos.

                                               Y lo más vil: fuimos

el público que aplaude y bosteza en su butaca.

Así sea, Octavio. Hay quienes saben que han levantado falso y manipulado testimonio en su rol de ex bufones de la corte política, ahora payasos a disposición de la corte mediática. Bien por ellos. Sigue o debería seguir otra hora, como lo argumentas en tu libro, Chucho: la de sentirse incómodos jugando el torpe papel de los simuladores de uno y otro bando; levantarse, ya pues, de la atrofiada y pestilente butaca plantada a mitad de la casa escindida.

 

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