En Estados Unidos la preocupación lleva mucho tiempo (varios trimestres) sobre la mesa: el ciclo de crecimiento está siendo demasiado largo y en cualquier momento puede llegar la desaceleración e incluso la recesión. Las bajadas de impuestos de Trump pueden alargar un poco más el periodo expansivo, pero quizás a costa de un aterrizaje más brusco a continuación si ello implica que los tipos de interés tienen que subir más y más rápido de lo previsto, o los costes de financiación, fruto de la mayor necesidad que tendrá el Tesoro americano de realizar emisiones para cubrir un creciente déficit. Precisamente de esto ha alertado recientemente el Fondo Monetario Internacional, del riesgo de que unas economías muy endeudadas, con todos sus agentes, tanto públicos como privados, se tengan que enfrentar a unos costes de financiación más elevados y que ello derive en una crisis. Si en Estados Unidos el temor está en que se encuentre ya en el pico del ciclo alcista y lo que queda a partir de ahora es comenzar a descender, también en Europa han empezado a publicarse datos en las últimas semanas que dan muestra de una desaceleración mayor de la que se esperaba después del excelente (en términos macro) año pasado.
El modo en que se ha gestionado la pasada crisis ha dejado a la sociedad más débil y mucho más vulnerable a un eventual futuro bache económico. Y ello, por varias razones.
En primer lugar, nos encontramos con que la gobernanza europea no ha cambiado suficientemente para blindarse (o procurarlo) contra crisis financieras compartiendo riesgos, compensando los déficits o necesidad de financiación que presentan muchos países (no sólo por el desequilibrio entre ingresos y gastos de los Estados, sino también porque con los recursos internos de algunos países, por su estructura productiva, por ejemplo, no se pueden cubrir necesidades de gasto o inversión de agentes tanto públicos como privados) con los excesos de otros (como el excedente de ahorro de Alemania, por el superávit de su cuenta corriente). Los eurobonos serían un modo de mutualizar las deudas de los diferentes países de la Unión Monetaria y supondrían una vacuna contra el incremento de las primas de riesgo que vimos en los primeros años de esta década de los países más débiles porque, cuando vienen peor dadas, el dinero busca seguridad (prestar a quien casi no lo necesita, como Alemania) y huye de donde es esencial hasta para los gastos corrientes.
Los eurobonos serían un modo de reequilibrar una zona euro llena de desequilibrios, uno de los más importantes es el descrito: la existencia de países con recursos sobrantes y la de otros con déficits de financiación.
Aunque la mutualización de las deudas no debería implicar que no se luche contra el fondo de esos desequilibrios en la UE que pueden ser fruto de una premeditada división del trabajo en su seno según intereses de sus socios fundadores, muy en especial de Alemania. Hay que trabajar por el cambio en las estructuras productivas de los países más dependientes, de los países situados en una posición subordinada en el orden económico europeo, cuestión que explica en gran medida su mayor paro estructural, su productividad más baja y su mayor vulnerabilidad cuando vienen mal dadas.
El Gobierno español ha renunciado a reivindicar los eurobonos y ha optado, en sintonía con los deseos Alemania y los países más ortodoxos de la zona euro, entre los que se incluyen nórdicos como Finlandia, por pedir la reducción de la asunción de riesgos financieros, es decir, por bajar el tamaño, medido en gasto (y, por tanto, también de ingresos), del Estado. Y ha fiado la reforma de la estructura productiva del Estado a la devaluación salarial que permite, como destaca este gráfico de Financial Times, mejorar la posición competitiva de las exportaciones, sin que ello logre que el consumo interno, ni público ni privado, recupere sus niveles de aportación al PIB previos a la crisis.
A la inexistencia un esquema de protección solidario paneuropeo y a la victoria de las tesis ordoliberales hay que sumar un factor más que puede hacer peor la crisis que podría quedar por delante. Es sabido que el Banco Central Europeo de Jean-Claude Trichet erró subiendo los tipos de interés en plena crisis. También se le reprocha su ortodoxia, sólo rota a partir de la llegada de Mario Draghi al frente del Eurobanco, que logró imponer su criterio para imitar lo que su homólogo estadounidense llevaba haciendo desde años atrás: intervernir, comprando, en el mercado de bonos tanto público como privado. El retraso en su actuación, que tuvo lugar ya muy avanzada la crisis, ocasiona también que, de llegar pronto otro shock financiero, no tendría instrumentos para estimular la economía: todavía está comprando deuda y los tipos de interés están aún en el 0%. La política monetaria europea tendría aún menos margen de maniobra que la americana, porque esta última ya ha emprendido el camino de la normalización y el endurecimiento.
Una sociedad más vulnerable
Pero posiblemente lo descrito hasta el momento no sea lo más preocupante de todo. Lo peor es que una nueva crisis pillaría a la sociedad en una situación mucho más vulnerable que la que estallaba en 2007-2008. Porque la recuperación económica, además de ser relativamente corta, ha exacerbado, en unos casos, y no ha resuelto, en otros, los problemas previos que tenía un país como España, como la desigualdad y la pobreza, debido a la política económica desarrollada que ha devaluado salarios y reducido la red de seguridad que ofrece un siempre deficiente (por fijarse en su protección a las personas en función de su participación en el mercado de trabajo) Estado de Bienestar.
Unos cuantos datos: la tasa de paro en España en 2007 era del 8,2%, frente al algo más del 16% actual. En 2007 el 5,3% de los niños y adolescentes entre 0 y 17 años vivían en hogares con todos sus adultos en paro; en 2017, el 9,8%. En 2007, el 10,2% de los trabajadores mayores de 18 años estaban en riesgo de pobreza; en 2016, último año del que hay registros, el 13,1%.
En 2007, 8,783 millones de personas vivían en España en riesgo de pobreza, es decir, con ingresos por debajo del 60% de la renta mediana; en el año 2016, eran 10,269 millones. Con ingresos por debajo del 40% de la mediana, en mayor riesgo de pobreza, por tanto, había 3,542 millones de personas en España en 2007, cifra que en 2016 alcanzaba los 4,917 millones.
En 2007, el 27,1% de los menores de 18 años estaban en riesgo de pobreza, frente al actual 29,7%. Entre los menores de 18 años cuyos padres tienen estudios por debajo de los primarios, primarios o la educación secundaria sin completar, la tasa de pobreza se encontraba en 2007 en el 40,7%, y en 2016 había escalado hasta el 59,5%.
La próxima crisis, de arrancar inmediatamente, va a pillar a un mayor volumen de población en situación de pobreza. Y también a un país que es más desigual que antes de la crisis. La desigualdad en España medida por el índice Gini estaba en los 31,9 puntos; en 2016 se encontraba en los 34,5.
Si medimos la desigualdad con el índice 80/20, es decir, el que compara la renta del 20% que más gana con el 20% que menos ingresos recibe, nos encontramos con que el múltiplo ha pasado de las 5,5 veces (el 20% más rico tiene una renta que multiplica por 5,5 veces a la que recibe el 20% más pobre) hasta las 6,6 veces.
Es posible que advirtiendo de la cercanía de una próxima crisis pequemos de alarmistas. Si es así, los poderes públicos aún estarían a tiempo de reparar los daños que ha ocasionado la última recesión. Podrían ser incluso más ambiciosos, puesto que algunos datos de partida, sobre todo los de pobreza, no tendrían que ser admisibles en un país que presume de encontrarse entre las nueve, diez u once economías más importantes del mundo. Algunas cifras del “mejor momento” de la economía española dejan patente que una importante proporción de la población española vive en una crisis permanente y queda completamente al margen de cualquier recuperación. La amenaza de futuros shocks económicos también debería alertar a gobernantes y oposición de que es necesario engordar los colchones sociales anticrisis -como se les exige a los bancos- si no quieren que el número de personas que tienen una vida de continuas carencias siga incrementándose. Lo que de ninguna manera se puede hacer es fiar al solo crecimiento económico la solución de los problemas sociales. Entrando en el cuarto año con crecimientos del PIB del entorno del 3%, no se han resuelto las heridas de la crisis que dejamos atrás. Son las políticas públicas y las leyes las que redistribuyen, no el mercado.
Respecto a esto último tampoco hay muchas esperanzas: quienes, a tenor de las encuestas, se presumen como próximos gestores de la crisis que vendrá no parecen ser los que más sensibilidad social y redistributiva muestran.
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