Alguien me sugirió ese título para este rincón y lo acepté: era poco pretencioso y lo bastante provocador en estos tiempos como para resultarme atractivo. No hubiera sonado bien en nuestra lengua, en cambio, rotular algo así como “el eticista” por aquello de seguir la estela del diario neoyorkino. Toca, eso sí, justificarlo frente a las muchas miradas recelosas cuando no ofendidas ante tal nombre, y a esa justificación dedicaré esta primera columna. Imagino lo que anida en la crítica de los más suspicaces. Se acostumbra hoy tildar de moralista al individuo, más o menos sombrío, entregado a la tarea de condenar la conducta ajena para mejor resaltar la pureza de la propia. O al personaje que, amparado en dogmas de una u otra iglesia, dispone de la receta apropiada para amonestar a cada paso el comportamiento del vecino. En todo caso, al defensor de posturas intransigentes en materia de costumbres. Un aguafiestas o un suministrador de esa ominosa pócima llamada moralina… No es seguro que esté libre de tales tentaciones y habrá de precaverse contra ellas, desde luego, pero al moralista en el que pienso le adornan otros rasgos más definitorios.
Es moralista la persona a la que no le abandona la conciencia de constituir un ser moral. Es decir, que sabe cuánto debe a las mores, ya sean los hábitos que se ha ido labrando o las costumbres asumidas de su propio tiempo y lugar, y cuánto debe corregirlas. Pues le preocupa que tales hábitos personales o colectivos forjen en él un ethos o carácter próximo al ideal de ser humano que le anima. No le avergüenza hablar de virtud ni admirar a los virtuosos. Esto le distingue de la mayoría de tantos otros seres morales que se ignoran: que él quiere ser algo mejor cada día. Desea también que el mundo le facilite esa mejora, de tal modo que su perfeccionamiento individual sea a un tiempo resultado y condición del perfeccionamiento de su sociedad.
Más aún, o por eso mismo, moralista es quien antepone el punto de vista moral a todas las demás perspectivas. En los sucesos cotidianos, en la marcha de las instituciones sociales, en sus relaciones íntimas o profesionales, en las modas vigentes de cualquier especie…, en todo ello lo primero que tiende a detectar es la ganancia o pérdida para la vida humana -la que merece llamarse tal- que allí se produce. Y si no es lo primero, porque otros aspectos puedan encandilarle a primera vista, será al menos lo siguiente, pero esa mirada nunca habrá de faltarle. Con ella se esforzará en ponderar el valor de cada situación según la medida en que favorezcan la conciencia y la libertad de cada cual. Al fin y al cabo, ellas son el resumen de su dignidad, esa potencia que le distingue y le encumbra respecto de los demás seres.
Esa prioridad del punto de vista moral será asimismo la que le recuerde a cada momento su deuda con el prójimo, la responsabilidad que le ata a ese ser tan precario, la dependencia recíproca de sus felicidades. Gracias a esa percepción inmediata, no dejará de vislumbrar cuánto le separa de la vida buena y la ventaja que en ese camino le llevan los santos.
Pero el moralista se atreve a dar todavía un paso que escandaliza a la mayoría. Se atreve a proclamar que ese punto de vista moral no es uno más entre los múltiples puntos de vista asequibles a los hombres y que él elige éste como podía elegir cualquier otro. Proclama, al contrario, que el suyo en particular es superior a los demás porque le vuelve capaz de captar el valor más elevado. Si los valores establecen una jerarquía entre las acciones y personas conforme al modo y la cuantía en que éstas los plasman, ellos mismos se disponen entre sí según un orden jerárquico. Y el valor moral ocupa la cúspide. A su lado palidecen un tanto la verdad y la belleza, el carisma público y la santidad religiosa: el hombre moralmente bueno va por delante del sabio, del genio o del gran estadista.
Pues es el caso que la peculiaridad de los valores morales estriba en ser universalmente exigibles. Como explicara Protágoras, el resto de cualidades y destrezas se distribuye entre los humanos según cierta proporción ya sea por naturaleza o por azar, pues a la sociedad le basta eso para sobrevivir. Pero el “sentido moral” (el respeto y la justicia) debemos adquirirlo todos mediante arduo aprendizaje. Por contraste con las otras dotes, de ésta somos responsables y su carencia nos puede ser reprochada porque destruye la vida civil; en último término, porque impide la plenitud humana de los hombres. Así que un excelente carácter moral no pierde crédito por notorios que sean sus defectos desde otros ángulos de la excelencia; pero será imposible admirar al genio con la misma devoción si sobre su conducta se cierne una sombra de deshonestidad. Se diría, en fin, que la excelencia moral es la que más vale porque, sin algo siquiera de ella, las demás excelencias valen menos.
Palabra de moralista. Dixi et salvabi animam meam.