
Retrato del bufón llamado don Juan de Austria. Así es como figura en la cartela del Museo del Prado este lienzo enigmático, experimental y audaz. Pese a ser uno de los mejores retratos de Velázquez es muy raro que alguien se detenga ante él más allá de los treinta segundos: tic, tac, tik, tok… spectātor era aquel que miraba con atención un objeto. No sé qué es lo que cree ver este nuevo perfil de espectador o espectadora mientras salta de un cuadro a otro, acumulando “experiencias”; desde luego, sí puedo decir lo que al salir del museo no habrá visto: pintura.
Debo repetirme: pintar un cuadro lleva su tiempo, verlo aún más.
[Lo que oculta un título] Retrato, bufón, llamado… Cabe preguntarse por qué este título tan largo, tan detallado. Comenzar con la palabra “Retrato” el título de un cuadro que representa a alguien como este personaje, tan netamente individualizado, tan «descansado en sí mismo», es una pura demasía; algo tan redundante como ese “Vista de…” que suele ir por delante de algunos paisajes. En fin, podríamos convenir que este título no tenga mayor importancia, que reproduzca tan solo una fórmula neutra, convencional… Podríamos, pero no es así. Basta con pensarlo un poco para caer en la cuenta de que este rótulo contiene un dato importante, un dato cuyo verdadero alcance no parece haber sido bien valorado: el que a uno lo conociesen, sesenta y tantos años después de «la más alta ocasión que vieron los siglos», tan solo por el nombre del vencedor de Lepanto, venía a ser lo mismo que no llamarse nada. De su compañero habitual, el masivo y desafiante «Pernea», conocemos bien su filiación completa y con ella figura en el catálogo del museo: El bufón Barbarroja, don Cristóbal de Castañeda y Pernia. A pesar del ninguneo que con tanta puntualidad ejercían los quisquillosos funcionarios de Palacio, se nota que don Cristóbal sí puso el suficiente empeño en ser recordado por su nombre y apellidos, por supuesto, con el don por delante. Otro tanto ocurre con el tercero de la serie —si es que hubo tal serie— de los retratos de bufones de pie que conserva el Prado. De este gran aerostato negro, cuyo «aire» tanto inspiró a Goya y más tarde a Manet, sí sabemos que no era pucelano, sino natural de Vallecas, y que Pablo de Valladolid fue la gracia que recibió con el bautismo. ¿Y qué es lo que sabemos de la verdadera identidad de don Juan? Nada. Ningún documento palatino nos concede la menor pista, tan solo algunos detalles de pura intendencia, aunque no exentos de interés. Así, en un asiento de 1632, un proveedor detalla las telas con que se confeccionó el atuendo que luce el truhan: terciopelo negro, raso carmesí, medias de seda… Sofisticados géneros que, tan solo una década más tarde, ya se habían vulgarizado en recia lana de Las Navas y medias pardas. Moreno Villa, pionero en la investigación acerca de aquellos hombres de placer, resolvía la cuestión del parentesco afirmando que don Juan de Austria era «sin duda» su auténtico nombre, «tal vez por haberlo apadrinado el Rey o algún familiar suyo». Cuesta creerlo, aunque también cuesta creer la desinhibición con que aquellos Austrias de mediados del Seiscientos trataban a sus héroes difuntos. En cualquier caso, lo que hoy resulta innegable es que nos encontramos ante un un oscuro ser humano escondido detrás de su personaje de carácter.
Aquí va una primera paradoja: don Juan de Austria es para nosotros un bufón sin nombre.
[Lo que sabemos y lo que vemos.] El pintor Avigdor Arikha, que tenía un ojo prodigioso, decía que no se puede aprender a tener ojo, pero sí a mirar. Cualquier persona melómana captará perfectamente el sentido de sus palabras: no todos los musicólogos tienen oído musical —como tampoco todos los historiadores del arte tienen ojo—. Nadie puede negar que se aprende a ver mirando, aunque el hecho de entender este axioma no significa que sea tan sencillo de poner en práctica. La cuestión, ya vieja, no sería qué es lo que sabemos del cuadro, es decir, lo que nos cuentan la cartela, la audioguía, el reel de turno o estas mismas palabras. El juego ahora pasa por tratar de decir qué es lo que vemos en este lienzo, ambiguo como pocos en el conjunto de la obra velazqueña.

Un personaje como del siglo XVI, vestido con elegancia. Es un hombre ya envejecido, quizá prematuramente, aunque señorea el cuadro con cierta autoridad. Es obvio que está componiendo su figura para el pintor, aun así, parece posar sin demasiada afectación. Sin duda está cómodo. Carga con naturalidad su leve peso sobre unas piernas excesivamente delgadas, corvas. Esta claro que no es hombre de acción; aunque tal vez lo fue en su juventud, uno de esos flacos fibrosos con los que es preferible no tener cuentas que saldar, quién sabe. Pisa con aplomo un suelo embaldosado sobre el que aparecen desperdigados —aunque claramente “colocados”— unos cuantos pertrechos militares: un arcabuz, un peto, municiones de artillería, un extraño morrión… A su espalda se abre un umbral en el que se adivina una escena con fuego, una confusa humareda… Es un combate naval.
Afinamos un poco más la mirada. El suelo de baldosas resulta ser un andamiaje perspectivo, pero se trata de una perspectiva cónica anómala, como acelerada. El dibujante no parece demasiado ortodoxo: las perpendiculares nos conducen a una línea de horizonte en la que, en lugar de uno solo, bailan varios puntos de fuga. Si seguimos aceptando el juego de la geometría —no estamos haciendo otra cosa—, sería sobre esta horizontal, que pasa por debajo el hombro derecho del personaje retratado, donde también estarían los ojos del pintor. Un punto de vista que parece repetirse en otros cuadros del museo.
Seguimos mirando. A lo largo de este recorrido ha ido tomando forma una sospecha: ¿y si todo fuese teatro en este espacio representado? La perspectiva: una escenografía; los achiperres militares: simple atrezo; la naumaquia: un forillo teatral para ocultar la tramoya, y en cuanto a la indumentaria: ¿no sería acaso el vestuario perfecto para un personaje cómico de carácter, un Miles gloriosus del Siglo de Oro? ¡Puro teatro! Ahora vemos que el sombrero es enorme para esa diminuta cabeza; el airón que lo corona, una extravagancia un tanto pasada de moda; las cejas parecen remarcadas con corcho quemado; el enorme bigote un postizo y el supuesto bastón de mando, una tercera pierna para ayudar al actor a sobrellevar una más que probable cojera.
Sabemos que es un cuadro de Velázquez. ¿Quién si no iba a poder pintar un retrato así? Tal vez Van Dyck. Claro que sí, tan solo el primer Van Dick; estaríamos efectivamente a principios de la década de los treinta del siglo XVII… Pero vaya, con esto estamos volviendo a lo que sabemos, a aquello que Barthes llamaba studium, y lo que estoy tratando de conseguir —ya lo habrás supuesto— es llegar al punctum, a ese elemento que, en palabras del semiólogo, «sale de la escena como una flecha y viene a punzarme». La cuestión cae por sí sola: ¿qué es lo que en este cuadro me punza, qué es lo que en él hiere mi mirada?
[Triste Velázquez]. Mediados del pasado siglo. Un incondicional de la pintura velazqueña, José Ortega y Gasset, creía encontrar en ella, además de sus excelencias, cierto «tono triste, serio, seco» que parecía censurar cualquier clase de humor. Un «lado deficiente» que, en otra ocasión, el filósofo llegó incluso a calificar de «ceroplástico». Siempre me han producido cierta incomodidad estas observaciones. Por una parte, porque Ortega no las desarrolló, se limitó a dejarlas caer al final de sendos apartados, como guindas del pastel; por otra, porque no dejan de ser, como diría el psicoanalista Darian Leader, unas generalizaciones un tanto «dramáticas», que seguramente tendrían un aspecto mucho menos categórico si supiésemos qué cuadros concretos —o qué fragmentos— tenía Ortega en mente cuando puso por escrito sus reproches. En fin, ver es interpretar. Además, debo reconocer que en este caso quizá puedan tener sentido sus palabras: ¿No es acaso esa tristísima mirada que don Juan me devuelve lo que de algún modo me duele ante este cuadro?
Es ahora cuando puedo volver a dirigirme al cómico, al bufón, por su ruidoso apodo: ¿Por qué no me haces reír, don Juan de Austria?
[Una carrera militar.] Para tratar de responder a esta pregunta —para la que, como cabe suponer, creo haber encontrado respuesta—, debemos hacer antes un pequeño excurso, de nuevo por los dominios del studium barthesiano.
—La primera mención que conocemos del cuadro data de 1701, casi setenta años después de que Velázquez lo pintase. En el inventario realizado tras la muerte de Carlos II, el último de los Austrias, aparece en el Buen Retiro: … ottro Bufon llamado Don Juan de Austria Con barios arneses y marco negro de mano de Uelazquez tasado en Veinte y Cinco doblones.
—Un carácter cómico que iba a durar bien poco. En 1772, el cuadro figura ya en el Palacio Nuevo como: … vno que segun los arneses parece artillero.
—En 1778, Goya dibuja y luego graba al aguafuerte el cuadro. Un tema interesante del que habrá que hablar en otra ocasión.
—En 1789 o 1790, en la Testamentaría de Carlos III, el artillero ya había ascendido: Retrato de un general Español con varias armaduras en el Suelo …
—Como tal general figuraba en tiempos de Fernando VII en el Palacio Nuevo. El 11 de junio de 1816 es cedido a la Academia de San Fernando donde, según Pantorba, se le tuvo por un retrato del marqués de Pescara, esforzado general de las tropas hispano-imperiales de Carlos V.
—Así es como pasa al Museo del Prado, y como marqués de Pescara figura nada menos que hasta 1872, cuando el historiador Pedro de Madrazo —que en 1843 había rebautizado a La familia de Felipe IV como Las meninas— se acuerda del inventario de 1701 y remedia el histórico patinazo.
En resumen: en algún momento entre 1701 y 1772 el retrato de don Juan de Austria, el bufón sin nombre, pierde además su carácter cómico. Durante buena parte del XVIII y casi hasta el último tercio del siglo XIX, don Juan es considerado un personaje serio, un importante militar y hasta un héroe —esta vez sin ironía— de la nobleza imperial.
¿Hasta qué punto el ironista Velázquez pudo buscar voluntariamente esta contradicción entre forma y contenido? Dado su carácter, es muy posible que disfrutase de lo lindo jugando con esta ambigüedad —y algo me dice que, además, contó con la plena aquiescencia de su modelo—. ¡Paradójico pintor de pintores! No puedo dejar de traer ahora a colación el caso de Las hilanderas, la obra maestra que durante la friolera de casi doscientos veinte años —desde al menos 1711 hasta 1927—, también perdió su contenido mitológico. Al igual que en La carta robada de Poe, el cuadro permaneció colgado delante de las narices de varias generaciones de reputados velazquistas sin que nadie advirtiese que en él estaba, sutilmente aludida, nada menos que la disputa entre la mortal Aracne y Palas Atenea.
¿Y qué es lo que ahora mismo estas “anomalías” nos están poniendo ante nuestras propias narices? Pues algo muy concreto acerca del sentido del humor de Velázquez: que en ocasiones sus alusiones, sus agudezas y, sobre todo, sus magníficos “chistes” pictóricos, tan solo fueron apreciados por sus coetáneos, por aquellos que, como diríamos coloquialmente, estaban en el ajo. ¿Cuántos detalles humorísticos de Velázquez, de puro delgados, no habrá disuelto en humo la injuria de los años? Pongo un ejemplo: ¿alguien es capaz de ver el pajarito que picotea las uvas de Zeuxis al pie de Los borrachos? Pues está, ya lo creo; igual que hay un segundo gato en Las hilanderas…
Don Juan, payaso triste, ¿por qué demonios no me haces reír?
Al final es un viejo artículo, publicado en 1899, el que me da una respuesta definitiva; el que con más rotundidad explica también el motivo por el que todos aquellos insignes espectadores tomaron a un a un bufón sin nombre por un conspicuo héroe de guerra:
«La risa es incompatible con la emoción —escribía Henri Bergson—. Pintadme un defecto, todo lo leve que queráis; si me lo presentáis de tal manera que mueva mi simpatía, o mi temor, o mi piedad, se acabó, ya no podré reírme».