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¿Por qué no nos matan?

 

¿Por qué no nos matan? –dice Olaia.


¿Por qué no entran en masa y nos matan? –vuelve a decir, muy en serio, con voz ronca, mi amiga Olaia.

 

Estamos viendo el telediario y su pregunta rompe un silencio de muertos.  

 

Yo, que hace varias imágenes de ahogados tengo la mano en la cabeza, que hace muchas estampas de niñitos llorando que grito por dentro, que hace varias escenas de papás y mamás desesperados que me aprieto las manos, la miro.

 

Miro con quién sabe qué ojos a mi amiga Olaia que ha preguntado en alto –sí, lo ha hecho- que por qué los refugiados, los inmigrantes, no vienen a Europa con ganas de beberse nuestra sangre y devorar nuestra carne si lo único que han conocido es la violencia del hambre, de la carencia, o la otra, la horrenda: la de la bomba que revienta en mitad de la noche y desfigura todo lo que llamabas vida y te deja en pijama y un niño en cada mano en una calle, cualquier calle de cualquier país de este maldito mundo, llámale Siria, Afganistán, Sierra Leona, llámale Venezuela si te da la gana porque el nombre no importa.

 

Ponte en ese lugar. Estás en tu cama con tu mujer, con tu marido, estalla una –otra- bomba y, como en una pesadilla, sales a ver que tu barrio está en blanco y negro, que tú estás en blanco y negro, que tus niños están en blanco y negro.

 

Que se acabó. 

 

Que nada, nada, nada volverá a ser igual.

 

La puta guerra ha arrancado de cuajo la panadería, la pescadería, la frutería y todo aquello que olía a vida cotidiana: el pan, el pez, la naranja. Sólo huele a muerto. Todo el mundo lo sabe, joder, un lugar que huele a muerto no es buen lugar para que crezca niño. 

 

¿No te largarías tú del apocalipsis si supieras que eso no está sucediendo en otro lugar? ¿No llevarías tú a tu hijo a través de las llamas del infierno si supieras que al otro lado hay algo bastante parecido al paraíso, o sea, una escuelita donde no caen bombas, dormir toda la noche, olor a pan?

 

Hemos visto niños muertos en el telediario y nosotras, Olaia y yo, occidentalitas de mierda que la única guerra que hemos visto es La Guerra de Las Galaxias, decimos no –bajito, decimos no- y nos miramos con unos ojos demasiado rojos y demasiado culpables para sostener la mirada mucho tiempo.

 

¿Por qué coño no nos matan? Yo vendría y nos mataría a todos en plan Walking Dead.     

 

Pero no. A los pies del abismo del mundo, los refugiados, que ya no tienen absolutamente nada que perder, no nos matan, ni siquiera se permiten un gesto de violencia, una turba, un hijos de puta en cualquier idioma.

 

Pero no. Agotados, taciturnos, con niños con lágrimas secas en los ojos, lejos de ese país tan destrozado que ya ni se puede llamar así, los refugiados hacen fila, miran a las cámaras de nuestras putas televisiones, piden agua –water, water- y esperan en paz.

 

En paz.

 

Otra vez: en paz.

 

Esperan que los dejemos entrar, que abramos las puertas de este lugar como si fuera nuestro, como una discoteca muy exclusiva, como si el mundo fuera una propiedad privada, como si ser sirio o ser alemán significara lado malo, lado bueno. Esperan y esperan. Como si los que estamos de este lado, del lado en el que las bombas no dejan a nuestros niños lisiados, no tuvieramos ninguna responsabilidad en las guerras, en los saqueos, en los abusos, en el tráfico de armas, de gente, de drogas, de ideologías, de horror.

 

Ellos, que sólo han conocido la violencia, nos piden pacíficamente una oportunidad. 

 

Que la maldición de que el mundo gire caiga sobre nosotros si no se la damos.   

 

 

Foto: Olmo Calvo Rodríguez

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