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Mientras tantoPor quién doblan las campanas

Por quién doblan las campanas


 

Los dirigentes del PNV me recuerdan caprichosamente a curas de internado. Quizá nunca más que hoy a pesar de los Arzalluz, Eguibar o Ibarretxe, ejemplares modélicos. O quizá igual. El PNV es una orden muy sanguínea. Parece que han salido todos de los mismos padres o de las mismas madres. Parece que son todos primos. Podrían incluso llamarse todos Andoni o Aitor como en los Soprano se llamaban todos Paulie, creo.

 

Los veo con sus sotanas negras tirando de la cuerda para hacer sonar las campanas en Alsasua o mandándoselo hacer a los monaguillos con premura mientras se oyen las gotas de lluvia sobre el suelo empedrado. Aitor Esteban me había confundido. A mí y a unos cuántos más, supongo. Como antaño Erkoreka. Despistan en el día a día parlamentario de Madrid hasta que les llega el momento de actuar.

 

En el Congreso todo el mundo se envuelve de cierto aire moderado. No es lo mismo un diputado en Cortes que un diputado en la calle, igual que no es lo mismo Pedro Sánchez que el actual presidente del Gobierno. Yo veo a Esteban en el Congreso y luego lo veo al lado de Ortúzar una mañana gris en Bilbao y se me hacen dos Aitores.

 

Son como profesores, como curas maestros. Aitor no es de los peores. Tampoco lo era Erkoreka. Debe de ser que envían a la capital a los que parecen más suaves. “El Esteban” y “El Koreka”. Uno que me da miedo, por ejemplo, es Urkullu. Como Anasagasti antaño, aunque durante un tiempo me fuera simpático. Los del PNV se hacen los simpáticos durante un tiempo y de pronto un día se ponen a barrenar, a cortar troncos o a lanzar fardos con muy mala leche.

 

Urkullu me recuerda a un mando de la Stasi. A veces parece que habla en alemán y todo. Imagino su despacho como una sala fría de interrogatorios. En ese colegio imaginario los alumnos deben de llamarlo “El Stasi”, indudablemente, como indudablemente Anasagasti tenía que ser “el cortina”, que daba unos capones con efecto cuyo dolor duraba varios minutos. Y lo peor no era el capón sino el veneno imperceptible que inoculaba.

 

Los del PNV están siempre como detrás de los muros de sus iglesias (donde tantos etarras encontraron comprensión y cobijo), con sus hábitos y sus alzacuellos, y cuando salen de ellos se los quitan y se disfrazan sólo para aparentar. Adoptan el tono y los usos de fuera y parecen otros.

 

Hacen lo contrario que Rufián, por ejemplo, que en su intimidad debe de adoptar el tono y los usos de fuera, y fuera utiliza los que deben de ser de su intimidad. Es la diferencia entre un nacionalismo que ha salido descontrolado del armario y un nacionalismo que mantiene el orden, perfectamente retenido. Es la diferencia entre un nacionalismo colorido y vándalo y un nacionalismo oscuro y amenazador.

 

He hablado de Urkullu, pero también Ortúzar (sobre todo, más bien) me parece que tiene un aspecto terrible. Ortúzar suena un poco a nombre de dictador suramericano. “El Ortúzar” en el internado, menudo. Veo a todos los alumnos bajando la cabeza a su paso, con su sola visión. Yo veo a Ortúzar en la tele y miro para otro lado. Ortúzar tiene pinta de dar con la regla mientras aprisiona la lengua entre los dientes. Y de ponerse un poco rojo y fatigado al terminar.

 

Yo no sé lo que querrán los vascos, pero me imagino un País Vasco dirigido por monjes de clausura y se me oscurece el ambiente de esa tierra estupenda. A los del nacionalismo catalán ya los conocemos, ese guirigay que un día pareció hasta serio. Los del nacionalismo vasco quién sabe si algún día aparecerán extramuros a caballo con sus sotanas, hartos de tanta contención.

 

Todo esto son sólo impresiones mías, seguramente alejadas de la realidad, pero yo miro a los del PNV y no puedo evitar ver junto a ellos al siniestro cura Setién (este era cura de verdad), quizá porque de verdad tantas veces estuvo junto a ellos. No puedo evitar verlo comiendo los domingos en los hogares de esos peneuvistas satisfechos de que los negocios marchen bien.

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