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Mientras tantoPor una ley nacional de lenguas... y un poder autonómico neutral

Por una ley nacional de lenguas… y un poder autonómico neutral


 

Dice mi querido y admirado Juan Claudio de Ramón, en “Derechos, inclusión, sensatez: Instrucciones para un Pentecostés español”, el prólogo al Libro Por una Ley de Lenguas, de Mercè Vilarrubias, que el “problema territorial español es un problema, ante todo, lingüístico”. Y que “basta con mirar al mapa para percatarse de que las líneas de fractura territorial están exactamente donde están las lindes lingüísticas entre españoles”. De ahí que fíe, con Vilarrubias, la solución a nuestro problema territorial, principalmente, a una ley de lenguas a nivel nacional.

 

Discrepo -desde la admiración y el cariño- de esta tesis y de algunas otras ideas sobre las que levanta su argumentación. Empezaría recordando que en Galicia el independentismo atrae a bien poca gente. Pero también en Valencia. Según sabíamos hace poco, baja del 30 a poco más de un 20% en País Vasco; y es residual en Navarra. Y, por último, no existe en absoluto (más bien todo lo contrario) en Ceuta o Melilla, por más que aumenten sus comunidades de hablantes de árabe.

 

Aquí va mi tesis, poco original, en la estela de algunos grandes teóricos del nacionalismo. Primero, hay unas élites nacionalistas que, con ánimo de acaparar poder, aspiran a construir una nación para gestionar indisputadamente recursos que el Estado nación democrático les impide gestionar en exclusiva (y con la discreción que probablemente desearían y que les ofrece el ámbito más cercano al ciudadano, que es, contra toda verborrea federal que malentiende el principio de subsidiariedad, el que más fácilmente oculta la corrupción). En segundo lugar, para lograr lo anterior, entre los múltiples elementos diacríticos que dichas élites  pueden encontrar para tejer un relato de medias verdades y montones de mentiras (etnosimbolismo), rebuscarán entre la historia y el folclore y, sobre todo, se aferrarán a la existencia de una lengua regional. Tocará promocionarla, sacarla del letargo o muerte social (como pretenden hoy incluso en Asturias o Cantabria), y lograr la identificación de los administrados autonómicos con ella.

 

Diría que eso explica por qué, de entre las comunidades que cuentan con lengua regional, el nacionalismo caló más hondo y fue más lejos en sus reivindicaciones políticas en las sociedades más tempranamente industrializadas (País Vasco o Cataluña) o por qué, con la revolución del turismo, la carestía del suelo, la pertenencia a un mercado europeo común y los bajos tipos arancelarios en todo el mundo, se viene radicalizando en regiones como Baleares. Hay mucho dinero en juego y eso ha despertado el apetito de oligarquías locales. Explica también, creo, por qué los fueros amansan a las élites nacionalistas vascas y navarras más, digamos, racionales. Las pactistas. Las “democráticas”. Las oligarquías silentes que condicionan gobierno tras gobierno y que se acaban llevando el gato al agua mientras se descompone nuestra vertebración territorial. Y explica por qué Valencia, Galicia, Ceuta o Melilla no tienen gran interés en fortalecer a partidos nacionalistas y mucho menos independentistas. Si acaso Valencia podría hacerlo en la medida en que le pueda servir para ir a rebufo de una Cataluña (y luego Baleares) independiente o confederal: el “Països Catalans”.

 

A pesar de todo, sí existe en la mayoría de estas comunidades, incluidas Valencia y Galicia, el espantajo de la política lingüística, una herramienta al servicio de los nacionalistas para excluir a la comunidad de castellano-parlantes del foro público. Y aquí sí asoma una utilidad inmediata de la política lingüística que no queda necesariamente ligada a una completa construcción nacional con vistas a hacerse con un Estado propio: sirve simplemente para excluir a los de fuera del acceso a los recursos comunitarios.

 

¿Un ejemplo paradigmático? Los méritos o incluso requisitos lingüísticos para acceder a cargos de la función pública. En este sentido, la política lingüística ofrece una utilidad al administrado mejor posicionado (el que habla o puede más fácilmente aprender dicha lengua), a las élites económicas locales (que aspiran a contratar con una administración que empezaba a pedir los pliegos en la lengua regional) y a las élites políticas locales (que, con estas políticas, se presentan como los mejores defensores de sus votantes, incluyendo al PP y al PSOE en las autonomías donde gobiernan).

 

¿Una prueba entre un millón de que el sentido último de estas políticas es la exclusión de ‘los otros’ respecto de unos recursos que se reservan para ‘los nuestros’? Así como en Cataluña se convalidan todos los títulos de valenciano por títulos de catalán para poder opositar, en Valencia no se admiten convalidaciones de los títulos superiores de catalán cuando éstos se obtienen (como debe ocurrir en el 90% de los casos) automáticamente por la propia escolarización en catalán. Es decir, la inmensa mayoría de jóvenes catalanes -que tienen el título superior de catalán y que lo tienen por su escolarización en catalán- no pueden opositar en la Comunidad Valenciana sin volverse a examinar de catalán. Paradójicamente (o no tanto), esto no ocurre cuando se ha obtenido el título examinándose por libre porque, básicamente, sí se reconoce que ambos son el mismo idioma y que la convalidación es una cuestión lógica y de justicia; pero son poquísimos quienes en Cataluña se examinan por libre. Por lo tanto, lo que nos revela esta decisión política no es más que la voluntad de contentar a montones de valenciano-parlantes (subrayo: valenciano-parlantes) y de castellanoparlantes valencianos que hacen el esfuerzo de aprender una lengua de escaso tráfico y poco prestigio y literatura (o sea, de poca utilidad) y que, con las convalidaciones de títulos, se verían absolutamente sobrepasados por los catalanes que vinieran a opositar a Valencia. Pues todos los catalanes vienen con el superior (C2) mientras que a los valencianos nos cuesta obtener el nivel C1.

 

La mal llamada “lengua propia” sirve (y por eso tiene tanta fuerza) para proteger un nicho. De lo contrario, no habría tantos intereses, tanto dinero invertido, tanto chiringuito. Y diría que sólo por estos ingentes recursos invertidos se entiende, a contrapelo, que el “prestigio general e indiscutido” que necesariamente tiene el español en todo el mundo, no imponga con mucha más rapidez su lógica, su avance social en España.

 

No niego que la identidad, el sentimiento de pertenencia que la lengua genera en el hablante, sea un hecho. Pero no creo ni siquiera que sea algo mecánico sino algo que se alimenta más o menos artificialmente, al menos en las comunidades bilingües (diría que en Valencia, muchos valenciano-parlantes, más anticatalanistas que valencianistas, no vivían la expresión de la administración en español como un agravio: salvo que nos levanten un marco cognitivo contrario -empeño prioritario del nacionalismo- parece bastante natural asumir la lengua común por prestigio y por funcionalidad ya que, al fin y al cabo, también se usa habitualmente desde la temprana infancia); y, desde luego, no lo considero el hecho más importante en todo este asunto.

 

Creo que lo más destacable es que los recursos públicos están en buena medida relacionados con la actuación de las administraciones autonómicas. Cada vez más. Y que, por eso, quienes gobiernan dichas comunidades, PP incluido (basta ver la política lingüística que promovieron en Valencia Zaplana y Rita o la de Feijóo en Galicia), son partidarios, para ser reelegidos, de políticas proteccionistas que reserven los recursos públicos para sus votantes de clases medias y altas (quienes más influencia pública tienen, quienes más votan), excluyendo de la competencia en condiciones de mérito y capacidad al resto de los españoles. Escapa a esta lógica, sospecho que por el estatus socioeconómico de sus hablantes, el árabe en Ceuta y en Melilla.

 

Por lo tanto, aunque no niego el problema etnolingüístico y aunque asumo que una lengua forja identidad de pertenencia (o precisamente porque lo asumo: ¡sobre eso se forja la política lingüística del nacionalismo, claro!), me niego a ocultar la relevancia política –esencialmente política, es decir, relacionada con el poder- de todo este asunto.

 

En consecuencia, en primer lugar, considero que la solución de los problemas territoriales de España pasa por tocar muchas más teclas además (o incluso antes) de la ley de lenguas. Sin duda, pasa por ejemplo por acabar con el Concierto vasco-navarro, que sirve de agravio al resto de españoles, y de gasolina al nacionalismo catalán. Y por reducir la deriva del federalismo fiscal, que (por los mismos motivos que el nacionalismo crea nación pero ahora sin necesidad de crearla) amenaza con abrir una vía de dumping fiscal que pondrá a las CCAA más ricas (empezando por Madrid) a la cabeza de los agravios contra el resto. Y, en segundo lugar, no considero suficiente volver a la única perspectiva democráticamente razonable (legítima), que es la que contempla los derechos de los hablantes, si esto pasa ahora por trasladar excesivas obligaciones lingüísticas a la administración pública.

 

Sin duda es un paso adoptar la perspectiva que atribuye derechos a los hablantes y no a las lenguas; y, sin duda, si los hablantes han de ejercer un derecho como el lingüístico (individual pero de ejercicio colectivo), deberán poder esperar de la administración que les atienda en dicha lengua. Pero me resisto a pasar por alto las consecuencias políticas de crear una administración completamente bilingüe, es decir, compuesta por funcionarios bilingües, es decir, compuesta por hablantes de la lengua regional que, por oposición a la mayoría castellano-hablante (monolingüe) de dichas comunidades, son los únicos bilingües.

 

En resumen, porque el incentivo de cualquier gobierno autonómico (no necesariamente nacionalista) para usar la política lingüística en defensa de los suyos es enorme, y porque dando alas a ese estímulo estamos ya forjando una identidad/afinidad respecto a una autoridad política regional, creo que deberíamos prevenirnos tanto de una política lingüística que imponga obligaciones a los hablantes como de una política lingüística que imponga excesivas obligaciones a las administraciones locales y autonómicas, es decir, a un poder administrativo que promueve proyectos de ley autonómicos, que los desarrolla, que audita y que, en el fondo, gestiona políticamente cada comunidad y sus recursos.

 

Si una lengua acompaña (sesga) a una identidad, reconozcamos que la exigencia que se pretende imponer al funcionario de conocer dicha lengua sesgará al poder administrativo con idéntico sesgo. Un sesgo que hoy es inequívocamente nacionalista.

 

Por eso, aunque soy partidario de una ley de lenguas nacional, no soy tan optimista sobre sus frutos. Y mi enfoque se parecería más, creo, a la propuesta de Ley de libertad lingüística que hizo en su día Hablamos Español. Tendría en cuenta la movilidad de los trabajadores (incluidos los funcionarios) y la necesidad de preservar la neutralidad y la calidad del poder administrativo, sin dejar de tratar de salvaguardar los derechos de los hablantes. Creo, por ejemplo, que habría que circunscribir la lengua regional sólo a las plazas públicas que tienen contacto con el administrado; habría que tener en cuenta la zonificación de uso de las lenguas regionales; habría que contemplar la posibilidad de cuotas lingüísticas de acceso, para garantizar que un castellano-parlante pueda en todo caso acceder a cualquier plaza; habría que facilitar siempre (ya que tiene mucho menor coste en este sentido) la comunicación escrita en ambas lenguas; y no habría que olvidar, como cláusula residual de cierre del sistema, que ya disponemos todos de una lengua común, probablemente la segunda más potente del mundo.

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