Porno

 

A los pocos días de instalar internet desarrollé una adicción casi infantil por el porno, al que pasaba enganchado horas no tanto por la masturbación propiamente dicha, que también, sino por una cierta curiosidad profesional en lo que había allí de potencial narrativo, empezando por una jerga que actualmente uso a la hora de clasificar los hechos más trascendentales de mi vida según los vea busty, milf, brunette, blowjob, threesome, bbw, tranny y por ahí todo seguido. El potencial es enorme y yo lo entendí rápido, así que durante meses paseé por las páginas más prestigiosas de la red haciéndome un nombre en la industria del consumo del porno indiscriminado. En la actualidad, ya devastado, viajo sólo por oficio y un punto sádico que me obliga a regresar a los lugares en los que fui sórdido y maldito, como uno de esos yonquis rehabilitados que aún miran de reojo el suelo de los baños de discoteca. Me sigue llamando la atención que entre los varones comecoños no haya quien se atragante, porque yo toda la vida he pensado que el que no se atraganta comiéndole la perrecha a una mujer o no le está poniendo muchas ganas o es un poco mariquita. Y me enamora esa principiante nerviosa que al ejecutar la mamada –una práctica sobrevalorada, pura burocracia- mira de reojo a la cámara un poco nerviosa, atizándole a la pirola sin saber ya qué hacer más con ella, prolongando el lengüeteo a la espera, supongo, de que el teleprompter la informe del último grito en vicio. Esa chica, digo, levanta un poco azorada la vista buscando instrucciones o simplemente tratando de distinguir a alguien entre los millones de personas que están meneándosela con ella, y a mí ese momento la verdad es que me resulta siempre encantador, así que me acerco a mi vez a la pantalla del ordenador preguntándole: “¿Qué me quieres, amor?”. Y ella, después de unos segundos de pasmo, regresa a su quehacer monótono mientras el mundo reemprende a machetadas la paja universal.

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