Tengo un amigo en Nueva York que, con cierta regularidad, me deja en el correo lo más selecto de lo que va encontrando por ahí sobre Kim Jong-Il. Empezó de forma casual y ahora es una tradición. Me despierto y tengo, por ejemplo, una crónica escrita por el excocinero japonés del tirano en la que cuenta, entre otros muchos desvaríos, su viaje a la República Checa en busca de cerveza o cómo, después de caerse del caballo, el pequeño, cinéfilo y brutal dictador de Corea del Norte hizo que sus allegados recibieran el mismo tratamiento de analgésicos para que, en caso de engancharse a las dosis, todos compartieran adicción.
Kim Jong-Il es un código entre mi amigo y yo.
En el imprescindible Amor, Pobreza y Guerra (Debate, 2010), Christopher Hitchens narra lo siguiente en su “Visita a un pequeño planeta”:
Tenía hambre cuando dejé Pyongyang. Tenía hambre no solo de una librería que vendiera libros que no tratasen del Hombre Gordo [Kim Il-sung] y el Chico Pequeño [Kim Jong-Il]. No solo ansiaba un periódico que no tuviera fotos de HG y CP. No solo me moría de hambre por un programa de televisión o una pieza de música, de teatro o cine que no mostrase el culto y la adoración por sus héroes. Tenía hambre. Me bajé del avión norcoreano en Shenyang, una de las capitales provinciales de Manchuria, donde el bufet del aeropuerto parecía el cuerno de la abundancia. Caí sobre la comida, solo para descubrir que no podía hacerle justicia, porque mi estómago se había encogido. Y como turista extranjero en Corea del Norte, bajo el cuidado de atentos vigilantes que querían que solo viera lo mejor, había disfrutado de la mejor dieta disponible. Corea del Norte es un Estado de hambruna.
Anoche recibí un correo de mi amigo titulado, creo que muy acertadamente, “Pornografía histórica”. Es un enlace a un vídeo de más de media hora, un fragmento de la retransmisión que la única televisión norcoreana hizo sobre la celebración en Pyongyang del 65 aniversario del único partido político del país. El acontecimiento ha tenido cierta repercusión porque Kim Jong-Il presentó en sociedad –si es que se puede usar esta palabra con Corea del Norte- a su tercer hijo, Kim Jong Un. Si ven el vídeo, es el chavalote enfundado en ropas negras y rodeado de generales derrotados por el peso de las medallas.
Las palabras de la locutora no están subtituladas y, aunque su cantinela entusiasta no necesita de mucha traducción, la mezcla de las imágenes y discursos en norcoreano desde una plaza de Pyongyang me arrastró a un estado semiconsciente en el que anoté las siguientes observaciones:
– Las exhibiciones de fuerza del régimen parecen generadas por ordenador.
– Los soldados en el desfile miran hacia el balcón del Líder, pero caminan recto.
– Kim Jong-Il ha conseguido adaptar en la realidad lo que Orwell describió en 1984.
– La sincronización de ciempiés de las masas en la plaza, que a su vez, parece una alfombra del Ikea.