Sabes que te has hecho mayor cuando empiezas a contar a los amigos con los dedos de una mano. Cuando el número de velas de cumpleaños y los amigos que están para verte soplarlas se vuelven inversamente proporcionales. Sabes también, cuando empiezas a perderlos, que tus padres tenían, una vez más, razón. Y que su discurso sobre la escasez de los buenos amigos, que con tu idealismo juvenil achacabas al amargor de la vejez y la nostalgia, es sencillamente una lección de vida más. De esas que te dan aun sabiendo que sólo aprenderás cuando, lejos del estridente ruido y las brillantes luces que acompañan a la juventud, la vida pase y la única constante sigas siendo tú. E, inevitablemente, ha llegado ese momento.
Hace tiempo que pienso en la amistad y, sobre todo, en lo doloroso que es perderla. Hace meses que vengo digiriendo lo que significa y ha significado dejar a ciertas personas atrás. Podría hablar largo y tendido de ello; de la dificultad que ha supuesto decirles adiós, del vacío que dejan tras su partida, del agradecimiento, el respeto y el amor infinito que les guardo y les guardaré siempre… porque gracias a muchas de ellas soy hoy quien soy. Pero he decidido dar un cambio de rumbo y dar, así también, un giro a mi reflexión. Porque aunque no he aprendido la lección, quiero dejar claro que sí la he entendido. He comprendido que hay amistades que duran un espacio y un tiempo determinado y que, después, empujadas por el cambio, mueren. Y otras que permanecen inalterables y a las que nada parece romper. He aquí la gran belleza que oculta la lección. Que si bien sufrimos y sufriremos por los que se van, siempre estarán los que siguen eligiendo quedarse.
Y esta es, en fin, la verdadera amistad. La que permanece, con independencia del tiempo, la distancia y los cambios, pues es hija de un amor que “todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:7). Aquella en la que el amigo es “otro yo”, como afirma Aristóteles, y que hace, en palabras de Cicerón, “más espléndidas las situaciones favorables, y (…) más leves las adversas, compartiéndolas y haciéndolas comunes”. Lo describió en su ensayo De la amistad—dedicado a su gran amigo Étienne de La Boétie—, con gran belleza, Montaigne: “En la amistad de la que yo hablo, las almas se mezclan y confunden la una con la otra, de manera tan universal, que se borran y ya no hallan la juntura que las enlazó”.
No sabría explicar por qué esto es así. No sé por qué dos almas, de pronto, empiezan a entenderse como si fueran una sola. “Si me preguntan por qué amé a mi amigo”, dice Montaigne con una sencillez abrumadora, “contestaré del único modo que ello puede expresarse: “Porque él era él y yo era yo”.
No hay en el mundo mayor regalo ni más bello que este. Y a mí, ser insignificante, me ha sido concedido este regalo. Por eso solo puedo dar las gracias, sabiendo que todo lo que diga es poco, que siempre será poco. Gracias por entenderme en mis silencios, por acompañarme en mi dolor, por no pedir nada a cambio, por seguir soplando velas conmigo aunque los demás se vayan. La vida, si alguna vez me arrebatasen esta amistad, no sería dolorosa, sino que resultaría, sencillamente, insoportable. Y de esto sabía bien Miguel Hernández, que perdió a su amigo Ramón Sijé, al que le dedicó una de las elegías más hermosas jamás escritas: “A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero, /que tenemos que hablar de muchas cosas, /compañero del alma, compañero”.