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Porque estamos perdidos bautizamos terraplenes y barrancas

 

Terraplén

 

Desde el tren, la furia del mundo se ralentiza. Hasta los terraplenes, desenfocados, nos hablan del Lejano Oeste, de películas que no hemos visto, que todavía no hemos protagonizado, de tardes enteras en las ramas, soñando una vida posible que no se compadece con las renuncias, el plomo, la necesidad de llegar a alguna parte, de ser alguien, de cerrar la puerta con llave, de llegar a tiempo, de cumplir con lo que habíamos previsto, sin dejar nada al azar. Los terraplenes, cubiertos de una hierba leve, rala, frente ancha de la tierra que el pasajero vislumbra de improviso, cuando levanta la vista del papel, de la pantalla, del sueño, de sí mismo. Y sobre el talud, barba del cantil, una valla que no es la de Ceuta, una valla para el ganado, para que no se despeñe un carnero extraviado, un excursionista, un peregrino de los que ahora buscan y se buscan sobre los secarrales, el horizonte vital, el día que va quedando viejo a medida que el tren avanza, hacia la noche, con nosotros dentro, junto al terraplén, el corte limpio, en la piedra, para que pasáramos nosotros, con nuestra prisa inusitada, en pos de un destino que parece lógico, antes de que las últimas horas se diluyan, se vayan bajando, en Illescas, Navalmoral de la Mata, Oropesa, Casatejada… Tengo que volver a aplicar las manos como paréntesis a la ventanilla, para que la luz que llevamos dentro no se coma el mundo, que está en realidad ahí fuera, en la noche, en los rostros que esperan en el andén, un perro que reconoce a su dueña y salta de alegría, animales, hijos de Dios, como nosotros, y las chicas que espían a los pasajeros, y la luz verde del jefe de estación, y el rápido adiós, y el desvanecimiento de los contornos. 

 

 

Las afueras como una cenefa que acota nuestras propiedades, lo que consideramos habitado, la linde de las ciudades que hemos ido levantando para humanizar la geografía, darnos cuenta de que estábamos perdidos. Lo seguimos estando. Nombramos como hizo Cormac McCarthy y como siguen haciendo los escritores con las lomas y las veredas, los desfiladeros y las barrancas. Podía haberme bajado en esa estación, y preguntarle a la mujer por el nombre del perro, y al perro por sus tapias favoritas, y esperar a que volviera el grafitero, y medir con un diafragma más sensible que el del teléfono móvil la distancia entre la luz y la verdad, entre esa hora y la noche, la cantidad de polvo que puede atesorar una vida, los libros que todavía podemos leer para entender de qué trata antes de que el tiempo nos cierre los párpados para siempre. Afueras, donde se anulan los bordes, se mezcla lo que somos con lo que sospechamos, las certezas con el campo, las chimeneas con las cumbres, el viento con las espinas, las llantas con los cascos, los aullidos con el rocío, la voces con las sombras, las carreteras con los caminos, las dentelladas con las hoyas, las perpendiculares con las curvas de ballesta, los sembrados con las canteras, las casetas con las ruinas.


 

He ido más lejos. He dejado el sueño atado como una manta de viaje. He salido al camino que enlaza la casa en las afueras con el corazón del pueblo, y por el camino he reparado en los olivos, los sembrados, hierbajos recién quemados, una alberca, una huerta primorosa, mastines desconfiados, chatarra, flores que parecen nieve de primavera y bestias nobles que nos salen al paso desde su propio tendido, espectadores que no tienen conciencia de la muerte, que se limitan a ser bajo el sol y todas las intemperies, que comen de nuestra mano, nos llevan, nos soportan, nos acompañan en nuestro destierro y en los días luminosos como estos de marzo lejos del rumor de las ciudades, donde nos desvanecemos a otro ritmo, con menos conciencia del tiempo que hace y del tiempo que todavía tenemos para ser, mientras aprendemos geografía, los nombres de las cosas, nuestra parva genealogía.

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