La Historia siempre avanza hacia delante. Es una máquina apisonadora que va muy lenta, pero que aplasta todo lo que pisa. Sólo tiene la primera marcha. No puede ir más rápido, por mucho que queramos forzar su motor, por mucho que nos dejemos la piel para hacerla correr, no conseguiremos nada. Tampoco podemos intentar frenarla. Una vez puesta en movimiento tampoco puede parar. Y desde luego no puede dar marcha atrás. Esa opción es totalmente imposible. La Historia es una máquina sin marcha atrás. Todo lo más que podemos lograr, y a base de mucho esfuerzo, es que se ponga a dar vueltas, y sin embargo sigue avanzando, aunque sea en círculo. Y siempre hacia delante, nunca hacia atrás.
Y pese a todo siempre, en todas las épocas, hay individuos que por su propio interés (siempre por su propio interés) intentan detener la Historia. E incluso pretender que haga un movimiento imposible: retroceder.
Cuando Fernando VII volvió de su estupendo exilio francés (donde vivía muy cómodamente, aunque lo que pensaban los patriotas españoles es que estaba preso en una cárcel horrible), vio lo que algunos de sus súbditos habían hecho en Cádiz. Evidente no le gustó nada, y decidió que lo mejor era tirarlo todo a la basura. Y por todo no me refiero sólo a esa cosa fea e inútil llamada “Constitución”, sino también algunos decretos y normas que las Cortes habían aprobado en el terreno social y económico, y que pretendían eliminar o restringir algunos de los privilegios de los nobles y la iglesia, además de mejorar la vida de los campesinos o de facilitar el progreso del comercio o de la industria. Es decir, medidas contra el Antiguo Régimen, contra el sistema señorial, contra las viejas bases económicas del feudalismo. Un escándalo, una idea abominable para el buen juicio del sabio rey, que de un plumazo lo eliminó todo, disolvió las cortes, metió a todos los pérfidos liberales que pudo en la cárcel (y esta sí que era una cárcel de verdad, no como la de su palacio en Bayona) y mandó decir que “Aquí no ha pasado nada, que todo tiene que seguir como estaba en 1808”. Vamos, que además de prohibir, pretendía que el pueblo no se enterara de lo que había pasado en Cádiz, y si por casualidad se habían enterado, pues que lo olvidaran bien olvidado, que no volvieran a mencionarlo en público jamás.
Por supuesto, en España y en los territorios de ultramar, desde 1808 habían pasado muchas cosas… Por ejemplo, un tal Napoleón que había… ¿Que había qué? No. Nada, que todo siga igual, que los muertos en la guerra vuelvan a vivir, que los monasterios destruidos y saqueados se reconstruyan y vuelvan a tener sus obras de arte robadas, que los barcos que llegaban cargados desde Buenos Aires y Veracruz sigan llegando al puerto, como hacían antes… Que… No, no se podía, no se podía por mucho que lo deseara el rey.
Fernando VII, el buen y piadoso rey, que sólo anhelaba el bien de sus súbditos, tenía dos cosas a su favor. La primera era el apoyo incondicional (y por supuesto desinteresado) de las élites económicas y sociales, es decir, la nobleza y la iglesia. Estos, los llamados, no sé porqué “privilegiados”, tenían que hacer el pesado esfuerzo de dirigir el país, junto con el rey, por supuesto. Podían dejar que los burgueses, por lo general mejor capacitados de ellos, les ayudaran en esta penosa tarea, pero su sentido de la abnegación y el deber les obligaba a no pedir ayuda… Sí, hay ironía en mis frases… Pero por desgracia ellos se creían superiores, y desde luego, se creían con el derecho a tener todo el poder, todo el dinero, toda la capacidad de decidir sobre la vida y la muerte de los estamentos inferiores. Y lo cierto es que lo tenían, tenían el poder, aún tenían algo de dinero (aunque lo iban perdiendo rápidamente) y tenían la autoridad moral y el derecho legal de juzgar y controlar a sus siervos. No querían ver que el mundo estaba cambiando mucho. Un cambio radical e imparable, porque en toda Europa el absolutismo estaba condenado a desaparecer. El siglo XIX era el siglo de los regímenes burgueses, de la economía capitalista, de la revolución industrial, de los parlamentos donde los viejos nobles tenían que compartir asiento con los nuevos ricos, burgueses liberales, donde la iglesia ya no tenía el monopolio de la educación, ni podía imponer su doctrina sin tener que soportar alguna crítica de ciertos pedantes ilustrados, donde la tierra se desamortizaba o se dividía en parcelas (las «Enclosure Acts» inglesas) y se abolían los gremios y la Mesta y todo lo que oliera a feudalismo rancio, para bien o para mal de los campesinos, los ganaderos y los artesanos, que no siempre salían favorecidos con los cambios.
He dicho que Fernando VII tenía dos cosas a su favor, la primera era el interés natural de las clases altas en conservar sus privilegios y poder. La segunda cosa a su favor era la ignorancia del pueblo, un pueblo acostumbrado a obedecer y a no quejarse. Incluso muchas veces, un pueblo que aceptaba de buen grado la autoridad del rey, de los nobles y de la iglesia, porque es lo que había vivido desde hacía muchos siglos, porque le parecía que aquella forma de vida era la que Dios había querido para los hombres, y que por tanto era inmutable y perfecta. Bueno, bueno, algunos se quejaban y algunos no lo tenían todo claro… Pero en general, siempre en general, había pocas revueltas y sublevaciones, siempre que el pueblo tuviera lo suficiente para vivir. Porque lejos de ideas y de utopías, las revueltas empezaban siempre porque faltaba el pan. Si había pan, si la gente podía vivir relativamente tranquila, entonces no había problema: todos adoraban al rey, y los que no lo adoraban, pues lo aceptaban como un mal menor. “El lobo es un lobo para el hombre”, dijo Hobbes.
En fin, que cuando volvió Fernando VII, el pueblo se peleaba literalmente por el privilegio de arrastrar su real carroza con su propia fuerza bruta, la misma fuerza bruta con la que habían expulsado a los franceses. Y los “afrancesados”, esos pérfidos españoles que preferían la libertad a la esclavitud (o eso decían ellos, como si la libertad fuera algo distinto a la libertad de quitar a un rey francés, José I, que había firmado el Estatuto de Bayona, para poner a otro español) salían corriendo a toda prisa, y cogían el primer barco a Londres. Y pese a todo el Absolutismo estaba muerto. Y estaba muerto porque se le había pasado la época, estaba muerto porque era demasiado viejo y no podía aguantar las embestidas de la nueva economía, ni las embestidas de las nuevas ideas, ni las embestidas de las nuevas relaciones entre países. Por mucho que Fernando VII quisiera cerrar las fronteras y ordenara que todo el mundo estuviera sordo y ciego, la economía no entiende de fronteras y la cultura tampoco, puedes quemar un libro o dos o tres, pero siempre te quedará algún libro por quemar, y puedes soñar con tener un gran imperio, pero al final tienes que acabar aceptando un préstamo con interés de un banquero alemán o holandés, aunque tú vayas diciendo por ahí, lleno de soberbia, que tu país es rico y autosuficiente, algo que en el fondo no te lo puedes creer, porque no eres tan tonto para creértelo, pero quieres que los demás se lo crean. De hecho el engaño es básico para mantener el sistema. Si la gente descubre el engaño, el sistema se hunde.
En 1905 el pueblo ruso pedía dos simples cosas, “pan y paz”. Parece poco, pero a veces los reyes se olvidan de dar al pueblo hasta lo más básico. Cuando la manifestación se acercó al palacio de Zar, los soldados dispararon a los manifestantes y provocaron una masacre. ¿Sirvió para algo? Nicolás II aguantó unos cuantos años más. Pero al final acabó fusilado, junto con toda su familia y algunos sirvientes. No era una violencia inevitable. La máquina apisonadora de la Historia avanza muy despacio. Tienes tiempo de sobra para hacerte a un lado. Es más, hasta tienes tiempo para subirte a la cabina y avanzar con ella. Y digo, repito, avanzar. No retroceder. Porque intentar manipular los mandos para retroceder no funciona nunca. Aunque por un segundo puede que parezca que has conseguido desviar la trayectoria de las ruedas.
Fernando VII no murió fusilado. Pero tuvo que pactar con los liberales, porque estos eran los únicos que apoyaban a su hija, Isabel, que era tan absolutista como su padre, aunque toda su vida fue un ir cediendo y cediendo delante de los liberales, que cada vez conseguían más cosas. Y cuando ya no quiso o no pudo ceder más, se produjo la revolución de 1868 y se tuvo que exiliar a Francia. En otros países la caída del absolutismo fue más rápida, en otros más lenta, pero al final en casi toda Europa (solo se mantuvo en Rusia, de momento…) se saltó a la siguiente etapa, al siguiente paso en la historia de la humanidad. Sería mejor o peor, pero yo podía ser lo mismo. “Lo mismo” ya estaba muerto y no podía revivir.
Y, mira tú por donde, por muy muerto que esté el muerto, siempre hay gente que lo quiere desenterrar. No sé qué se piensan… ¿De verdad quieren hacernos creer que está vivo? Puede que ellos se lo crean, a base de autonegación y de vivir fuera de la realidad, pero pretender que el resto del mundo vea un cuerpo vivo donde sólo hay un cadáver putrefacto es mucho pretender… O debería ser mucho pretender, porque extrañamente algunos, no sé porqué, empiezan a ver personas de carne y hueso donde sólo hay huesos, o como mucho fantasmas de mentira, es decir, gente disfrazada de fantasmas, haciendo teatro, haciendo como que son fantasmas de verdad, para asustar o para convencer, da igual, eso es lo de menos, lo importante es que nunca lo hacen desinteresadamente, siempre buscan el beneficio personal, siempre buscan robar o conseguir más poder, lo que sea, pero siempre es algo que se basa en la mentira y nace de la avaricia y la ambición de personas con mucha ambición y con una gran inclinación hacia la avaricia. Y si eso ya de por si es malo, peor es el hecho de que muchas veces consiguen sus objetivos, lo cual les lleva a ser más avaros y ambiciosos todavía.
Pues bien, dicho todo esto resulta que ahora tenemos un incendio a la puerta de casa y resulta que estas personas, las que van por ahí desenterrando muertos y sacando a pasear fantasmas, momias, espíritus, demonios y diversos entes del inframundo, no solo se empeñan en negar que hay un incendio, sino que cuando llegan los bomberos a apagarlo, les sabotean y les impiden hacer su trabajo. Si fuera sólo su casa la que se va a quemar… Pero por desgracia son todas las casas las que se van a quemar, las suyas y las nuestras. Y no, no os creáis que su comportamiento se debe a la ignorancia del verdadero peligro, no, saben bien lo que pasa, saben bien que hay un incendio (aunque lo nieguen en público), pero les interesa mantener el engaño el mayor tiempo posible, porque este engaño les beneficia a ellos (y sólo a ellos) y porque, luego, cuando el fuego les queme (y nos queme a todos) siempre podemos culpar a otros del desastre, a otros que no tienen ninguna culpa de nada y que son débiles y no pueden defenderse. Cuando llegó la Peste Negra a Europa se culpó a los leprosos, a los judíos, a los moros, a ciudadanos de otros países (en los pueblos de la frontera, por ejemplo, siempre eran agentes enemigos los que entraban por la noche para envenenar el agua de las fuentes), y esto funcionó, funcionó porque el dictador, el rey absoluto, sabe bien que no hay que buscar soluciones: basta con buscar culpables. Y culpables siempre tenemos unos cuantos a mano…
Y mientras el incendio avanza.