En realidad no quiero dormir. Quisiera quedarme levantado hasta que las palabras levanten una pared que pueda resistir cien años. ¿Por qué? Porque si no nada tendrá sentido, la existencia que llevamos, las ficciones que nos empeñamos en interpretar, la cobardía que nos impide trazar una raya en el agua y despedirnos, salir a la calle sin volver la vista atrás a los jefes ni al edificio, despojarse de las convenciones a las que nos abrazamos como si el vértigo fuera a apoderarse de nosotros y no fuéramos capaces de aventurarnos en el mundo que está ahí, al otro lado de la calle, tras el río de asfalto que es un verdadero río.
Me ocurre con frecuencia, sobre todo cuando me quedo solo. El abatimiento es como una certeza decretada por un aguacero de lluvia negra, enfermiza. Me acuesto vestido, con las luces encendidas, esperando que algo ocurra, algo que me redima de mis propios errores, o de mi incapacidad para seguir enfrentándome casi desnudo a lo que está ahí, a lo que queda del mundo, a la dicha y a la desdicha.
Pero como no ocurre nada me despierto cuando buena parte de la noche ya ha transcurrido, entumecido, tocado como un boxeador que se ha dado de bruces con la realidad, con una derrota y un espejo sin paliativos. Entonces, como ahora mismo, aunque esta noche no estoy solo, ni me he acostado vestido, vengo a este escritorio junto a una ventana que da a la oscuridad y la soledad de la noche, y escribo mi oración para poder apagar el flexo como quien acaricia la cara de su padre muerto, por última vez, me desvisto y entro en el río que lleva, afortunadamente, a la pequeña muerte. Como el deseo.