Paul, mi peluquero, es el único libanés con el que he conseguido crear una relación de confianza mutua. Yo le pago y él confía de todo corazón en que gracias a los cardados a lo Pitita Ridruejo con los que me decora, encuentre al fin un buen marido que me quite de trabajar, me haga un niño por polvo y me tenga más contenta que unas castañuelas enjuagándome la dentadura en vodka Belvedere (sí malditos rusos, os traiciono con vodka gabacho), y pisando con ardor el acelerador de un GMC que me lleve hacia el lado salvaje de la vida, baby, allá donde rebajan los hijabs a más del 50%.
Desde que lo conozco se ufana cada mes en joder irreparablemente todos los milagros que hacen por mí en España. Me tiñen y cortan el pelo maravillosamente y entonces llega Paul ofreciéndome su taza de polvos radiactivos de Nescafé, saca el pincel de un bote de tinte que esconde en el almacén junto con varios cadáveres de palestinos y me pasa la brocha con el mismo brío de quien estuviera tapando algún desconchón en el Muro de Cisjordania.
El padre de Paul también se llama Paul. Me saluda agarrándome de un moflete y observa con la misma laboriosa concentración que los yanquis en el Pentágono el asalto a la casa de Bin Laden, la evolución del nuevo color que han elegido para mí y que, por alguna extraña razón, al final siempre queda igual. O peor.
Paul hijo me tiende el Paris Match en cuanto me siento. Sabe de sobra que en la periferia de Francia no hablamos francés pero disfrutamos juntos viendo las fotos de guarras en ropa interior que tanto les gustan a los vecinos. A continuación, con los primeros picores extendiéndose a toda velocidad por el cuero cabelludo, hojeo esa joya patria que es el Mondanité: nuestro embajador lucha por zafarse de las hordas de pares de tetas que lo rodean como un Gengis Kant dispuesto a llevárselo todo por delante. Ser pezón en Líbano debe de ser terrible, hay tantos, tan saltarines y tan mal atendidos….¿Para cuando un proyecto de alguna ONG española “Apadrina un pezón”?????. Los petit-dejeuners son tope “destroyers”, en cualquiera de ellos podrían confiscar más pastillas que en una macrofiesta en Leganés ; a Cindy Ezzedine Al-Sarkawi la ponen en el mercado para que algún tonto a las tres, gordito, afeminado y con posibles la desvirgue; y no falta el ex primer ministro Hariri, que mira a la cámara con cara de alelado después de romperse una pierna en pleno ejercicio de su deber: esquiando en Los Alpes. Leía, por cierto, el otro día, que entre los cien árabes más seguidos en Twitter figuraba ese desafío intelectual que es Hariri, seguido por Haifa Wehbe, una mujer que saluda a los recién llegados a Líbano desde una valla publicitaria que anuncia su último gran hit: ella vestida de Caperucita, lamiendo dos piruletas a la vez y amenazando con comérselo todo al lobo feroz.
En los días de gloria, Paul, invadido por su vena creativa, me peina con un estilo que él define como “natural”. Me deja sin vista durante más diez minutos abrumada por tanta laca, recalienta el secador hasta niveles incluso peligrosos para Fukushima, y los mechones de pelo abrasado ondean en todas direcciones hasta que finalmente me embarga la dicha de sentirme como una prostituta en el harén de Saladino. Entonces empieza a sonar el gran Julio Iglesias, y arrastrada por la pasión me entrego dispuesta a todo, incluso a que me dejen calva.