El dictador Oliveira Salazar gobernó Portugal durante casi medio siglo, de 1928 a 1968, con su mano o su influencia, y luego bajo la modalidad de misa de cuerpo presente a través de Marcelo Caetano. Salazar, una especie de viudo soltero, amante tan solo de su propio mesianismo, moldeó el país en el fundamentalismo beato de una opus grey a la que él llamó Estado Nuevo. Con las mismas dosis de misticismo y de cinismo, tenía una fe triple: 1) en sí mismo como Führer infalible; 2) en Dios como confesor leal del poder; 3) en la miseria como santuario natural de la virtud. Miseria económica, miseria cultural, miseria moral. Miseria-Patria. Sin fuerza para ser grande, el Portugal de Salazar alimentó el orgullo de su soledad y el culto de su pequeñez. “Un pueblo que tenga el coraje de ser pobre es un pueblo invencible”, le confesó un día el dictador-beato a su ministro de Asuntos Exteriores, Franco Nogueira. Esta frase encierra todo su credo y toda nuestra desgracia, incluida la que vivimos hoy. Cincuenta años después de la salida de Salazar y cuatro décadas después de la revolución de abril de 1974, el Portugal democrático, vasallo de una troika de contadores y amaestrado por un grupo de domadores de circo, sufre ahora la venganza póstuma del dictador. El país, sujeto desde 2011 a una intervención financiera internacional, está a merced de quienes creen que Portugal tiene todas las de ganar si se queda más pobre. Pobre “en términos relativos, incluso en términos absolutos”, según explicó el primer ministro Pedro Passos Coelho. Estos tiempos son de contrarrevolución y sueños regresivos.
El dogma de quienes gobiernan hoy en Lisboa es que no hay alternativa al régimen de indigencia colectiva firmado con la troika. El presupuesto del Estado portugués para 2013 es un hito histórico. Pone fin a una época destrozando la promesa hecha a una sociedad que, luego de la Revolución de los Claveles, soñó con ser algo distinto a lo que hoy, sin compasión, Europa le dice que es: ya no el nuevo rico entre los pobres sino el viejo pobre entre los ricos. El presupuesto, corolario de una inclemencia ideológica lancinante, anuncia una era de tinieblas. Es el réquiem por la III República. Es un presupuesto que materializa el desmantelamiento acelerado del Estado social construido en y por la democracia. En sí, esto no es solo una tragedia portuguesa sino, antes que nada, un estrepitoso fracaso europeo. En efecto, se está destruyendo de forma duradera, en un período corto y con la legitimación de Europa, lo que fue construido en más de treinta años con la ayuda misma de Europa. Sin embargo, no es ningún misterio ni ninguna novedad. Tanto en la construcción como en la demolición, los sueños y las locuras más grandes de Portugal tienen y tuvieron las oportunidades y los límites que los intereses de nuestros fieles amigos extranjeros permitieron. Así fue como tuvimos nuestro imperio y cómo, adicionalmente, mantuvimos el holograma que llamamos independencia nacional.
Lo demás, internamente, son las flaquezas seculares de Portugal y la continuación de lo que viene de tiempo atrás, que regresan en esta legislatura con un vigor descaradamente revanchista, luego de un recorrido posrevolucionario alegre y bullicioso de Portugal por Europa. Hagamos el balance de cuatro décadas de democracia y convergencia. El Estado cristalizó en una estructura oligárquica, plataforma al servicio de los intereses de una clase política parasitaria y sus clientelas. El país, que en rigor hoy no puede cumplir varias de sus propias obligaciones constitucionales en materia de soberanía, no es viable sin capital externo. Tampoco es viable sin esa joya del atavismo nacional portugués llamada Angola. La nación portuguesa contrasta sus mitos con la realidad de su irrelevancia periférica y recicla en la lusofonía el discurso del excepcionalismo portugués cocinado a partir del lusotropicalismo de Gilberto Freyre. La pobreza, en última instancia, vuelve a ser la condición normal del ciudadano portugués medio. Resignación, rencor y envidia social –marcas ancestrales de una población que pocas veces tuvo el coraje de ser pueblo para cambiar su destino– forman el código operativo de supervivencia individual. En consecuencia, a quien no le gusta o quien no aguanta emigra, aun con la bendición indecorosa de las autoridades, que llaman “oportunidades” a lo que es una sombra de tragedias y dramas individuales. Esta descripción, que podría ser la del Portugal de 1960, corresponde en esencia al Portugal de 2012. Pongamos como ejemplo apenas unos miles de kilómetros de autopistas y otras obras de infraestructura construidas, a propósito, “sin coste para quien las usa” (les dieron ese nombre delirante), que ahora engrosan el pecado mortal del déficit creado por la inversión pública. “Quizás hay cosas que no debimos haber pedido”, decía hace poco un ex ministro y alto ejecutivo, con la comodidad y el impudor de quien gozó no mucho tiempo atrás de un “premio” millonario al dejar su puesto. “Tal vez hayamos exagerado en las autopistas”. No se le ocurre preguntar, a él ni a los que en Europa comparten ese discurso, quién ganó con esa ambición de “pedir cosas” y a quién le sirvió la “exageración” de ese escándalo que son las sociedades público-privadas.
Incluyamos en este balance del régimen la conquista más grande del Portugal democrático, que es el progreso notable en los índices de educación. Pero eso tiene un sabor más amargo: la generación con la más elevada preparación académica en la historia portuguesa no tiene oportunidades en su país y va a rentabilizar, a favor de otras economías, lo que de manera consistente Portugal ha invertido en crear masas críticas. Paroxismo: hoy, los candidatos a un empleo esconden sus habilidades académicas para aumentar sus posibilidades de conseguir un trabajo (mal pagado). Un curso universitario o incluso preuniversitario ahora es considerado “peso extra” para las agencias de empleo. Al mismo tiempo, el país no venció los fantasmas de su provincianismo rural ni abandonó el cuadro psicoanalítico del Estado Nuevo. En esta sociedad, que nunca conoció una cultura de exigencia ni de reconocimiento al mérito, los doctores [tratamiento que se da a los licenciados] son reyes en el país de los ciegos. El ejemplo más caricaturesco es el ministro Miguel Relvas, producto perfecto de una sociedad de oportunistas. Representa un insulto a la ciudadanía y a la ética, pero es aprobado por un sistema que no cambió: hecho de compinches, de corrupción a alto nivel, de tráfico de influencias y, siempre que sea necesario, de matonismo político y presión directa. En Portugal, el prestigio social de parecer es mayor que el prestigio social de ser. Esto no nació ahora, es un rastro de nuestro subdesarrollo. En la última década, este fondo cultural tuvo su expresión institucional en el programa Nuevas oportunidades de incentivo a la cualificación profesional. Salvo los casos de bondad, abnegación y genio que siempre conviene considerar, el programa permitió a miles de portugueses certificar conocimientos que, en resumen, nunca adquirieron, adulterando las reglas de competencia en el mercado laboral. La crisis actual también es el punto de llegada de una generación de portugueses amamantados en una modernidad de llave en mano por líderes que, a cambio de una cultura de comodidad y poco esfuerzo –alimentada por un nivel generoso de consumo–, les concedieron a nuestros dirigentes el derecho a la infantilización del electorado. En la debacle portuguesa no existe Passos Coelho sin José Sócrates. Para decirlo de manera más sencilla, la verdad es que el país de Salazar no murió con él. El dictador, que era profundamente arrogante tras su diáfana modestia de sacristán, al final tenía razón: “Solo muere quien quiere. Portugal está sumergida en una crisis profunda, ¿pero qué significa esta crisis?”.
Mi primer indicador sobre la situación macroeconómica actual es puramente emocional: no tengo, hoy, ningún amigo feliz en Portugal. Ninguno. Varios están desempleados, todos están angustiados, muchos entraron en una desesperación profunda. Otros se fueron, como yo. El panorama de la comunicación social es tan inquietante como el de otros sectores, con un agravante: a las fragilidades de carácter económico se suma un ambiente de ataque silencioso, pero persistente, contra algunas libertades fundamentales. Sí, en Portugal hay libertad, pero también hay miedo, y el miedo es el cáncer de cualquier democracia.
Despojados del crédito instantáneo, enfrentados a la fragilidad de la economía real del “alumno-modelo de Europa”, los lusitanos descubrieron, como dice un amigo mío del sector de la banca de inversión, “que un euro portugués no valía lo mismo que un euro alemán”. “La revolución no será televisada”, cantaba Gil Scott-Heron. En Portugal, por el contrario, se asiste en directo a la crónica del fin de nuestra clase media. El Armagedón llegó bajo la forma de un “enorme aumento de impuestos” revelado a la nación, a través de la peculiar voz del ministro de Finanzas, un Torquemada del Excel, perito en declaraciones que nos dejan dudando sobre si lo que dice es fruto de una “enorme” estupidez o de una “enorme” insolencia. Los mismos que proponen y discuten retenerles diez o veinte euros a pensionistas y desempleados que viven con trescientos euros mensuales conceden con alegría perdones fiscales de miles de millones de euros a una lista reducida de “sociedades” y “consultoras” con sedes offshore y cuyos nombres nadie asocia con una producción objetiva de riqueza. Hoy es recurrente oír a un amplio abanico de personas, desde las clases “bajas” a las “medias-altas”, que evocan la posibilidad de emigrar, siguiendo las huellas de los 120.000 portugueses que solo en 2011 abandonaron el país. Quien tiene hijos no ve un gran futuro para ellos, no en su tierra. Se asienta trágicamente la convicción de que “estudiar no sirve para nada” en un país con un lastre pesadísimo de analfabetismo funcional. ¿Estudiar para qué si hoy en Portugal un cerrajero mecánico está mejor remunerado que un ingeniero? Hay profesores en las universidades portuguesas recibiendo cinco euros por hora de clase. Así que es mejor irse. La hemorragia está en curso y ya no se puede negar su existencia, como era posible hasta hace poco. Cuatrocientos euros, el monto del “salario mínimo”, hoy es un sueldo privilegiado para jóvenes licenciados en Portugal. Justo por encima –conviene no perder la noción de la realidad– de las sumas con que el coronel Gadafi adoctrinaba a los nuevos funcionarios públicos de su Libia con rostro humano, en vísperas de la Primavera Árabe. Es decir: Portugal se aproxima con pasos de gigante al mundo pobre y a la geografía de los Estados “fallidos” en algunos de los indicadores de subdesarrollo y en las “líneas de fragilidad”. No solo en los niveles de pobreza sino en varias otros indicadores hay señales inequívocas de disfuncionalidad: el desorden del territorio, la insuficiencia del servicio público, la ilegitimidad y aislamiento de las élites, la chocante desigualdad social entre una minoría muy rica y una mayoría de pobres, la lumpenización de las periferias, el aumento de la economía paralela y, por supuesto, los niveles pornográficos del desempleo juvenil.
Si en lugar de ver este vaso “medio vacío” relativizáramos las cosas hacia la perspectiva del vaso “medio lleno”, se debe reconocer de igual forma que Portugal, en una evidente oposición frente a Europa, se encamina con rapidez hacia una meseta de felicidad pragmática como en lo mejor del Magreb. Digamos, una especie de Cataluña de Marruecos, sin ofender a nadie. Marruecos es, a propósito, motivo de vergüenza comparativa para Portugal. Embriagado por los fondos de “convergencia” y con la boca en el grifo del dinero de la Comunidad Económica Europea y la Unión Europea, Portugal desperdició en gastos corrientes, y sin la evaluación correcta del retorno de la inversión, una parte sustancial de lo que Europa le concedió a título de fondos estructurales. Sin la lluvia de fondos europeos, en cambio, Marruecos tuvo que ser más astuto y proactivo, al diseñar una estrategia concreta de desarrollo nacional atrayendo a las masas críticas que habían emigrado en las diásporas, así como inversión extranjera; una estrategia apoyada por élites con una formación que las de Portugal no tenían –ni tuvieron– en los años ochenta y noventa. “Hoy Marruecos es Portugal hace veinte años, pero con gente mejor preparada”, me decía un ejecutivo con gran experiencia internacional. Las buenas ideas producen buenos resultados. Casablanca, solo a modo de ejemplo ilustrativo, es hoy una ciudad más competitiva y central que Lisboa como interfaz de negocios en Europa con el sur emergente. A pesar del discurso vacío, hecho para el consumo interno, de Portugal como “puerta hacia África” (y, aún más ridículo, como “puente de Europa con Brasil”, que obviamente no necesita puentes para llegar a ninguna parte), organizar en Lisboa una simple reunión de negocios con empresarios africanos puede ser una pesadilla. Antes que nada, a causa de algo llamado Espacio Schengen… En otro escala, compárense las rutas africanas de la TAP (línea de bandera portuguesa) con las de Royal Air Maroc y se verá la nimiedad funcional de muchas empresas estratégicas portuguesas. Portugal, una vez perdido el imperio, escogió cerrarse al sur cuando pensó que Europa era su único lugar conveniente. Se adhirió a la desconfianza y al pudor de los ricos frente a los continentes difíciles, e irguió barreras de todo tipo (consulares, políticas, aduaneras), insultando su pasado y sus obligaciones morales por cuenta de una distancia higiénica con el mundo pobre. Un mundo al cual Portugal, en actos y discursos, miraba con el mismo desdén y arrogancia –por no mencionar el chovinismo– con que hoy Europa nos mira.
Aquí estamos, entonces, en una ruptura geográfica y ya no solo económica: Portugal ya no es el sur emergente y vigoroso de la Europa unida, buen alumno aplaudido en el club de los grandes. Qué irreal recordar cuando, apenas hace dos años (¡!), el entonces primer ministro portugués, el socialista José Sócrates –“mon amijôzê”–, era el invitado de honor de Nicolas Sarkozy en un simposio sobre Nuevo mundo, nuevo capitalismo en París… Hoy Portugal es la melancolía del fin de la tierra de un nuevo Mezzogiorno mediterráneo, cuya existencia no aflige particularmente a los núcleos decisivos europeos. Entregados ahora a un sur que no es con exactitud lo que Europa entiende por Costa Azul, los portugueses asisten al regreso vengativo de su historia y se saben a merced de nuevos poderes y esferas de influencia que materializan una versión ácida del regreso de las carabelas. Hoy en día una multitud de desocupados de la construcción compulsiva y de los sectores de mano de obra barata va rumbo a Angola (e iría rumbo a Libia si la revolución no hubiera pospuesto el auge de la construcción pagado por el dinero del petróleo, tras el fin del embargo al régimen del coronel). Sobre Angola, antigua “joya de la corona” portuguesa, la propaganda de ambos países dice que es una tierra de “oportunidades”. Y lo es: para quienes no tengan escrúpulos.
Lo que no se dice en los medios, sobre Luanda ni sobre Lisboa ni sobre Europa, es que hoy no hay dinero limpio en Angola y que toda la “inversión” es, directa o indirectamente, un blanqueo. Citando al valiente rapero angoleño mck, en el fantástico poema que es su sencillo En el país del Padre Banana, ellos “hicieron de la miseria un negocio rentable”. Hoy Angola es un circo máximo de nueva explotación colonial, en un proyecto de capitalismo salvaje engendrado por un régimen de origen y matriz estalinistas. La explotación, con todo, se invirtió en este binomio lusotropical. Los hijos y nietos de los colonos portugueses son hoy –en los astilleros, las canteras, la construcción civil– los semiesclavos de quienes desciendan de los antiguos “indígenas” y “asimilados”.
Pero Angola no es tan solo el destino de nuestra mano de obra barata. Después de una excursión de cuarenta años por Europa, hoy el Portugal democrático está exactamente donde estaba el de la perestroika marcelista. Dije ya que Portugal no es viable sin Angola, y esto constituye, como en los años setenta, una cuestión de soberanía que ya no es asunto de ellos sino nuestro. De Luanda llega, en los últimos años, el flujo de capital y de inversión –las tales “oportunidades”– que mantiene a Portugal a ras de los niveles mínimos de Europa, evitando la realidad del naufragio a cambio del control creciente por parte de angoleños interesados en despachos vitales en la banca, la energía, la distribución y, ¡qué cosa!, en los medios de comunicación. El fracaso mutuo de Portugal en Europa y de Europa en Portugal no se mide solo ni, sobre todo, en la falta de convergencia socioeconómica, sino también por la falta de convergencia moral y ética en la práctica política y en la cultura cívica. Europa admite y considera normales, en su región del sur, patrones de corrupción política, malos gobernantes y prácticas antidemocráticas cotidianas que jamás serían permitidas de forma impune en los países del norte, o incluso del este. Este es un tipo de condescendencia mal disfrazada de quienes en Bruselas, París o Bonn, en los años ochenta y noventa, no supieron, porque nunca quisieron, ejercer la debida influencia sobre las clases políticas emergentes que alimentaron y construyeron sus clientelas distribuyendo y despilfarrando los “fondos de cohesión”, por cuenta de un modelo de desarrollo que nunca se desvió de lo que era conveniente, en esa época, para los grandes del “proyecto europeo”.
No se llega solo a un agujero como en el en que se encuentra Portugal. Tuvimos ayuda activa y eficaz. La ayuda al endeudamiento antecedió la ayuda al desarrollo. Portugal no llegó a Europa antes, cuando debía y podía, porque Europa y América, es decir, las democracias occidentales, finalmente no pensaron que valiera la pena presionar mucho la espalda de Salazar (ni la de Franco) después de 1945. Los grandes faros del “proyecto europeo” y de la Alianza Atlántica consideraron decente para los portugueses (y españoles y griegos) la perpetuación de regímenes protofascistas, de opresión por medio de la violencia y la ignorancia que, también en este caso, nunca hubieran admitido para sus propios ciudadanos. Los “países de la construcción europea” estuvieron entre aquellos que decidieron, conscientemente, perpetuar regímenes que como el Estado Nuevo tuvieron un coste incalculable, tanto en el tiempo histórico como en el tiempo biológico individual. La consolidación democrática en el corazón de Europa –en un tiempo de paz, que es el tiempo de la semilla y la cosecha– fue pagada, en parte, con los intereses de varias periferias convertidas en regímenes totalitarios, como en el país donde nací. Europa, que es rápida juzgando y catalogando, no debería olvidar que, antes de pagar (como hoy escuchamos) la “integración” de Portugal, fomentó su exclusión y ganó con ella. La guerra fría tuvo un segundo Telón de Acero al oeste, en los Pirineos: el telón de la reacción, simétrico al de la revolución. Esta es una incómoda ecuación para un portugués: hoy soportamos clases de contabilidad de quienes no supieron, en su debido momento, darnos lecciones de libertad. La figura primero heroica y luego trágica del general Humberto Delgado es la mejor manera de ilustrar la relación poco edificante entre las potencias occidentales y Portugal. Como joven oficial, apoyó el golpe militar y la aparición de Salazar; en 1943, como oficial superior de las Fuerzas Aéreas, tuvo un papel crucial en la negociación del acuerdo que posibilitó el uso de las Azores por los estadounidenses y el cambio de rumbo que tomó la guerra en el Atlántico (y después en Europa continental); en 1958 compitió contra el candidato de Salazar en las elecciones presidenciales, pero le faltó el apoyo imprescindible de Washington y Londres para su idea de un proceso de democratización en Portugal. Tras años de exilio, terminó asesinado en la frontera española por un agente de la Policía Internacional y de Defensa del Estado (PIDE).
En uno de los episodios más importantes de la historia del siglo XX, la posibilidad de una democracia en España fue aplastada con ayuda de la Alemania nazi (e inmortalizada en el lienzo más famoso de Picasso). Está claro que Portugal no tuvo una guerra civil y, por lo tanto, ni siquiera se presentó la ocasión para que viviéramos nuestro momento Guernica. Las cosas ocurrieron de forma más perversa y profunda. Los viejos amigos ingleses y los nuevos amigos estadounidenses vinieron, en la posguerra, a apoyar a Salazar y al Estado Nuevo con un Plan Marshall oficioso. Le ofrecieron al régimen la frialdad del cálculo de los socios de Portugal en la OTAN y una discreta inversión extranjera (alemana, estadounidense, francesa, británica, japonesa…). Ese fue el oxígeno que le permitió al Estado Nuevo sobrevivir artificialmente más allá de su plazo válido en la historia. La inversión fue exactamente eso: aplicación de capital con la intención de cobrar dividendos y obtener un retorno estipulado y mensurable. Quien no comprenda esto es particularmente ingenuo o un creyente en el altruismo de los fondos perdidos. La lista (y el mapa) de inversores es impresionante, incluso sin ser exhaustiva. Damag (República Federal de Alemania) y Babcook & Wilson (Reino Unido) en la metalúrgica de Montijo; Procon (Reino Unido) en la refinería de Matola, en Mozambique; Pechiney (Francia) en la fábrica de aluminio de Dondo, en Angola; Phoenix-Rheinrohr (RFA) en la distribución de energía de la metalúrgica de Seixal, construida por un consorcio de empresas alemanas y belgas; United States Steel Corp., Morrison Company, Tudor Engineering y D. B. Steinman (todas ellas estadounidenses) en el proyecto del Puente Salazar; Ingersoll Rand (Estados Unidos), fabricante de compresores y equipos afines; capital sueco en la construcción de celulosa de Socel en la Margen Sur; Krupp (RFA) y Hojgaard & Schultz (Dinamarca) en las inversiones mineras en Angola; etcétera, etcétera, etcétera.
El capital extranjero en la posguerra continuó con la tradición de un imperio que fue la única potencia impotente de la Conferencia de Berlín y que obtuvo y mantuvo las colonias africanas empujada por el interés británico de contrariar los apetitos imperialistas de Alemania y Francia. De los Ferrocarriles de Benguela, obra estructural del proyecto colonial de Angola, hasta las grandes compañías coloniales del valle de Zambeze, en Mozambique, el imperio portugués era una máquina aceitada con dinero inglés, alemán y belga. Si a este hecho le agregamos la inversión de la posguerra en Portugal, comprenderemos de forma más nítida la naturaleza real de la mítica visión de Salazar. Y nos queda claro el tipo de colaboracionismo que dio una mano a la “modernización” entrópica puesta en marcha por el Estado Nuevo entre la metrópoli y las colonias. Fue el capital oriundo de las democracias occidentales el que pagó la distopía de Salazar, un país que gastaba un tercio del presupuesto en las fuerzas armadas, en una época en que la educación llegaba a un nivel inferior al 10%. Peor aún: esa fue la “inversión” que le dio margen al dictador para mantener contentos en la metrópoli a los únicos fiadores de su poder –los militares, siempre los militares– y, en las provincias de ultramar, para envolver a Portugal en tres frentes de guerra que tuvieron un precio incalculable en sufrimiento humano y atraso social. En la ola de apertura de la Europa de posguerra habría sido legítimo pensar que la descolonización de las posesiones portuguesas sería el motor saludable de la democratización del país. Trágicamente, sabemos, la obstinación de Salazar determinó que ocurriera lo contrario. Pero es importante recordar que la Legión Cóndor a la portuguesa fue lo que hoy se llamaría una coalition of the willing de bombarderos estadounidenses, helicópteros franceses, barcos alemanes. Fue necesario comprarle a alguien y a nadie, en aquel entonces tal como hoy, y abastecer de armamento y equipo militar gratuitamente. Hace poco, en los Archivos de Moscú, llegaron a mis manos diferentes documentos sobre el papel de Alemania en la guerra colonial de Salazar. En uno de ellos, de 1969, Amilcar Cabral, líder del Partido Africano para la Independencia de Guinea y Cabo Verde (PAIGC), intenta llamar la atención de la opinión pública alemana alrededor del caso de los astilleros Blohm & Voss, de Hamburgo, que tenían en sus manos una encomienda de tres fragatas para la Marina de Guerra Portuguesa, “listas para su uso” en Guinea. Me vino a la cabeza un pasaje del escritor sueco Sven Lindqvist en donde recuerda una discusión en su adolescencia, en un pequeño puerto noruego, a propósito de la ocupación nazi alemana y sueca.
El joven Sven alegó que antes de 1945 aún era un niño, pero uno de los pescadores le respondió algo así como: “Sí, pero también te aprovechaste del saqueo”. No es una cuestión de explicaciones, sino de decencia y sentido de la realidad. En estos momentos de turbulencia europea, con el pretexto del caso de Grecia, hay que recordar la cuestión de las indemnizaciones de guerra. A mí, que en 1968 nací en un país y una región ignorantes, hijo de un hombre que combatió tres años en África y de una mujer que no tenía agua corriente ni luz eléctrica en casa, se me ocurre preguntar: ¿a quién le exijo una indemnización de paz? ¿Al presidente estadounidense? ¿A la reina de Inglaterra? ¿Al canciller alemán? ¿Al secretario general de la OTAN? ¿A Europa, en concreto al doctor Barroso? ¿Al presidente de Krupp? A nadie, evidentemente. Pero a todos ellos les exijo, se les exige, que dejen de tratar a los países “bajo intervención” como una ratonera de perezosos que aún no comprenden el valor del trabajo y que se merecen vivir sin salarios, sin protección social y sin horizonte de futuro. El progreso del sur, además, no fue solo un desperdicio, pues les vino bastante bien a las exportaciones de los países industrializados del norte. Basta andar por Portugal y ver los coches alemanes, los camiones suecos y los tractores estadounidenses… Usemos, además, una metáfora mecánica: un Bayernmobil proporciona a quien lo compra estatus y el placer de conducirlo; a quien lo hace, seguramente, ya le dio empleo. ¿La mayor ganancia es para quien lo usa o para quien lo fabrica? Para ser más claro: el “consumo” de alguien ya fue inscrito en la “competitividad” de otro. Desesperanza cotidiana, angustia ante el futuro, irascibilidad en las relaciones, desprecio por la clase política, politización fuera del espacio partidista y parlamentario. Este es el retrato del país en el otoño de 2012. Otelo Saraiva de Carvalho hizo saber que Portugal está al borde de “una revolución no-pacífica”. La suerte del gobierno, y de los portugueses, es la única conquista inamovible de la democracia portuguesa: ya pasó el tiempo de los golpes de Estado. A favor de la troika y de los inclementes que nos gobiernan existe también el peso del pasado: la pobreza que a Salazar le salió tan cara. Fue hace apenas una generación que los portugueses dejaron un cuadro social en que la dieta de un individuo normal era de un vaso de leche al día, un pequeño pedazo de carne a la semana, tres huevos al mes y una gallina al año. Nosotros ya somos pobres, como recordó Passos Coelho. Extraña coincidencia: la parte inferior del rostro de Passos es increíblemente idéntica a la de Salazar. La venganza de alguien que nos sonríe en la arrogancia del otro. Queda, entonces, la calle, morada común de la rabia.
Este texto fue publicado originalmente en la revista colombiana El malpensante y antes, en su versión original, en la portuguesa Ler en enero de este año.
Pedro Rosa Mendes es escritor, autor de libros como Baía dos Tigres (hay versión española: Bahía de los Tigres) y Peregrinação de Enmanuel Jhesus. En FronteraD ha publicado Diario de Moscú. Buscando rastros de Guinea-Bissau en los archivos soviéticos y Soñando a las puertas de Europa. Memorias rotas de Portugal
Traducción: Nicolás Barbosa López