Inmersos en el epicentro de la crisis económica-especulativa-financiera y bajo el espejismo de la Ley de Economía Sostenible, una nueva pasión se abre, desde hace unos años, en la mente de los dirigentes políticos españoles: el I+D+i. Una poderosa fuerza que ha de convertirse en el motor de un cambio de modelo económico que nos ha de guiar de nuevo por la senda de la prosperidad -real y no virtual- y del bienestar hacia un Sangri-La. Ahora bien, todos estos políticos se olvidan de un hecho fundamental: todos los pasos hacia el progreso se han realizado pisando sobre el terreno de la ciencia.
Así, el huevo que dio lugar a la gallina de oro de la revolución industrial –donde dicen que se originó el salto al futuro- se llamaba impulso a las sociedades científicas, facultades de matemáticas o física, o institutos tecnológicos que se desarrollaron uno o dos siglos antes. Ellos, y no otros, crearon la mentalidad que propició el desarrollo tecnológico que les precedió.
Tradicionalmente, y de manera especial una vez que se han puesto al aire las vergüenzas de los neocom, se argumenta que la pujanza económica de un país está íntimamente ligada a su capacidad para la innovación e invención, que a su vez depende de la inversión estatal (inicialmente) en investigación básica y aplicada.
En este contexto, no resultaron extrañas declaraciones como las del presidente del Consejo de Investigaciones Científicas, argumentando que necesitábamos 50.000 nuevos científicos antes de 2010 para poder abordar con ciertas garantías los retos que planteaba la sociedad del conocimiento.
Ha llegado la fecha. Sin duda se han cumplido los números -o se está muy cerca de hacerlo-, pero la realidad es bastante más compleja que un discurso político: no siempre las grandes inversiones estatales en I+D+i han sido garantía de desarrollo económico.
La vitalidad de un país precisa, más que de ingentes cantidades de fondos, de un cambio de mentalidad y una apuesta decidida por la Ciencia, porque sin ella no fue posible ni el capitalismo, ni la revolución industrial -ni la primera ni la segunda ni tampoco la que dicen será la tercera- ni será posible el progreso.
Este proceso requiere su tiempo y a tenor del desarrollo de la Ley de Ciencia, de los escasos cambios que se han producido en el modo de trabajar en la universidad española y de la situación de los investigadores -también llamados precarios- dista mucho de alcanzar un grado de excelencia.
Es evidente que una de las peculiaridades de la sociedad española es su falta de tradición científico-técnica. Una sociedad en la que uno de sus grandes iconos intelectuales, don Miguel de Unamuno, que condenó el desarrollo científico con el nefasto “que inventen ellos”, difícilmente albergará un cierto interés por la ciencia. Aun así, hemos pasado en poco más de cien años a esa apuesta por el I+D+i. Por el camino se atravesó el desierto de la autarquía del comienzo del franquismo (salvo esa pequeña luz que supuso el non nato proyecto de la II República), la euforia del Spain is diferent con el desarrollismo de los sesenta basado en la especulación -ya sea del ladrillo o del dinero-, o la economía social de mercado de la democracia. Pero ni por asomo se produjo un movimiento similar al que llevó a Europa a la Revolución Industrial: la pasión por la Ciencia.
El nacionalismo tecnológico
Desde mediados del siglo pasado, se justifica el esfuerzo inversor de los estados en ciencia y tecnología con una hipotética relación de causa-efecto entre la inversión estatal en investigación, desarrollo e innovación (I+D+i) y la pujanza económica de una nación.
Este nacionalismo científico-técnico parte de la premisa de que sólo se llegará a ser un país rico si se consigue inventar e innovar tanto o más que el resto. Consecuentemente, las naciones más importantes y punteras serán aquellas que han hecho -y hacen- los mayores esfuerzos para financiar la investigación en Ciencia y Tecnología.
Un modelo capitalista que se basa en dos conceptos: el primero de ellos (podría llamarse el problema del parásito) afirma que en una sociedad de mercado, los particulares jamás harán un gran esfuerzo del que puedan beneficiarse todos y, por lo tanto, la financiación de la investigación (especialmente la investigación básica) corresponde al Estado.
Y el segundo, (podría denominarse la oportunidad nacional) señala que los resultados de la investigación van a favorecer en primer lugar a la nación que los ha desarrollado. El descubridor de una nueva tecnología parte con ventaja a la hora de sacarle rentabilidad.
Y como muestra, el modelo emergente de EE UU como la gran potencia mundial durante el siglo XX, gracias a un ágil proceso nacional de innovación, y empujado por la fuerte intervención estatal que ha financiado la investigación básica (una considerable fracción del PIB norteamericano va a parar al sector de la I+D+i). Paralelamente, el declive del Reino Unido se explica justamente por lo contrario, por el insuficiente esfuerzo estatal en I+D+i.
Aparentemente hasta aquí ni un pero. Ahora bien, si estudiamos el fenómeno soviético concluiremos que no siempre las grandes inversiones estatales en I+D+i han sido garantía de desarrollo económico. Stalin se esforzó en superar a los EEUU en investigación. A principios de los 60 igualó en esfuerzo de I+D+i a los norteamericanos y a finales de la década lo consiguió con creces. Ninguna nación llegó a emplear a tantos científicos e ingenieros como la Unión Soviética. Sin embargo, ni sus logros tecnológicos ni industriales estuvieron a la altura de su descomunal esfuerzo en I+D+i (del bienestar de sus ciudadanos, casi mejor no hablar).
Italia, que jamás realizó un gran esfuerzo en I+D+i, consiguió alcanzar en los años 80 el nivel de renta per capita inglesa. Hoy en día las economías de China, Malasia, Taiwán o Corea del Sur crecen mucho más que la japonesa, que destina fondos en este concepto muy superior al de estas cuatro juntas (de hecho, es un esfuerzo similar al de los EEUU). O España, donde paradójicamente -así lo estamos pagando- hemos crecido invirtiendo menos en I+D+i que nuestros socios comunitarios.
Un modelo falaz
Pero la ecuación no funciona porque sus principios son falsos. El primero, el del parásito, porque los particulares también financian la investigación, unas veces porque es rentable y otras, simplemente por filantropía. Basta con recordar que pocas instituciones han liderado tantas investigaciones de calidad galardonadas con el Premio Nobel como el Bell Laboratory, una institución privada (con ánimo de lucro) cuyos empleados ganaron el Nobel de Física seis veces (algunas tan poco aplicables a la industria como la de Arno Penzias, la radiación de fondo cósmica, la prueba clave de la existencia del Big Bang con el que empezó nuestro Universo).
Tampoco la oportunidad nacional es cierta: no existe una frontera nacional para los descubrimientos tecnológicos, todos nos aprovechamos de ellas. A menudo ni siquiera es el país que descubre quien más rendimiento obtiene del descubrimiento: Francia inventó el automóvil y Alemania desarrolló el motor de combustión interna, pero quien verdaderamente comenzó a “sacarle jugo” fueron los EEUU; Inglaterra tuvo una participación crucial en el desarrollo de los ordenadores, pero EEUU o Japón le sacaron mayores beneficios económicos.
En segundo lugar, la inversión estatal, por elevada que sea, tan solo es una condición necesaria (pero no suficiente) para conseguir una pujanza científico-técnica. No solo se trata de invertir, sino que hay que invertir bien. La excesiva burocracia y de condicionantes que se imponen a la investigación para conseguir fondos del Estado pueden ser un obstáculo insalvable.
En tercer lugar, y quizás el más importante, para que la inversión en I+D+i repercuta en los procesos de innovación generadores de progreso y bienestar es necesario que exista una tradición científica y tecnológica.
Hacer ciencia es preparar a una sociedad para asumir valores como la excelencia, la profesionalidad, el trabajo en equipo, la creación de un tejido emprendedor que esté dispuesto a asumir el riesgo de la innovación. Una serie de valores que anima a las mejores mentes a dedicarse a este campo.
Aunque las relaciones entre investigación, desarrollo, innovación, tecnología, progreso y bienestar sean muy complejas, pocas cosas resultan tan evidentes como que a lo largo de la historia nada ha mejorado tanto nuestro estilo de vida como el desarrollo científico-tecnológico.
Hasta hace apenas algunas generaciones atrás, ni siquiera un europeo rico solía superar los 50 años. En tan escaso camino, comía generalmente alimentos en avanzado estado de putrefacción disimulando con especias su nauseabundo sabor, compartía su mal nutrido cuerpo con miríadas de piojos, vermes intestinales, sarna… y habitualmente asistía al entierro de buena parte de sus hijos.
Invertir en ciencia es invertir en la humanidad.