Home Mientras tanto Postal de inmigrante desde la noche de White Plains, NY.

Postal de inmigrante desde la noche de White Plains, NY.

 

White Plains, NY

 

Él coleccionaba imágenes de las mujeres que formaron parte de su vida. Entraba a internet, encontraba las fotos, ponía una al lado de la otra. Comparaba sus ojos, sus cuerpos, recordaba en qué momento las conoció.

 

Aquella noche se quedó en la oficina del periódico de White Plains. Le había ofrecido a la directora traducir un artículo extenso sobre las elecciones locales. Pasaba la medianoche cuando entró al chat. Una muchacha mexicana le preguntó si es que estaba solo. “Muy solo”. La oficina tenía una luz amarilla, una ventana iluminada en uno de los pisos de un edificio enorme, gris, sin señas, con un número en la puerta similar al de otros tantos plantados en la misma calle, lugares que después de las cinco de la tarde se llenaban de silencio. Él era el último en la oficina, nadie vendría hasta las 9 de la mañana. “¿Tú estás sola?”, le preguntó. Ella dijo que sí, él sacó del bolsillo una tarjeta telefónica y la llamó.

 

Se conocían varios años, desde que él vivía en Lima y trabajaba en aquella oficina editorial donde perdía sus mañanas. Ella vivía en un barrio del centro de Veracruz. Tenía dos hermanas, un dogo blanco, sus padres administraban unas tiendas y alquilaban unos terrenos de los suburbios: para fiestas comunitarias, ferias de comida, ese tipo de cosas. No parecía irles mal. Su vida personal era sosa. Los escasos amigos que tenía no le gustaban lo suficiente como para abandonar la casa y hacer lo que nos toca hacer cuando decidimos ser independientes. Estaba cómoda. El amor era algo en lo que pensaba pero que no la iba a obligar a cambiar su estilo de vida. Había tenido un novio español pero las cosas acabaron mal. No quería arriesgarse de nuevo a perder la cabeza por un chico que conoció en el chat. “Me gusta que me digas esas cosas”, decía su voz, casi perdiéndose, mientras él le repetía lo que desde hacía meses le sugería cada vez que se conectaban más de treinta minutos. Esa noche se acabaron la tarjeta y él salió del edificio pasadas las dos de la mañana.

 

White Plains, la capital del condado de Westchester, es una colección de centros comerciales, pequeñas tiendas, algunos restaurantes, un gran hospital y media docena de centros médicos, un juzgado donde mandan a los acusados de terrorismo que nadie quiere ver en Manhattan. Los residentes ─blancos en su mayoría, muchos italianos que se llenaron de plata─ viven lejos del centro, que en la última década se ha llenado de fondas y cafeterías para hispanos y negros. La ciudad está rodeada de campos de golf.

 

Para él lo más peculiar de la ciudad era el sonido del semáforo que anunciaba el cambio de rojo a verde y la grabación que le avisaba que era tiempo de cruzar la avenida más importante: Mamaroneck Avenue. Era una voz sin alma, destinada a los ciegos. El hecho de que esa madrugada en la que salía del periódico, la grabación sin alma le llamara la atención, le parecía ser la prueba de que él también estaba ciego. Porque si no estaba ciego entonces ¿qué hacía ahí? Tan lejos de casa. A las dos de la mañana las calles de Westchester estaban desiertas. Los suburbios de Nueva York solo viven y celebran en horas de trabajo.

 

La dueña del periódico había contratado a una secretaria. Era una pariente: una hondureña con 18 años cumplidos. La chica pidió el trabajo porque dudaba si postular a la universidad. La directora los presentó y sugirió que él la aconsejara. Dijo su nombre: Marlene. No dijo nada cuando él intentó explicarle de qué trataba el extenso artículo que estaba escribiendo sobre el cine de Spike Lee. Tampoco cuando él le dio detalles del evento literario de Manhattan en el que recibió un premio un destacado escritor. El nombre del escritor no le decía nada. La semana siguiente la directora le pidió que se la llevara por la Mamaroneck Avenue y que le tomara unas fotos leyendo el periódico. Las iban a usar como material promocional. Marlene cruzaba las piernas con minifalda y botas negras de cuero, mostrando el muslo grueso y de color marrón intenso. Le hizo conversación, la terminó invitando a una fiesta en casa de sus primos. Las noches previas a la fiesta se le ocurrió preocuparse: ¿De qué iban a hablar? ¿Qué diablos hacía ahí? Tan lejos de casa.

 

Manejaba un Honda que le regaló un pariente que se fue a vivir a Texas. El auto se caía a pedazos. Antes del Honda tomaba el autobús. El autobús lo recogía de la esquina donde vivía a media cuadra de la Mamaroneck, y lo dejaba a dos cuadras del lugar donde perdía los días de lunes a viernes, abriendo la tranca del estacionamiento de un centro médico de White Plains: hasta que consiguiera un empleo relacionado con lo que había estudiado. El periódico era un trabajo a medio tiempo. Marlene apareció en la fiesta del primo y le dijo que le iba a presentar a un amigo que dirigía una agencia que traía artistas a Nueva York. Al volver a su pieza se torturó pensando en cómo sería vivir con ella. Cómo sería también si la chica de Veracruz decidiera abandonar su casa, los hermanos, el dogo, la habitación de los padres que no le costaba un centavo y venir a Nueva York a pasar hambre con él.

 

Marlene llegó una noche a su habitación, se estiró en su cama y le dijo que no iba a entrar a la universidad, que quería ser cantante. La muchacha de Veracruz le prometió que cuando al fin se vieran las caras, ya fuera en México o en Estados Unidos, iba a dejar que la penetrara como a él decía gustarle más.

 

Coleccionaba imágenes de mujeres que formaron parte de su vida. Entraba a Internet, encontraba las fotos, las ponía una al lado de la otra. Se preguntaba con frecuencia ¿qué hacía ahí? Medía las distancias en un mapa. Se cuestionaba si estaba ciego, si esa era la vida que quería, si sí o si no. Y sin embargo jamás partió. 

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