Al lugar del crimen vuelvo sin rencor. Como al mismo mar de tantos veranos en los que la infancia se convirtió en lo que finalmente fue. Ahora te gusta decirte, y por eso te fuerzas a abrir los ojos y a reconocerlo minuciosamente, a grabártelo a fuego en la memoria, que lejos del mar la vida parece como si hubiera sufrido una amputación. Pero me cuesta tanto creerlo como a darle la más mínima importancia al hecho de haber nacido en un lugar y no en otro. No consigo afiliarme a esa emoción. Me doy cuenta de que se trata de una impostura. No consigo engañarme. Del mismo modo que en realidad me da lo mismo que gane el Celta o la selección española, que suene el himno de Portugal que el de la antigua Unión Soviética, que flamee la bandera de los zulúes que la de los bosnios, hablar gallego que hablar inglés… ¡Qué importa! Importa, claro, sí, disfrutar del pasaporte de un país en el que la lotería del nacimiento reduzca a casi cero tus opciones vitales de estudiar y hacer realidad una especie de sueño inculcado en la infancia, ser ciudadano de un país en que se respetan los derechos humanos y no formar parte de una minoría despreciada y eliminada (como los rohingya en Birmania ahora mismo o los judíos en Alemania no hace tanto tiempo), los tribunales de justicia protejan de la arbitrariedad, la policía no sea peor que los sicarios o 2.054 de cada cien mil mujeres mueran al dar a luz o menos del 1 por ciento de la población disfrute de luz eléctrica (como ocurre por ejemplo en Sur Sudán, el país más joven del mundo). Pero lo demás, no tiene más valor que el sentimental. Por eso cuando mis compatriotas españoles, o mis amigos de las llamadas nacionalidades históricas, dedican tantos esfuerzos, tanto tiempo, tantos recursos, a excavar en los surcos sagrados de la identidad y la diferencia me entra una fatiga indescriptible, por no decir otra cosa.
Vuelvo a Playa América, una de las favoritas de mi padre, donde fui testigo ¿de qué? ¿De las preguntas que no supe hacerle antes de que fuera demasiado tarde? ¿De mis propios sueños de una adolescencia distinta, capaz de seducir a las chicas que me gustaban, de que no fuera tan difícil persuadirlas de algo tan radicalmente importante entonces como bailar o no bailar? En el mar de la infancia (que es un verso pésimo), que es el mismo de la juventud que el de ahora mismo, aunque tú no lo seas, cifrabas una potencia, un destino, un significado que la edad, el paso del tiempo, no ha corroborado. La tarde de primavera, dulcísima, ha hecho que los adoradores de la naturaleza se echaran en masa a las playas de la ría de Vigo, donde transcurrió mi infancia, empecé a convertirme en parte en lo que tal vez soy. El mar abierto, entre el espigón de Playa América y Monte Ferro, con las Cíes a estribor, parece una invitación a adentrarse en el océano. Nostalgia sí, tal vez, del Mar Atlántico. Pero no de Nueva York.
Recuerdo como un rumor las conversaciones de mis compañeros del colegio Montecastelo (¡ah, no me canso de repetirlo, aunque no tenga la menor importancia para nadie, ni siquiera para mí: soy ateo gracias al Opus Dei!), los que pasaban el verano en los chalets que sus padres habían construido en la Ramallosa, Panjón, Playa América, Bayona… Rumores de fiestas al aire libre, en aquellos veranos largos como el franquismo sin mala ni buena conciencia, guateques en los que empezaba a correr el humo y el alcohol y se escuchaba a The Beatles, se iniciaban los primeros escarceos, los más ufanos manejaban los autos de sus padres, una muchacha irresistible dejaba que una mano nerviosa hiciera los primeros tanteos en una blusa hinchada no solo por el viento… Un aroma americano nutría sus poses, sus voces, sus lociones… Era otro país para mí, que ya entonces me refugiaba en paseos solitarios por Alcabre, la playa humilde cerca de mi casa, y en los libros. Era otro país del que apenas escuchaba un rumor cargado de deseo, que acentuaba el misterio, la necesidad de saber, de ser invitado, de formar parte de todo eso, de aquellos veranos rutilantes a los que no fui convocado.
Vuelvo al lugar del crimen sin rencor. A Playa América íbamos a veces con mi padre, en el precioso Citroën Tiburón, cuando éramos mucho más niños, no pensábamos en el sexo ni nada parecido, y sin embargo… Cuando llegó la hora no cogí ese tranvía, y acabé siguiendo otras sendas que me alejaron más y más de todo aquello, empezando por Playa América y por Vigo.
El mar irrumpe con fuerza, como si marcara un ritmo triste, batiera un tambor irracional, midiera el tiempo que nos queda para remediar lo irreparable.
En Granada, ayer, bajo un sol de Patricia Highsmith, escuché a David Cruz, un poeta costarricense, recitar unos fragmentos de su último libro, A ella le gusta llorar mientras escucha The Beatles. Escuchad:
Nada más triste que cuando anochece para una vida.
Se perfecciona el arte de recordar.
La noche es el impostor más grande de tus derrotas.
Escuchas las canciones de infancia, tratando de no ver calamidad
en sus letras.
Intentas hacer un cover de amores fallidos.
o
Los lindos saben que son lindos, y salen con su mirada erguida en autos elegantes.
Tienen trabajos lindos, ropas caras que disimulan lo poco feo que pueden tener.
Miran a los feos que caminan por las aceras en busca de otros feos.
En la noche del hotel repaso los elementos del crimen. Ningún rencor. Hasta ser feo ha dejado de pesar en el arqueo. Apago la luz. Dejo que el impostor encuentre el sueño, el olvido, su destino. No era tan importante.