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ArpaPostal navideña desde JFK

Postal navideña desde JFK

El deseo de volver a casa por Navidad puede convertirse en una angustiosa pesadilla. Atrapada por una nevada en el aeropuerto de Nueva York, la periodista ve peligrar su viaje

 

Imagen de una pista de aeropuerto con tres aviones parados

iStockphoto

 

 

Lo había visto muchas veces por televisión: gente hacinada en el aeropuerto, durmiendo en el suelo entre montañas de maletas y con la incertidumbre de no saber cuándo podrán volar. “Pobrecitos”, pensaba desde el sofá de mi casa. Pero este fin de semana era yo quien tiritaba bajo una manta sintética azul marino en el suelo del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy de Nueva York.

Los medios llevaban días anunciando la tormenta de nieve, pero nuestras ganas de volver a casa para comer el turrón no nos permitían creer en tal amenaza. ¿Cómo iba la capital del mundo a dejarse vencer por unos cuantos copos de nieve?

Así fue. Como en tantas ocasiones, la naturaleza pudo más que el hombre, y los cientos de pasajeros que sólo deseábamos llegar a nuestro destino para celebrar las fiestas en familia nos vimos abandonados a merced de la todopoderosa compañía aérea. A pesar de repetirse cada temporada, la situación (como el teatro del absurdo) no pasa de moda. Con una excusa u otra, las aerolíneas consiguen salir indemnes de su desidia y son los pasajeros quienes pagan las consecuencias, totalmente indefensos e ignorando sus derechos.

En esta ocasión, el comodín de Delta fueron las condiciones meteorológicas adversas. Bajo la excusa de que un motivo fuera de su control era el que impedía volar, la compañía se desentendió de los pasajeros completamente. Como Josef K. en El proceso, no sabíamos a quién reclamar para solucionar el problema. Delta se había desvanecido en el limbo burocrático del JFK. Sólo queríamos llegar a casa, ¿tan difícil era de entender?

Llegaron a ponernos la miel en los labios, parecía que lo íbamos a conseguir, que íbamos a volar. Nos habíamos subido al avión y allí, metidos durante cinco horas, conservamos la esperanza. Precisamente a partir de hoy ha entrado en vigor una ley en Estados Unidos que prohíbe mantener a los pasajeros empotrados en un avión durante más de tres horas sin despegar. Sí, llámenme gafe.

La falta de tacto exhibida por algunos miembros de la tripulación durante el estado de cautiverio dentro del aeroplano fue insultante. No podíamos movernos de los angostos asientos, pero tampoco comer.

 

– Oiga, ¿nos podrían dar algo, no? ¡Estamos muertos de hambre! – instó la pasajera sentada delante de mí a la azafata aprovechando que pasaba por el pasillo.

– No podemos servir comida hasta que hayamos despegado, lo siento – contestó la azafata con pocas ganas y acento argentino.

– Pero dennos algo, no sé, ¡ni que sean unos caramelos!

– ¿Caramelos? ¡Nosotros no tenemos caramelos! – contestó la azafata fingiendo sorpresa y sonriendo con prepotencia.

 

Otro pasajero irritado se sumó a la discusión:

 

– ¡Pues qué poco habrá volado usted, porque todas las aerolíneas tienen caramelos!

– Caramelos en un avión. ¡Es la primera vez que oigo semejante cosa! – se atrevió a soltar la azafata mientras se alejaba.

 

A los pocos minutos empezaron a repartir el equivalente americano de los caramelos: bolsitas de cacahuetes salados. Teniendo en cuenta que algunos no habían comido desde hacía ocho horas por miedo a llegar tarde al aeropuerto (las carreteras entre Manhattan y el JFK son un poema entre cementerios) o quedarse encallados por la nieve, todos devoramos el contenido de las minúsculas bolsas en segundos y, además, a palo seco, sin agua.

Finalmente las temidas, malditas palabras, sonaron por los altavoces: “Vuelo cancelado”. Parcos y vagos en todo tipo de explicaciones, los miembros de la tripulación nos invitaron a abandonar el avión y nos remitieron a un número de teléfono para reubicarnos en próximos vuelos lo más rápido posible. El número, por supuesto, comunicaba. Estaba colapsado.

En pocas situaciones la diferencia de clases sociales sigue siendo tan visible y humillante como en los aviones. Al cruzar la zona business de camino a la salida, los pasajeros más previsores se apoderaron de algunas mantas, mucho mejores que las telas sintéticas azul marino repartidas en la clase turista (léase proletaria). Una azafata se acercó entonces para arrancársela de las manos, acusándoles nada menos que de ladrones. “Oiga, que estas mantas son muy caras, ¡cuestan 200 euros cada una!”, decía la trabajadora celestial con rictus de ofendida. Ciertamente la manta era decente, un edredón de algodón color crema, pero ni en sueños su precio se acercaba a los 200 euros. “Disculpe, pero probablemente tenga que pasar la noche en este aeropuerto, así que me voy a llevar la manta, señora”, le contestó el pasajero. Mantas, cojines, bolsitas de cacahuetes… los frustrados viajeros arramblaban con todo lo que podían. Cuando la cuestión es subsistir, al infierno con las clases.

En la puerta de embarque empezó la guerra. Tras el mostrador, tres empleados desganados de la compañía fueron abordados por cientos de pasajeros que, más o menos en fila, mientras les gritaban mantenían el teléfono móvil pegado a la oreja, intentando infructuosamente contactar con el limbo de Delta: una llamada que, realizada desde un teléfono español, podía costar casi tanto como el billete de avión.

La información por parte de la compañía era tan escasa que los rumores corrían como la pólvora y cebaban el pánico: “¡Dicen que no nos dan vuelo hasta el 30 de diciembre!”, “¡Se ve que tenemos que pagar nosotros el billete extra!”. Son fechas pre-navideñas y la desesperación te hace dar crédito a cualquier cosa.

Los empleados de Delta, conscientes de nuestra situación límite, ofrecían sin pudor destinos inverosímiles. Yo podía considerarme afortunada: fui la última que consiguió un billete para España al día siguiente. A mi lado, un joven había tenido que aceptar Bruselas, otra chica París… No se les daba muy bien la geografía a los empleados de la compañía aérea: “Dime capitales de Europa para ver si tenemos vuelos”, le espetaron a una de las pasajeras. “¿Roma está cerca de Barcelona?”, preguntó otro empleado competente en mapas.

Roma se convirtió incluso en una buena opción cuando a los últimos pasajeros les ofrecieron Casablanca. Y lo mejor de todo: Delta no les abonaba la conexión Casablanca-Barcelona. La desesperación era total y algunos se lo plantearon en serio. La cuestión era acercarse al destino, aunque el trayecto pareciera una locura.

A las dos de la madrugada la surrealista subasta terminó. Algunos de los pasajeros no tenían vuelo hasta el 25 de diciembre. Los operarios de Delta, hartos de atender a pasajeros indignados y sin guardar ninguna conmiseración hacia el sufrimiento ajeno, tuvieron la brillante idea de inventarse un vuelo extra para ese mediodía, pero sobre el que no habría información hasta primera hora de la mañana. “¡Hala, dejadnos tranquilos de una vez!”, sólo les faltó decir. Su engaño, de todas formas, recibió un irónico castigo (quizás divino): la tormenta de nieve era tal que todas las comunicaciones terrestres estaban cortadas. Así que a los empleados de la aerolínea les tocó compartir la noche con los pasajeros en el agradable hotel raso JFK.

La puerta de embarque número 5 parecía esa madrugada un campo de refugiados hambrientos. La caritativa Delta no ofreció a los pasajeros más que bolsitas de cacahuetes, galletitas saladas, de té y algunas latas de Coca-Cola. Con el estómago revuelto por los nervios, la cafeína, el azúcar y el hambre, los viajeros en espera intentaron descansar un rato. Algunos juntaron bancos para improvisar camas, otros buscaron esquinas menos iluminadas donde poder tumbarse en el suelo -eso sí, con la banda sonora de la CNN a todo trapo-. Los más afortunados encontraron una sala con hamacas, algo más mullidas que la moqueta, pero donde el frío era intenso y los ronquidos de una señora rompían el silencio.

El día amaneció esperanzador. Un agradable sol iluminaba las níveas vistas a las instalaciones del JFK. Lo de la tormenta no era broma: 20 centímetros de nieve se acumulaban sobre el finger de nuestro avión. Hasta ese día, ni un solo copo había caído en Nueva York.

La guinda corrió a cargo de Frank Sinatra y Mariah Carey, entre otros. Los americanos son auténticos forofos de los Christmas Carols (villancicos). Las tediosas canciones sonaban sin parar en la cafetería del JFK. Un rato tiene su gracia, pero aguantarlas durante siete horas seguidas viendo aviones despegar sin saber si tú volarás ese día es como que se estén riendo en tu cara señalándote descaradamente con el dedo. O una variante kafkiana del entretenimiento.

A altas horas de la madrugada se había producido una compra-venta de vuelos digna de la bolsa de Nueva York. Es la norma americana del First come, first served (el primero que llegue se lo queda). Las cancelaciones y cambios se sucedían a un ritmo frenético, así que los primeros que se acercaron a preguntar por el destino arrebatado, ya no por convicción sino para no quedarse con la espina clavada, acabaron casi de rodillas besando los pies del empleado de Delta cuando éste les comunicó que aún quedaban plazas. Incluso los más ateos creyeron por un momento en los milagros.

Sentada en la cafetería junto a los amigos improvisados esa noche en el JFK, mi alegría de tener billete era tan grande que no había espacio para el desprecio que sentía por la todopoderosa Delta y el trato recibido. Llegué a mí destino con 24 horas de retraso. Todavía me pregunto si alguien terminó en Casablanca.

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