Un viaje a Buenos Aires. Un regreso veintisiete años después con el teatro como tarjeta de embarque. Una cuestión de mera supervivencia y de tenacidad, o, si se quiere, de inmovilismo, que es otra forma de llamar con ceño peyorativo al gesto continuado de mantenerse en sus trece, seguir dale que dale o hacer lo que uno hace porque tal vez no sepa hacer otra cosa o no se lo han propuesto, que de todo puede haber un poco. Me explicaré. El caso es que en marzo o abril de 1986 la Compañía Nacional de Teatro Clásico, cuyo decreto de creación lleva fecha de enero de ese año, nació a los escenarios en el Teatro Cervantes de Buenos Aires. En la capital argentina dio la primera representación de su primer montaje, El médico de su honra, de Calderón de la Barca, dirigido por el obstetra que había llevado a buen puerto el difícil y ansiado parto, el gran Adolfo Marsillach, también primer director de la compañía. Para asistir al feliz acontecimiento, fuimos invitados un grupo de periodistas. De aquellos tiempos solo quedamos vivos y activos en la turbamulta de la cosa teatral mi compañera y sin embargo amiga –un revuelo del chapeo por Alfonso Sánchez– Rosana Torres, de El País, y un servidor de ustedes, por entonces jefe de redacción de la sección de Cultura y crítico teatral de ABC, y ahora solo lo último (algo es algo).
Veintisiete años después, la CNTC ha vuelto a Buenos Aires con otro Calderón en el menú, La vida es sueño, y el propósito de celebrar simbólicamente en los escenarios porteños su primer cuarto de siglo de vida. En el equipaje conmemorativo de la ocasión íbamos incluidos Rosana y yo, como reliquias vivas de la puesta de largo de lo que hoy es uno de los mascarones de proa de la marca España y de nuestro patrimonio cultural compartido. Éxito tremendo para el elenco y su directora, Helena Pimenta, en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín, parte hoy de un proyecto múltiple, el Complejo Teatral de Buenos Aires. Ya digo: ovaciones interminables, admiradores que detienen a Blanca Portillo en la calle para felicitarla, y otros que se ponen en pie en un restaurante para aplaudir a nuestra diva cuando entra en el establecimiento.
La ciudad resulta familiar aunque se ofrezca coquetamente adornada con una suave brisa de extrañamiento. Da la impresión de que uno está en casa, pongamos que hablo de Madrid. El bullicio de las calles, las tiendas, los peatones apresurados, los mendigos intercambiables, el espíritu abierto, la rutina resignada de que hay que seguir tirando sin perder la dignidad en el vendaval de la supervivencia… parecen los mismos. Pero hay también una sensación de reflejo distorsionado en este espejo con truco en el que puedes adivinar tus rasgos aunque sepas que no eres tú. Están las avenidas interminables, los restaurantes como estadios, la amabilidad extrema, la pátina polvorienta de un esplendor pasado, el descuido urbano, la encendida retórica, el trémolo patriótico con diatriba o sin ella, las infinitas y acogedoras librerías de viejo… y los teatros.
La oferta escénica de Buenos Aires es impresionante, inabarcable, elefantiásica. Solo en la populosa calle Corrientes –un sueño en el que perderse: todo son salas teatrales, restaurantes, algún cine y librerías– hay el doble o el triple de espectáculos que en todo Madrid, y eso sin contar las propuestas multiplicadas en el resto del hervidero porteño. En cualquier lugar se encuentra uno un teatro grande, mediano, pequeño con una programación múltiple poblada por representaciones de diverso tipo, conciertos, actuaciones, conferencias y lo que al más imaginativo programador se le ocurra en un sorprendente acomodo de tiempo y espacios. El público bonaerense tiene en los teatros su segunda casa, lo suyo es más que un insustancial hábito de ocio, más que una excusa para salir a cenar. Eso explica la ingente oferta, que no sería entendible sin espectadores que la justificaran.
Así que, aparte de La vida es sueño, vimos otras obras en Buenos Aires. Como Una relación pornográfica, de Philippe Blasband, en la sala Pablo Neruda del Teatro Paseo La Plaza. El director, Javier Daulte, firma otros tres o cuatro montajes en Corrientes, entre ellos Amadeus y El hijo puta del sombrero. Toda una exhibición de músculo y de capacidad de abarcamiento, que quizás tenga que ver con la ligereza de la puesta en escena de Una relación pornográfica, resuelta con la brillante superficialidad de un videoclip con música de Francis Lai. Hay evidente química entre los protagonistas, Cecilia Roth y Darío Grandinetti, muy bien y muy guapos ambos, con apresto de reportaje de moda en un suplemento dominical. El montaje español, dirigido por Manuel González Gil e interpretado por Pastora Vega y Juan Ribó, podría ser menos atractivo estéticamente, pero tenía más intensidad y más verdad; probablemente contribuyera a ello en su medida la versión de José Ramón Fernández. La de Buenos Aires es de Pablo Kompel.
Robusto y salpicado de retazos de humor, el montaje de la beckettiana Final de partida dirigido y protagonizado en otra de las salas del San Martín por el gran Alfredo Alcón, que es un Hamm imponente. Junto a él, como Clov, un actor fulgurante que no ha cumplido aún los 30 años, Joaquín Furriel. Los padres de Hamm, Nell y Nagg, corren a cargo de Graciela Araujo y Roberto Castro, que hacen acopio de la resignada comicidad terminal característica de los personajes. Un panorama opresivo y cerrado sobre el que don Samuel, como se recoge en el programa de mano de la función, fue así de elocuente: “Hay que negarse a cualquier explicación e insistir en la extrema sencillez de la situación y del tema. No tenemos claves que ofrecer para desentrañar misterios que solo ellos [los que preguntan] se han inventado. Si alguien quiere hacerse quebraderos de cabeza sobre los fonos armónicos, es cosa suya, y él mismo debe procurarse la aspirina. Hamm es lo que es en la obra, y Clov es lo que es en la obra, y todo es lo que es en la obra. En un lugar así y en un mundo así, Final de partida será mero juego. Nada menos. De enigmas y soluciones, ni una palabra. Para cosas tan serias están las universidades, las iglesias, los cafés”. En el camerino con Alcón, cordialidad y preguntas sobre España y sus amigos de aquí. Al final de la función, cuando se levanta a saludar daba la impresión de encontrarse mermado de facultades. Nos lo aclara, una mala infiltración en una rodilla le ha dejado instalada una cojera. De pie y de cerca, con su gran voz y su poderosa presencia, su porte es aún más imponente; desde su altura, 83 años de teatro nos contemplan. Se dice pronto.
Sin salir del San Martín, en una sala de ensayos vemos uno completo de El crítico (Si supiera cantar me salvaría), de Juan Mayorga, que dirige Guillermo Heras e interpretan dos actores argentinos, Horacio Peña y Pompeyo Audivert. El primero realiza una comedida composición del crítico y el segundo es un autor desmesurado que habla con el trémolo puesto. Una interpretación que descoloca y distancia. Mayorga, que acudió un par de semanas después al estreno en la sala Cunill Cabanellas del Complejo Teatral de Buenos Aires, me comentó cuando nos encontramos en Madrid, en la entrega de los premios Max, que a él la función le había parecido muy bien y que Pompeyo Audivert hacía una buena creación del autor. Habría que haberlo visto otra vez, supongo.
Magnífico el último Tolcachir, Emilia, en su renovada sala Timbre 4. Un local de dimensiones parecidas y cierta similitud general con la madrileña Cuarta Pared. En distintos días de la semana, puede verse, con dos funciones diarias de cada título, la trilogía áurea del dramaturgo argentino: La omisión de la familia Coleman, Tercer cuerpo y El viento en un violín, amén del espectáculo de cabaret Jamón del diablo y ¡Hundan el Belgrano!, de Steven Berkoff. Un prodigio de habilidad programadora combinativa y de respuesta de un público cómplice. Casualidades de la vida, al salir de ver la función de las 21:00 de Emilia, nos encontramos con el director y pedagogo Jorge Eines y el actor Daniel Freire, ambos con amplia carrera en España, que han acudido a ver la función de las 23:15. Numerosos espectadores forman una paciente cola esperando que la sala queda vacía para entrar ellos.
Emilia es una nueva incursión de Claudio Tolcachir en ese territorio de afectos voraces, dependencias e hipotecas sentimentales que llamamos familia contemplado desde un punto de vista tangencial, el de la Emilia (Elena Boggan) del título, la antigua niñera de Walter (Carlos Portaluppi), al que reencuentra convertido en cabeza de familia cuando se acaba de mudar a una nueva vivienda con su esposa Caro (Adriana Ferrer) y su hijo Leo (Francisco Lumerman). En seguida se observa algo extraño en la actitud sonámbula de Caro, que parece lobotomizada, y en el exceso de entusiasmo de Leo, al tiempo que la vieja tata, casi instalada en el nuevo espacio en el que todo tiene apariencia de provisionalidad, va relatando con tozudez almibarada anécdotas que revelan el inquietante fardo afectivo que conforma la personalidad de Walter, cuyas caricias adquieren por momentos dimensión de amenazas. La sensación pantanosa se acentúa cuando un quinto personaje entra en escena, Gabriel (Gabo Correa), un tipo en situación precaria que es el verdadero marido de Caro y padre de Leo. Tolcachir manipula el rompecabezas con extrema habilidad, apoyado en unos diálogos estupendos y unos actores de primera categoría, en especial el tremendo (por dimensión corporal y talento) Carlos Portaluppi.
Ahora, de regreso, en el fervor de Buenos Aires ha anidado la nostalgia.