Seis meses en España y aún mendiga los papeles a los que tiene derecho y de los que, al parecer, nadie quiere saber nada. El mundo que le rodea, hostil, tenebroso, inhóspito. Abdeslam se muerde las uñas, hasta que prácticamente le sangra la cutícula, y los dedos se le quedan así, adormecidos, como las antenas de una cucaracha paralizada por el susto y por el sultanato de Raid. De Tánger, Abdeslam vino debajo de un tráiler de transporte internacional de mercancías, un viaje del que no habla porque allí se refugió en la Fe del Profeta. Musitaba las suras del Corán cada vez que un bache le desestabilizaba, sujeto al eje trasero con la fuerza inconmensurable de los 16 años. Con el pelo encerado, domado, ordenado, Abdeslam, de ojos de metal y mate, con una carita de entre pinche de cocina y furriel de comandancia, se tira las horas ociosas en el centro de noche de menores Alcor, en la zona fabril de Barcelona (Ramon Turró, 122), arrellanado en el único sofá de la salita, de cretona o de papel albar, porque los brazos rajados de los asientos se avergüenzan de su poca consistencia.
En Alcor, gestionado por la DGAIA, el organismo de la Generalitat que se encarga de la tutela de los menores, duermen los chicos extranjeros que llegan sin ningún acompañamiento a Barcelona, sin nadie con la edad legal (mayor de 18 años) para hacerse cargo de ellos.
En Internet, la búsqueda de Alcor proporciona numerosos artículos de denuncia, como el de la periodista Mónica Bernabé, publicado en El Punt el 20 de noviembre del 2006, y copiado en páginas de Prou Racisme y similares.
El Departament de Benestar i Família de la Generalitat ha ampliado los servicios de un centro de menores que se comprometió a cerrar hace más de un año, después de que el Síndic de Greuges cuestionara su existencia.
Se trata del centro nocturno Alcor, en el barrio del Poblenou de Barcelona, donde hasta el verano pasado se alojaban menores magrebíes que habían emigrado a Cataluña solos y de manera ilegal. Ahora, además de los magrebíes, también hay jóvenes subsaharianos procedentes de Canarias y chicas rumanas y catalanas.
Fuentes de Bienestar i Família han justificado el alojamiento diciendo que se trata de una simple «estancia temporal» hasta que puedan ser trasladadas a otro centro.
El Síndic de Greuges recomendó en febrero del 2006 el cierre del equipamiento.
Un viernes de abril, por la tarde, en la tele sólo echan Pasapalabra, el programa que Christian Gálvez presenta con la devoción rociera de Los Morancos. A las ocho y media, lo único que vale la pena. Como no entiende (algunas) preguntas y, por consiguiente, como no entiende (ninguna) de las respuestas, Abdeslam sale a la calle con Redouan (callado y viejo) y Otman (cumplidor y noble), ambos de 16 años.
Tres chavales apiñados por mor de los afectos que se profesan; se entienden en las dificultades.
Tres chicos moribundos que han nacido solos, sin madre, aunque todos tengan una madre que les eche de menos y que se acuerda de ellos en la distancia. Abdelsman, con un año más, y con una mirada serena y en cierto modo madura, ejerce de padre de sus amigos, que se han jugado el pellejo en las carreteras secundarias de Levante, sopesando durante ocho horas el valor de la vida y el valor de la muerte, tan cercana que se oían sus silbidos.
Fuera de Alcor, bajo una lluvia de perros que cae como un lamento largo y cuajado, les espera, sin paraguas, vestidos con su chándal de marca, Ahmed y Soufiane: el primero, moruno, espigado, concienzudo, interno en el centro de menores El Castell, en Santa Perpètua de la Mogoda; y el segundo, con rizos que parecen bucles, preocupado, desvelado, de mirada melancólica, interno en el centro residencial de inserción sociolaboral Casa de Joves, en Vila-seca.
Esta misma noche de abril en la que llueve a cantaros, el educador social Vicenç Galea, coordinador del colectivo de ayuda a menores DRARI, con la boina calada, guía al fotógrafo Marc Javierre, con paraguas para proteger la mochila en la que guarda la cámara, y al reportero Jesús Martínez, sin paraguas porque se lo ha dejado a Marc Javierre. Les guía al albergue, como se conoce Alcor entre la comunidad profesional.
En la calle de Ciutat de Granada, Abdeslam, Redouan, Otman, Ahmed y Soufiane, los cinco chicos que se dirigen a la estación del metro amarillo de Llacuna para hacer rato, acodados en la barandilla, comiendo pipas y escuchando Rihanna en sus mp3, se cruzan como una exhalación con Vicenç Galea, que los intercepta una vez pasan rozándole.
Con la lluvia sacudiéndoles el cabello, y con el sonido de las ruedas de los camiones que salpican agua del alcantarillado cada vez que pasan por encima de los charcos en los cañadones de la calzada, Vicenç Galea se interesa por sus procedencias, sus apetencias, sus inseguridades. Durante 20 minutos, con la lluvia introduciéndose en las paredes de los huesos, el educador social charla con los chavales, que forman un coro alrededor de él, sus caras circunspectas, desconfiados al principio, desinhibidos después, atentos en todo momento porque en sus palabras toma forma su futuro, del que por ahora sólo quieren escapar flipando con Shakira y pelando pipas Churruca.
Vicenç simpatiza con Redouan, callado y viejo, porque tras la inspección ocular y el intercambio de credenciales, habla sin pelos en la lengua, con unas ansias de comerse el mundo que sólo se tienen a su edad. “Es que es moro moro, cateto cateto, de pueblo pueblo, ¿no veis cómo se ríen de él los demás?”, indica Vicenç, que matizó que las risas, en realidad, son francas, sanas, de críos que se lo pasan bien entre ellos y que responden a educaciones diferentes de culturas diversas aunque todos provengan de la misma ciudad, Tánger.
Vicenç.—(Directo al corazón) ¿Qué haces por las mañanas?
Redouan.—(Afectando ignorancia) Yo centro, centro educador…
Vicenç.—(Le aprieta) ¿Dónde?
Respuesta muda. A partir de entonces, Abdeslam, que con medio año en España ha aprendido un castellano aceptable, actúa de intérprete, y traduce las palabras de Redouan, que se pierden en un galimatías, porque tropieza en su propio discurso, y usa una jerga oscura para los periodistas presentes, agazapados en los cuévanos de la noche.
Vicenç.—(Serio, aposta la voz) Quiero hablar contigo –y dirigiéndose a Abdeslam–: Dile que quiero hablar con él.
Abdeslam traduce al árabe: يريد أن يتحدث مع
Redouan.—(¿Finge?) Mucho problema… No familia, no familia ni nada…
Vicenç.—(Si se dijera sobrecogido, resultaría excesivo, porque da la impresión de que este hombre lo ha visto todo) ¿Cuándo podemos hablar? (Sin darle tiempo para responder.) ¿Qué haces el jueves por la mañana?
Abdeslam traduce al árabe: ماذا تفعلين صباح يوم الخميس؟
Vicenç.—(Armado de razones) Queremos denunciar –y mirando a los periodistas, se justifica–: Ahora hay más niños en los centros, y algunos educadores sólo saben dar ostias, ostias, ostias. Pegan y repatrían. A un nano el director del centro le rompió la mano, se la aplastó, pisándole con el pie. Me lo han explicado.
Vicenç.—(Fijación mística, santa, como de alguien poseído por una divina misión. A otro de los chicos) Y tú, ¿cómo te llamas?
Ahmed.—(Sin miedo) Yo, Ahmed.
Vicenç.—(Con segundas intenciones) ¿Tienes móvil?
Ahmed.—(Sincero) No tengo.
Vicenç.—(Se presenta formalmente) Soy educador de calle, estamos preocupados por lo que pasa aquí dentro (refiriéndose a Alcor) ¿Vas al médico, a la doctora de Via Laietana?
Ahmed.—(Confundido) ¿Santa Perpètua?
Vicenç.—(Tono apaciguador) No, en Barcelona. Si quieres, un sábado de la semana que viene llamas a tus amigos y hablamos con confianza. (Lo repite varias veces para asegurarse de que se le ha entendido.) Que vengan todos, y me llamas, nos vemos el sábado que viene, mañana no que no estoy yo, el sábado que viene… (Acto seguido, se vuelve a Redouan, de maneras rudas, a su espalda, y pondera.) Redouan, ¿qué haces el jueves por la mañana?
Redouan.—(Solícito, permisivo, servicial) Nada, nada. El Bosc (se trata del centro de día de la Generalitat El Bosc)…
Vicenç.—(Informa, paciente, de las normas de la institución) Pero tú sales y te vas a pasear… Puedes hacerlo. (De repente, corta la conversación para lanzar una pregunta.) ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Redouan.—(Hiperactivo, abraza el aire, y mueve los brazos en direcciones contrapuestas, hasta que chocan, entorpeciéndose en explicaciones, con ganas de caer bien. Sus vaivenes, los de Mick Jagger en Dancing In The Starlight. Se esfuerza en su castellano, por el que sufre y suda más gotas de las que caen del cielo. Cada vez llueve con más intensidad.) Vente días… Autocar, autobús…
Vicenç.—(Con atención, intenta tirar del hilo) ¿Qué hacías en un autobús? ¿Adónde ibas?
Redouan.—(De corrido) Sansebastián.
Vicenç.—(Que se lo ve venir) ¿Debajo del autocar?
Redouan.—(Se excusa, advierte el enfado del hombre que, a partir de ahora, será el Señor, y que ya le merece respeto) Ni dinero ni nada.
Vicenç.—(Pone en antecedentes a los periodistas, que escuchan sin abrir la boca) Ayer me llamaron desde un ambulatorio del barrio de la Salut, de Badalona. ‘Que tenemos un niño aquí.’ Este nano se escondió en el chasis del autocar para ir a San Sebastián. (Se pone serio, ante lo cual Redouan se exacerba y exagera sus movimientos, rápidos como los remos de las regatas de Oxford.) No hagas teatro –a Abdeslam–: Dile que no haga teatro…
Abdeslam traduce al árabe: لا تفعل المسرح
Vicenç.—(Ansioso, con autoridad, con la vista clavada en Redouan, mientras con la mano sujeta a Abdeslam para que no se le escape el sentido de su consejo, un buen consejo) Que no se vaya a San Sebastián, que es peor que aquí, malo… Dile que este jueves por la mañana nos vemos. ¿Hay algún educador del albergue con quien tengas confianza?
Abdeslam traduce al árabe: ان الامور لا تسير على سان سيباستيان ، الذي هو أسوأ من هنا ، وسوء… قل له هذا صباح يوم الخميس
Antes de que termine la frase, Redouan intenta quitarse el vendaje de la mano para enseñarle las heridas que se hizo debajo del autocar, agarrado al puente meritor del eje trasero y con la cabeza pegada a las llantas de acero.
Vicenç.—(Le manda estarse quieto, habla con Abdeslam con la sintonía de los doctores que recomiendan una receta sin mirar ni siquiera lo que escriben; tal es su seguridad) Que se esté tranquilo, un educador hablará con él, y el jueves nos veremos.
Abdeslam traduce: كنت هادئا ، وهو مدرس وسوف أتحدث معه ، ويوم الخميس سنرى.
Vicenç.—(Con encono, sin ni siquiera parpadear, igual que un lunático) No te vayas a San Sebastián.
Abdelam, durante la conversación, sólo se ha quitado uno de los cascos de los auriculares blancos Aiwa, mientras el otro le cuelga de la oreja. Ayuda en lo que puede, y da la sensación de que este trabajo de corredor de lenguas lo ha hecho en otras ocasiones, por lo habitual que le resulta y lo cómodo con que se desenvuelve: لا أذهب إلى سان سيباستيان.
Ahmed quiere expresarse pero no encuentra el vocabulario, y apenas sí se le entiende.
Vicenç.—(Conciliador) ¿Que cuántos? Todos los que quieran hablar, da igual cinco que cincuenta. ¿Cuántos sois en El Castell?
Ahmed.—(Enorgulleciéndose por creer decir la cifra sin ninguna falta en la pronunciación) Vente.
Vicenç.—(Incrédulo.) ¿Sólo?
Redouan.—(Lastimoso, igual que uno de los nambiquara de Lévi-Strauss en Tristes trópicos, que le tiraban de la manga para hacerse notar) ¡Yo no quiero hablar con ellos, no quiero!
Vicenç.—(Promete, los demás son testigos.) Hablaremos con confianza.
Redouan.—(Se derrumba, pero el resto de sus amigos le contemplan como un bicho raro, no sin cierto cariño) Te lo juro, te lo juro. ¡Marruecos, racistas!
Relámpagos y truenos. Por un instante, la luz de un relámpago se refleja en las caras de los muchachos, por las que corren ríos de lava, mortificados en la calle, en la nada, en la intemperie absoluta, cuando deberían estar estudiando en sus cuartos. No tienen casa.
Redouan.—(Alarmado, jura y perjura) Te lo juro, te lo juro. Marruecos, racistas, racistas.
Risas incontroladas y nerviosas en los flancos.
Vicenç.—(Les explica la situación a los periodistas, aplatanados, apostados al lado de una farola y de la persiana de una fábrica de engranajes) Estos nanos son de clase baja, y los que trabajan como educadores en el albergue son universitarios. Para estos últimos, son purria, se avergüenzan de ellos.
Vicenç.—(Reviste sus mensajes del colorante del reposo, y amansa al grupo. Soufiane sale del anonimato y muestra su caso al Señor) ¿Cómo te va en Vila-seca?
Soufiane.—(Niega con la cabeza) No hay cursos.
Vicenç.—(Le interroga) ¿Cómo que no hay cursos?
Soufiane.—(Insiste, con la mano en el pecho. Dice la verdad) Seguro, no hay nada.
Redouan.—(Se gira hacia los periodistas) Por favor, herida, te lo juro. No tengo nada…
Abdelam les expone lo que ha querido decir: que Redouan pide periódicos para poder leer y practicar el idioma, pero que se niegan a facilitárselos. Se impacienta: “Internet nada, nada”.
Vicenç.—(Sintetiza. A Ahmed) Bueno, queda claro. Sábado de la semana que viene, tú habla con los chicos, que vengan los veinte. Queremos denunciar, pero nos falta que habléis y que nos digáis qué os han hecho y qué días… (A Redouan, que ha vuelto a envejecer en un segundo.) Tú, por la mañana, un educador del albergue hablará contigo, y el jueves nos vemos.
صباح اليوم ، وسوف مربيا من النزل التحدث إليك ، ونحن اليوم / الخميس
Vicenç.—¿Vale? ¿Sí? Hasta luego.
Los chicos le dan las gracias con profusión, agradecidos: “Gracias, chao, hermano, gracias, hasta luego”.
Marc Javierre.—No te metas debajo de un autocar. Viajarás en los asientos la próxima vez.
Redouan.—(Macilento, con el cabello enmarañado y desmadejada el alma) En Marruecos nada, nada.
Vicenç.—(Pontifica, ascendido con su aureola mesiánica del Único Señor que Hace Caso a los Niños de la Calle. Se vuelve a los periodistas, cerosos por la palidez de sus caras, frías como este abril frío de cielos fuliginosos) Cogió el autocar. Decía que esto es una mierda y que se quería ir. En Badalona, el chófer se dio cuenta cuando ya tenía raspadas las piernas. Reduan lleva tres semanas en Cataluña y ya se quiere marchar. No sabe ni castellano ni catalán, porque no hace ningún curso, porque no le han apuntado. Ayer a las siete de la tarde, a este chaval le recogieron los Mossos y lo llevaron a la Fiscalía, y allá pasó la noche. Y la Generalitat quiere denunciar a Amnistía Internacional, que ya hizo una investigación sobre esto mismo.
Retoman el trayecto los reporteros, seducidos por el Hombre Que Se Alza con el Puño Cerrado, en los ancones que dejan los aguazales, las aguas estancadas, en el malecón industrial de Poblenou.
Mientras andan bajo la lluvia, cantan el estribillo de lo lícito y de lo permisivo, sumidos en la vacilación y con la voz en bordón.
Vicenç.—(Sus galanuras dejan entrever su enorme compromiso. Recusa las recomendaciones de la DGAIA, según él, viciada por un aparato burocrático que analiza la antinomia de los informes preliminares en lugar de cuidar a unos simples niños) Uno vive en Santa Perpètua de Mogoda; uno en Vila-seca, y los otros tres, aquí, adonde vamos, en el albergue Alcor, que se inauguró en septiembre del 2000. Si llegas a las 12 de la noche, ni cenas ni puedes entrar en la habitación. El centro obre a las ocho de la noche y cierra a las ocho de la mañana. Cuando cierra les echan afuera. Entonces, los chicos van al centro de día El Bosc, en Vallvidrera. Allí no tienen ni techo ni actividades educativas. La primera acogida es así, ya veis. Decían que Alcor lo querían cerrar el 31 de marzo pasado, pero yo no me lo creí. Lo hemos estado denunciando desde hace nueve años. En el 2009 hubo un brote de gripe A, y estalló una especie de insurrección entre los chavales, que puso en evidencia las carencias sanitarias y las pésimas condiciones en las que se encuentran. Alcor tiene cabida para 60 chicos, y siempre hay una docena demás. Este centro, único en España, contraría la lógica de la tutela, porque nadie se hace cargo del joven. El chico no tiene casa; si tiene fiebre, nadie se hace responsable de él.
Vicenç Galea intenta localizar a un chico a quien, hace año y medio, el director de un centro de menores aplastó los dedos de la mano con su zapato. Quiere convencerle para que le denuncie.
Por fin, el número 122 de Ramon Turró.
Vicenç.—(Con pesadez) Mira, es esa fábrica.
Jesús.—(Voz nasal, resfriado) Sí, es una fábrica.
Vicenç.—(Les instruye, ante sus ansias de buscadores de diamantes) Abans era una impremta.
Las frangolladas instalaciones de Alcor, como diría un antropólogo forense, ocupan un edificio siniestro, anejo a los almacenes de las empresas por las que en cada amanecer entran los toros mecánicos. Siniestro hasta el punto de que Tarantino se inspiraría en él para escribir un guión con matanzas en las que no quedara ningún superviviente, o un guión sobre niños que aún respiran, enterrados vivos en ataúdes de madera de cedro, barnizados, acolchados, del tamaño de un batel, a medida, como un traje inglés cruzado y con dos cortes impecables. A través de un tabique de vidrio templado con tochos translúcidos se ve cómo un chico le corta a cepillo el pelo a otro.
El educador cruza la calle, vacía de motores, y se acerca a la puerta, por la que asoma un vigilante de seguridad de la empresa APIP (Associació per a la Promoció i Inserció Professional), un marroquí ofuscado, cabizbajo, que arrastra los pies, como si se hubiera tomado un frasco de barbitúricos para dormir eternamente.
Vicenç.—(Con los ojos vidriosos, como la resina que exuda por un árbol) ¿Qué tal, cómo estamos?
Vigilante Omar.—(Desalentado) Bien, ¿y tú?
Vicenç.—(En el umbral, modula la voz, que rezuma los hilos de la lluvia) Aquí, mojándonos un poco. (Sólo le falta hacer con los dedos la uve de la Victoria, por el rechazo radical de la violencia, como si profesara el anabaptismo) ¿Qué tal, cómo va la vida?
Vigilante Omar.—(Impertérrito) Aquí.
Después de intercambiarse los respectivos saludos de la consagrada audiencia, el vigilante, que reconoce a Vicenç por haberle visto en el centro en otras ocasiones, le cuenta su comezón: “Nos quedamos sin trabajo, nos quedamos fuera. Somos vigilantes externos, y nos echan”.
Los coches de lunas tintadas y dibujos de calaveras y carrocerías barrocas, y los camiones de la basura, circulan de vez en cuando por la calle, y salpican al chapotear sobre el barro y la mierda.
Vicenç.—(Investido con la gracia de los coatís) Cuídate. Adéu.
Vigilante Omar.—(Se sume en su aflicción mientras mete hacia dentro la cabeza de un mocoso del Magreb para quien nuestra aparición supone una auténtica novedad) Adéu.
La lluvia nos despoja de nuestro brío. Deambulamos por las calles Ávila, Badajoz, Zamora. Damos con el bar de copas Come Más, al estilo de Villa Ahumada, en la zona de garitos que se comienza a llenar de grupos de jóvenes que van a pillar la papa. El Cacaolat ardiendo de Jesús desentona con las Boll Damms que los piercings, las líneas militares, las lentejuelas, los tejidos brillantes y las rastas demandan con avidez.
A los dos días, Vicenç Galea envía por mail a la lista de correo de medios de comunicación un artículo del doctor en Sociología César Manzanos, titulado “Racismo con los menas [menores extranjeros no acompañados]”.
[…] desde un punto de vista sociológico y psicosocial, muchas de estas personas en la etapa vital de la infancia, adolescencia o juventud, que provienen de culturas particulares de países empobrecidos, tienen una complexión física, así como un proceso de maduración anticipada, comparativamente mucho mayor que el de otras y otros adolescentes. Si no, pruebe usted a criar a un hijo suyo en las condiciones en las que ellos han vivido en África, y luego hágale cruzar el Estrecho en patera para después, durante unos años, vivir internado o en clandestinidad. Verá usted el aspecto tan «infantil» que le quedará a su precioso retoño. Por favor, basta ya de etnocentrismos hipócritas y de burdas generalizaciones sobre la edad de estos menores. Ellos han tenido que aprender a asumir responsabilidades, a funcionar autónomamente, a buscarse la vida mucho antes, por lo que en muchos casos han madurado de un modo muy distinto que las personas en la etapa vital de la infancia, adolescencia o juventud de las culturas particulares de nuestros países enriquecidos.
*NOTA: El 30 de junio pasado, la Generalitat cerró los centros barceloneses de El Bosc y Alcor, tras las críticas de numerosas asociaciones de derechos humanos. Como aún no han acabado las obras del nuevo espacio (la Llar Gaudí, en el barrio de la Salut de Barcelona), a los menores que quedaban les han trasladado a la casa de colonias Ocata.