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Práctica sobre la lucidez en Chile

 

Los pueblos siempre hablan. Dicen los que no gustan de escuchar que cuando un pueblo no vota es síntoma de indolencia, de pereza ciudadana. Interpretación curiosa la de aquellos que gustan gobernar gracias a un 15 o 20% de los votos potenciales que aguardan en el censo. Mentira útil para los que se dan el festín del poder en nombre de unas democracias tan gastadas como fraudulentas.

 

Michel Bachelet es un bello producto del marketing electoral. Hace años conocí al asesor que dirigió su primera campaña a la presidencia de Chile. Un tipo brillante, inteligente, sin escrúpulos. La Blachelet «cae bien a las clases medias», repiten los medios tradicionales sin darse cuenta de que en el lugar común están dando mucha más información de la que piensan. Las clases medias son el tejido miedoso de una nación. Protegen con uñas y dientes sus pobres patrimonios para no descender en el ascensor social y tienen sueños húmedos imaginándose en la cúspide social gracias al «sudor de su trabajo». Esa clase, insisto, no quiere sobresaltos ni «aventuras» políticas. Bachelet es un buen pasaporte en esa dirección. No será presidenta con el voto de las mayorías, que éstas, las mayorías, han decidido no votar. Un 60% del electorado se quedó en casa y así votó en contra de un sistema que tras la dictadura no les ha traído ni la prosperidad ni la participación soñada.

 

Entre las dos opciones que se votaban ayer para la presidencia, sin duda Bachelet es la más decente. Pero es triste conformarse con elegir al menos malo entre lo ya podrido. En eso se está convirtiendo la democracia en casi todos los países de hegemonía occidental: votar lo menos malo para sobrevivir cuatro o cinco años más.

 

En Chile han hecho prácticas de lucidez. Si Saramago levantara la cabeza estaría riéndose de la mayoría absoluta lúcida que ha desestimado al régimen político por incapaz, genuflexo y patético.  

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