Hay, tengo tantas preguntas, tantos interrogantes que me acechan en medio de esta pesadilla, que se me agolpan en la cabeza. Y cuando eso ocurre me da ganas de aplicarme el apagón, el blackout definitivo que ponga fin a mi propia pandemia. Hay jornadas en las que me resulta arduo levantarme de la cama, mantener mi higiene corporal, realizar una pequeña tabla de gimnasia, caminar por el pasillo y la terraza, zapear por los canales de televisión, escuchar la radio y dedicarme a la lectura, que es en realidad lo único que por el momento me atrae para no desconectar los fusibles. Siempre pienso qué hará una persona que no encuentre placer en los libros. Es como no disfrutar del vino, la música y, naturalmente, del sexo. Afortunados aquellos que todavía lo gozan en estos días tan oscuros. Esta mañana escuche en la SER que médicos colombianos aseguran que se puede seguir haciendo el amor siempre y cuando nos lavemos las manos antes del acto y después. Agradecido estoy con tal consejo en un momento como este. Ahora sólo me falta encontrar pareja. Pero, ¿cómo lo hago si nadie puede traspasar mi cueva? Yo ya estoy hibernado, paralizado y bloqueado. antes de que el gobierno haya dado otra vuelta de tuerca.
Mi dilema es si debo aislarme por completo o bien tener todavía un hilo de comunicación más allá de mis cuatro paredes y de los ruidos insufribles de los vecinos de arriba, gozando del privilegio de la vista, del mar Mediterráneo, mi única compañía, que cada día me recuerda con su silencio y serenidad, tan precioso y tan azul, que nosotros, los humanos, esos seres en teoría superiores al resto de los que habitan en el planeta Tierra, somos los responsables de esta pandemia por nuestra irresponsabilidad en destrozar nuestro ambiente, nuestro clima, el ecosistema, contaminándolo con nuestra industria, nuestros medios de transporte, nuestros automóviles, deforestando de manera salvaje nuestros bosques, alterando la reproducción animal y adquiriendo especies exóticas, construyendo allí donde no se debería poder a riesgo de causar catástrofes naturales pero provocadas, viajando vorazmente, a veces sin sentido, incluso para callar la boca al vecino, porque si él estuvo en Bali el verano pasado yo fui con los míos a recorrer la costa nororiental australiana o preparo una fantástica aventura a la Antártida. Ojalá me caiga un rayo antes de que eso se produzca… y al vecino también, por supuesto.
Naturalmente, aquí de lo que se trata es demostrar nuestra superioridad frente al prójimo, de mirar con paternalismo a los pueblos menos desarrollados, de que los del norte llamen cigarras vagas y no previsoras a los del sur, de cerrar nuestra fronteras como si eso bastara cuando el mal ya lo tenemos dentro de nosotros, el vírico y el mental. Qué lección de humildad recibo a diario con la tragedia, cuando observo la propagación del Covid-19 por Occidente, cuando nos cuentan que los aviones fletados para transportar material sanitario, pagado a precio de oro porque el mercado está loco, tardan en despegar o aterrizar, o simplemente se han hecho tan invisibles como el coronavirus, o incluso que cuando llegan nos traen los test de prueba llegan defectuosos. Me dio hasta pena el ministro de Sanidad. Otros no lo hubieran hecho mejor. Ya saben: mientras no encontremos la vacuna lavémonos las manos y mantengamos una distancia de un metro o metro y medio entre nosotros. ¿Se acabará el saludo de manos, los abrazos, los palmoteos tan hispanos que tanto desconciertan a los orientales? ¿Habrá menos intimidad y mayor desconfianza de la que ya había desde los atentados terroristas del presente siglo? Siempre admiré a los japoneses por su contención en el saludo, en cierta forma menos hipócrita que los gestos aparentemente cordiales de los occidentales. Ya no le ofreceré la mano a mi psicoanalista, que no sé si porque vislumbraba lo que se venía encima la aceptaba muy forzado.
En esta sociedad globalizada pero tan deshumanizada, nuestros gobernantes nos tratan de tranquilizar asegurando que no hacen más que seguir las recomendaciones de los expertos científicos, de la ciencia, subrayan. Me asaltan las dudas, me abruman las contradicciones, los vaivenes en las declaraciones cuando las escucho o cuando recuerdo que las imágenes pavorosas de una ciudad de once millones, Wuhan, en la provincia china de Hubei, enclaustrada, clausurada al mundo exterior nos producía perplejidad y en algunos hasta cierta hilaridad. Cosa de chinos, decíamos. Eso jamás ocurrirá aquí. Y aquí, en el Primer Mundo seguíamos a lo nuestro, librando encarnizadas y estúpidas luchas políticas, soportando mítines y concentraciones imprudentes, escuchando a unos y otros sus estupideces. Si he sentido más la soledad en este tiempo ha sido por la bajeza, la mediocridad, la improvisación, el oportunismo, la miopía y la insolidaridad de la clase política de cualquier rincón del planeta. No salvo a ningún político del continente europeo y ahorro todo comentario por evidente sobre los del otro lado del Atlántico. No excluyo tampoco a los gobernantes chinos, elogiados en algún momento por tertulianos de cualquier pelaje, pues ocultaron la epidemia hasta que no tuvieron más remedio que admitir que se les había ido de las manos. Muy propio del estilo de la dirigencia comunista china. Pasan los años pero los viejos tics de oscurantismo prevalecen en Pekín.
No me avergüenzo de ser asocial. Asocial y asintomático para ser exacto. Con catarro y sin fiebre. Pero sí me avergüenzo de estar cómodamente sentado, observando desde mi refugio cómo el mundo se quema cual Nerón moderno, que en lugar de recurrir a la lira tecleo en el ordenador con rabia diciéndome en mi interior que esto es cosa de cuatro desalmados y que no va conmigo. ¡Pues claro que va conmigo también! Nos atañe a todos y a mí, aunque cada mañana mi espíritu individualista de pequeño burgués se irrite al escuchar en la radio o en la tele que esta crisis está sacando lo mejor de nosotros o que en las patéticas conferencias de prensa diarias de los portavoces de eso que llaman el mando único los responsables del Ejército y de las demás fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado saquen sin pretenderlo, o sí, de sus bocas latiguillos militares explicándome que yo soy un soldado, que todos somos soldados y que todos juntos vamos a derrotar el virus. Es entonces cuando arrecia mi tos, mi estornudo.
Sin duda elogio al personal sanitario por lo que está haciendo. Pero yo no quiero aplausos y banderas ni escuchar el himno nacional, como sucede a veces en el edificio donde resido. Lo que deseo es que médicos, enfermeros y demás trabajadores del sector tengan equipo para protegerse y no avergonzarme al ver imágenes tan desesperantes como las de pasillos de hospitales abarrotados de enfermos. Ya estoy harto de que me martilleen con que tenemos la mejor sanidad del mundo o que en un ataque de amnesia y de mentira otros insistan en que no hubo recortes en la sanidad a raíz de la crisis de 2008.