Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
AcordeónPreludios de la ficción. Sobre los papeles recortados de H. C. Andersen

Preludios de la ficción. Sobre los papeles recortados de H. C. Andersen

Desdoblamientos, inversiones y replicaciones, expansión de formas dobles que proliferan y se multiplican en una línea o figura que no cesa. Pura superficie de ornamento lúdico y grotesco, travieso, metamórfico: demónico. He aquí además un auténtico modelo de disposición rizomática: molinos o molineros que se vuelven máscaras, cisnes, duendes, ángeles, bailarinas, calaveras, manos, Pierrots danzantes; hasta Ole Luk Oje que con su paraguas cerrará los ojos de los niños durmientes. Dinamogenia o variable morfología del cuento, con permiso de Propp. Los papeles recortados, por su fascinante versatilidad, pueden desde luego ser muy útiles nutrientes de la fantasía. H. C. Andersen lo sabía: “Recortar papeles es el preludio de la escritura”, escribió en una carta en julio de 1867.

Papel recortado por H. C. Andersen para Dorothea Melchior, 1874. 42 x 26,5 cm (Museo de Ostende).

Tal vez no se trate más que de un puro hobby, pero es evidente que el escritor volcó en él mucho tiempo y energías. Se conservan, de hecho, unos 400 papeles de este tipo, aunque se estima que debieron de ser muchos más. Andersen los regalaba a sus oyentes (niños, generalmente): mientras relataba uno de sus cuentos, iba recortando el papel. Al finalizar la narración la hoja se desplegaba mágicamente ante los ojos admirados de los asistentes. Algunos también sirvieron para decorar ramos de flores o, incluso, como figuras de títeres. De todos los conservados, este es, sin duda, uno de los de más compleja elaboración.

Divertimento y asombro de una práctica casi familiar, íntima, plenamente manual. Pero es el ojo quien goza recorriendo ese intrincado laberinto que se va a ir abriendo al tiempo que el relato culmina, cuando el campo figurativo al fin se despliega en su abigarrada y múltiple totalidad. Y, entonces, acaece lo imprevisto: algo entre monstruoso y fantástico que permanecía escondido de repente se revela; sale a escena en el modo de un pliegue de innúmeras divisiones, variantes, sorpresas, repeticiones y quiebros.

Nunca como aquí se pone en evidencia que el laberinto es el modelo narratológico por excelencia (como apreciara Barthes). Simboliza –decía el crítico francés– el trabajo paradójico por el cual un individuo se aplica a construirse dificultades: a encerrarse en los callejones sin salida de un sistema. Estamos en el espacio mismo de lo obsesivo. En el laberinto el sujeto contribuye a su propio encierro por medio de sus esfuerzos para salir. Camina sin cesar, da vueltas, etcétera, pero se queda en el lugar. Reto para la mente bajo la estricta superficie del grutesco, el camino dedálico que trazan las tijeras confecciona un incesante trabajo que –se diría– requiere finalmente de la solución de un acto casi mágico para poder salir de él.

Situados a medio camino entre el truco del prestidigitador y el puzzle, entre el garabato más o menos inconsciente y la perfomance letánica que se gesta, por ejemplo, en la realización de un mandala, no parece haber en estos papeles recortados una estricta correspondencia con los relatos del propio Andersen. No fueron utilizados para ilustrar sus historias, sino para algo acaso más importante – al menos a ojos del escritor: alimentar el espíritu fantástico en el tiempo del modelado de estas quimeras; conectar y hallarse en disposición de entrar y disponer de ese repertorio que yace –siempre larval– en el imaginario. Los recortes actúan, efectivamente, como nutrientes de la escritura.

De modo que las tijeras van abriendo brecha en relación con lo presentido –pero aún ausente– del contenido mismo. Ese magma nebuloso y metamórfico que pulula, embrollado y extravagante, agazapado, entrevisto como una comunidad de duendes en medio del follaje o complicado en forma de pantallas: engañosas figuras o rostros que no son otra cosa que máscaras, indicios de algo por venir. Los cortes de las tijeras delatan la evidencia del proceso (de)formativo con que se inicia y se va cumpliendo el ímpetu de fabular. Acción esencial, tajante –en todo el sentido etimológico: decisiva–; su duración o su extensión ha de permitir alcanzar por fin un tono, una serie de inflexiones que al menos se puedan seguir, tal vez algunos lúcidos fragmentos; por más que se haya de transitar por la espesura de algo aparentemente indescifrable.

El recorte es, por tanto, una modalidad manual de expandir la imaginación. Como sucedía –en el tiempo de Andersen– con los caleidoscopios y las propias formas emanadas de los aparatos pre-cinematográficos: el disco de imágenes –el zoopraxiscopio de Muybridge, por caso– o el mismo zoótropo. De hecho, comparten parecido repertorio –al que Andersen, por cierto, recurrirá una vez tras otra: bailarinas, pierrots, cisnes, cabezas, gnomos, payasos– y una muy semejante dinámica de variación en la repetición y el corte, la interrupción con el encadenado. Son formas en dinamismo revoltoso que advienen para sorprender y alterar –o impulsar– el orden del discurso. Como si se tratase de la ligera encarnación, replicante, circense y teatral de fuerzas o criaturas en latencia que permanecían en un estrato inconsciente y que, tras su revelación súbita, afloran como reminiscencias animadas de una psique infanti

En Dinamarca –en el norte de Europa– existía en tiempos de Andersen una tradición popular de origen judío que consistía en recortar figuras de papel que luego se empleaban para acompañar celebraciones de orden festivo o religioso. Inicialmente se utilizaban unas tijeras de zapatero para hacer los recortes. No sería extraño que en medio de estos juegos el escritor recordase su propia experiencia de infancia, como humilde hijo precisamente de un zapatero que tomaba las herramientas paternas para elaborar sus propios títeres de teatro. No cabe duda de que las danzarinas, los pierrots, los elfos o gnomos también provienen de ese mismo ámbito, perdido e íntimo, surgido en la lejanía de la pobreza familiar. Y no es siquiera necesario insistir que, en Andersen –como en tantos otros, pero en Andersen de una forma muy intensa– la niñez es la más profunda fuente de la melancolía.

*    *    *

Decía Alberto Savinio que todos vivíamos sobre un fondo fantasmático con el cual entrábamos gratamente en familiaridad. Que este juego de los recortes tiene que ver con lo fantasmático lo evidencia también el conjunto figurativo resultante. Fundado en la energía de una duplicidad ansiosa, imperativa en su propia recursividad casi maquínica. Se llega de hecho a la fragmentación como efecto de una constante división por simetría bilateral, asumida en calidad de único principio dinámico. Es este un dato que aproxima toda su potencia a los hipnóticos tests de Rorscharch que habrían de surgir en las primeras décadas del siglo XX, y que semejan dar carta de naturaleza psicoanalítica a un turbulento espíritu que proliferó en los márgenes del siglo XIX. No dejó de convocar todo tipo de presencias y apariciones de orden anormal y fantasmagórico, sordos desafíos al triunfante cientificismo, tan prosaico como avasallador, y desolador. Ahí encontraríamos, por ejemplo, las duplicaciones y juegos de encajes y desdoblamientos que los dibujos alucinados de Victor Hugo estaban realizando por los mismos años –si no antes– de los papeles recortados de Andersen; pero asimismo la fauna inconcebible de Grandville, el non sense británico o –ya se ha sugerido– la animación que daría lugar al cinematógrafo.

Volvamos, no obstante, al papel recortado para Dorothea Melchior. Vemos en el centro de la trama, como lapidario motivo heráldico que condensa la energía de proyección especular y ortogonal de toda esta red de signos, tres líneas que se articulan en forma de cruz. Luego, rodeando este motivo, en un segundo nivel: parejas siamesas de duendes y de seres humanos. Culmina el conjunto central una rostridad turbia, de aires siniestros: las calaveras, y un poco más alejadas, unas máscaras, cuyo dominio ambiguo y simulacral se extenderá hasta las cuatro esquinas de la hoja misma. A partir de ahí se sucede toda una escena de comicidad caprichosa y pululante: los pierrots y las bailarinas, los gnomos y los hombres-molinos, también unas manos afiladas como garras, una pareja de Cupidos y Ole Luk Oje. Era esta una figura del folclore danés que incorporó Andersen en sus cuentos y que bien puede servir como metonimia de la acción de recorte entera, con sus promesas de polaridad continua: el pequeño Cierraojos: Ole Luk Oje que lleva bajo cada brazo un paraguas. Para los niños que se han portado bien, al acabar el día abre uno de ellos, con imágenes en su interior, y entonces tienen los más hermosos sueños durante toda la noche. Pero el otro paraguas no posee imágenes y, si Ole Luk Oje lo extiende sobre los niños traviesos, estos sufrirán un sueño pesado y se despertarán sin haber soñado nada.

Como en un jardín de senderos que se bifurcan, la acción de Ole Luk Oje –en esto igual que el ejercicio de las tijeras– ofrece la posibilidad de una gloriosa proliferación de coincidencias y maravillas en la que sin embargo siempre habitará un trasfondo de negación, de muerte o vacío. Y, de hecho, como se ha notado, aquello que más caracteriza al narrador danés es un pathos trágico volcado hacia la muerte, cuya sombra es incluso capaz de penetrar en los plácidos interiores burgueses bajo la forma de una destrucción, o de una ruptura: una consunción. Del pico de una tetera al soldadito de plomo, la narrativa de Andersen está llena –lo ha apuntado Furio Jesi– de símbolos donde yace la muerte, “sobre todo en los reinos de la llama y del agua” (Literatura y mito).

En suma: todo lo que crece a partir del símbolo de la cruz central es como el reverso pánico y teatral del mundo. Un verdadero depósito o un campo de fuerzas que alimenta la psique del escritor y –goce ambivalente– acaso la atormenta en la recurrencia y el asedio. Estamos, en todo caso, en el terreno de un universo polimorfo y pre-lingüístico, que linda, como decimos, con el espectáculo –siempre sardónico– de lo inconsciente. Nos ofrece un espacio de tanteo y de no-saber, claramente encubierto –a pesar de su eminente superficialidad– y pre-discursivo, por muy cargado de semanticidad que podamos encontrarlo. Hasta el punto de que se podría afirmar que esta imagen bulliciosa, que coquetea con lo ilegible a la vez que con lo imposible o incomposible, posee un cierto carácter delirante. De ello dan testimonio los espaciamientos continuos, las rupturas y sucesivas dislocaciones, la inversión que no deja de activarse en cadena o en series, ladina y corrosivamente.

Dominios del caos, figuras del hiato o en espejo, cortocircuitos, diablerías y vacíos. Se trata sin duda de modalidades de la escisión, que es lo que articula, en definitiva, al imaginario. Predios de un sentimiento de goce perverso donde reina la alteración, la agitación, cierta ansiedad e intranquilidad que lindan con lo negativo y la inquietud, si no el temor. Son los caminos tortuosos donde se gesta el relato, al menos el de Andersen.

Hay, en este sentido, algo psicoactivo, como de orden alucinógeno, en algunos de estos papeles recortados. Incluso una cierta condición adictiva que provoca también la propia composición arquitectónica de la trama. Tocaremos el centro de todo este enigma si comparamos los efectos de la contemplación de estas hojas con la sensación óptica –y al tiempo psíquica– que Walter Benjamin relata a raíz de haber consumido hachís. Así, ya en la “advertencia previa” del conocido texto en que el pensador berlinés da cuenta de su experiencia con el cáñamo en Marsella, asistimos a la constatación de que uno de los primeros signos de que la droga comienza a hacer efecto es un sentimiento que podríamos fácilmente asimilar a la contemplación de estos papeles: una sensación, señala Benjamin, “sorda de sospecha y de congoja; se acerca algo extraño, ineludible…, aparecen imágenes y series de imágenes, recuerdos sumergidos hace tiempo; se hacen presentes escenas y situaciones enteras; provocan interés por de pronto, a ratos goce, y finalmente, si uno no se aparta de todo ello, cansancio y pena. Queda el hombre sorprendido y dominado por todo lo que sucede, incluso por lo que él mismo dice y hace”.

Para tratar de delimitar esta invasiva potencia de ebriedad que envuelve y domina al sujeto con su propia energía de soberana y enmarañada alteridad, habría que disponer –apunta, con su proverbial plasticidad, Benjamin– de una madeja hecha con el hilo de Ariadna. La comparación entre el laberinto y la práctica de escritura está, de nuevo, servida, y no puede desde luego hallarse más cerca, en el desarrollo que le imprime Benjamin, de la experiencia del recorte de papel si lo entendemos como el acto de preparación de una inminencia que se revela confusa y poliédricamente, tal como lo hemos ido descubriendo en el escritor danés: “¡Cuánto placer –continúa Benjamin– en el mero acto de desenrollar una madeja! Y este placer está profundamente emparentado tanto con el de la embriaguez como con el de la creación. Seguimos adelante; pero no sólo descubrimos los recovecos de la caverna en que nos aventuramos, sino que disfrutamos de la dicha del descubrimiento únicamente al ritmo de esa ventura que consiste en devanar una madeja. ¿No es semejante certeza de una madeja ovillada con mucho arte, y que nosotros devanamos, la dicha de toda productividad, por lo menos de la que tiene forma de prosa? Y en el haschisch somos criaturas de prosa que gozan en grado sumo”.

En otro escrito semejante, ‘Notas sobre el crock’, Benjamin se muestra todavía más incisivo; hasta el punto de que su reflexión nos permitiría elaborar una pequeña teoría sobre ese específico ornamento que encontramos en los papeles recortados de Andersen. Tan similar, por cierto, a la elaboración de los visillos o los encajes y, como ellos, teñidos de un aura de cierta opacidad. Ese enmascaramiento dispara sin duda el afán de escrutación: el pormenor y el pliegue inmoderado los dota de un atractivo tendencialmente irracional, que no se halla lejos de las oscuras inminencias que se presienten en la manifestación del capriccio diabólico o en los estallidos carnavalescos del mundo al revés. Dice Benjamin: “No hay legitimación más eficaz del crock que la conciencia de que con su ayuda nos adentramos de sopetón en ese mundo superficial, encubierto y, en general, inaccesible, que representa el ornamento. Es sabido que nos rodea casi por doquier. Y, sin embargo, ante pocos fracasa tanto como ante él nuestra facultad de percepción. Por el contrario, en el crock nos ocupa intensamente su presencia. Y va tan lejos que juguetonamente, con hondo bienestar, agotamos en el ornamento aquellas experiencias que percibimos en la fiebre y en los años de infancia”.

Como la figura diabólica misma, este ornamento encuentra su sentido en la bifurcación y la doblez; se ramifica en una multiplicidad de sentidos, y no hay uno solo de ellos que –seguimos con Benjamin– “no sea susceptible de ser considerado, por lo menos, desde dos lados diferentes: a saber, como una hechura plana, pero también como una configuración lineal. Sin embargo, la mayoría de las formas que pueden aunarse en grupos muy diversos permiten una pluralidad de configuraciones. Esta experiencia remite por sí sola a una de las peculiaridades más íntimas del crock: a saber, a su disposición incansable para conseguir de una misma circunstancia –por ejemplo, de un decorado o de la pintura de un paisaje– buen número de lados, contenidos, significaciones”.

La representación más fidedigna y originaria de este fenómeno de interpretabilidad múltiple se localiza –en opinión de Benjamin– en el ornamento. Pero también nos encontramos aquí, de nuevo, con los gozos –y las sombras– de quien se dispone a fabular. Realmente, tan amplia virtualidad hermenéutica no representa para el autor alemán otra cosa que “el otro lado” de la peculiar experiencia de la identidad que abre la ingesta de alucinógenos. Experiencia sinuosa y laberíntica en que el sujeto se ve involucrado en una perpetua modulación fantástica, una suerte de metamorfosis incansable que se distiende en recursividad inclemente y autónoma, sin tregua: “El otro rasgo con el que el ornamento sale al paso de la fantasía gusta presentarle al fumador objetos –sobre todo muy pequeños– en serie. Las filas sin fin en que emergen ante él una y otra vez los mismos utensilios, animalitos o formas de plantas, representan, en cierto modo, proyectos sin configurar, apenas formados, de un ornamento primitivo”.

La fijación se concentra entonces en ellos porque allí palpita, siempre larval y giratoria, la promesa de una salida al laberinto que uno mismo ha formado. Esa a la que todos los signos parece que apuntan, pero como índices que se vuelven máscaras, finalmente, de un juego que no consigue terminar nunca. Juego tal vez marginal o irrisorio –en relación con las cosas que los adultos estiman importantes en la vida–, de ahí el espíritu drolático, burlesco y al tiempo circense, con que se manifiesta. Goce y suplicio que no puede terminar –ahora ya lo sabemos– más que trágicamente; dado que, en la otra dirección, a la infancia ya nunca se vuelve.

Más del autor