¿Quién soy yo para decir qué hacer? Sólo una más que se pregunta.
Hace casi veinte años Carmen Martín Gaite me invitó a su casa y pude preguntarle qué es lo que tenía que hacer. Por aquel entonces la vida me parecía confusa, aun más que ahora.
A Carmen me la encontraba por Madrid, por pura coincidencia, una vez al mes. Tantas veces nos encontramos que sin conocernos sabíamos quienes éramos.
Con diecinueve años yo había escrito una novela debajo de las sábanas. Quería ser como ella. El director de un taller litarario del Círculo de Bellas Artes de Madrid, al leer mi primer capítulo mecanografiado, me dijo,
—Esto está bien. ¿Quién es tu escritor favorito?
Y yo contesté:
—La Gaite
—Le voy a decir que te llame –añadió–.
Pero no le creí.
* * *
Yo nunca me echaba la siesta. Nunca. Y el día que me quedé dormida en el sofá a las cuatro de la tarde, mi madre me despertó: ¡Gema! ¡El teléfono! Es para ti.
Sostenía el auricular rojo de las dos semicircunferencias a los lados, agujereadas por puntitos concéntricos, con un cordon de plástico que se retorcía en espirales que yo enroscaba alrededor de los dedos cuando hablaba en cuclillas con la espalda pegada a la pared.
No le pregunté a mi madre quién era porque aún no estaba despierta, y el teléfono no estaba realmente allí, como tampoco estaba todo lo demás.
Mi madre me miró con ojos como platos y me dijo medio asustada:
—Es Carmen Martín Gaite.
Y aunque estaba medio dormida, o dormida del todo, porque aquella siesta era pesada, plomiza, recuerdo la conversación letra por letra; recuerdo la entonación de cada palabra, los segundos de silencio y los de sorpresa.
—Hola.
—Hola, ¿eres Gema?
—Sí
—Juan me dijo que te llamara, que había leído algo tuyo, que habías escrito una novela, ¿de qué trata?
Y se lo expliqué lo mejor que pude.
—¿Qué años tienes?
—Diecinueve
—¿Diecinueve?
Y su entonación me sorprendió porque yo no me había imaginado su voz tan exigente, tan sorprendida, y hasta un poquito enfadada. Me quedé callada. No dije nada. No sabía si tener diecinueve años era bueno o malo.
—Diecinueve años. ¡Ni aunque fueras Goytisolo! –exclamó–.
A Goytisolo no le había leído, pero imaginé que jamás le llegaría a la suela de los zapatos. Yo continuaba en silencio. Diecinueve años no es nada, decía, como si hablara con ella misma mientras yo la escuchaba al otro lado. Entonces me desperté de la siesta y me quedé muda de tantas cosas que quería decir.
—¿Y por qué crees que debería quedar contigo cuando no tengo tiempo para ver a mis amigos? –añadió en un tono neutro, sin darme más pistas–.
Y yo, con las buenas notas que había sacado en mi primer curso de carrera, no entedí lo que me decía.
—Juan me preguntó que quién era mi escritor favorito y yo dije que tú… –y arrastré el tú porque aún no me creía que estaba hablando con ella–. Si no puedes quedar, está bien…
—Bueno, si tú quieres, pues nos tomamos un café –pero me lo dijo como con pena y a mí eso no me gustó–.
—No, no hace falta, respondí. –Y entonces vinieron los dos segundos de silencio. Me había quedado completamente estupefacta porque no podía entender cómo tal frase había salido de mi boca si no era yo quien la había dicho–.
—¿Estás segura? –repitió ella–.
Y aunque quise decir que no, me salió un sí.
—Bueno –dijo ella–.
—Adiós –dije yo–.
Y colgué. Me desenganché el cordón de los dedos y me puse a llorar.
* * *
Fue después de aquella conversación cuando empezamos a encontrarnos sin querer por todo Madrid: primero en el cuarto de baño del primer piso del Círculo; después por Gran Vía, por Retiro; y dos veces mientras yo iba en autobús. Nos quedábamos con la mirada fija la una en la otra a través de la ventanilla, como si nos estuviéramos despidiendo hasta el próximo encuentro.
Llegó el verano y decidí escribirle en un cuaderno de espirales. Cuando llegó abril encontré a Carmen firmando libros en su caseta del Retiro. Se acordaba de mí. No le pregunté si me recordaba por la conversación de teléfono o por nuestros múltiples encuentros fortuitos. Le dije que le había escrito unas cosas; que no hacía falta que se las leyera; pero que quería dárselas. Y ella me dijo que le parecía muy bien, pero que no se lo dijera como si estuviera enfadada. Me preguntó si quería ir un día a su casa y le dije que sí.
* * *
Su casa olía a libros, a papel, tenía poca luz y nos sentamos en una habitación al final de un pasillo que giraba a la derecha. Le llevé de regalo páginas de color mostaza que había comprado en Turquía, para que escribiera o hiciera collages. Nos trajeron un café y unas pastas. Carmen sacó mi cuaderno y lo colocó encima de la mesa.
—Lo he leído –me dijo. Y cuando lo dijo, no sonrió–.
Yo la miraba como si lo que fuera a decir a continuación fuera a dar un vuelco a mi existencia.
—Tienes el horno listo, ahora te falta el pollo –y lo entendí–. Se parece mucho a El cuento de nunca acabar –añadió–. Pero yo ese libro suyo no me lo había leído, y se lo dije.
—¿Por que tenías tantas ganas de hablar conmigo? –me preguntó–.
Y le recordé nuestra primera conversación, y le dije que, a veces, al ser muy joven, la gente no escuchaba, y que quizá, cuando creciera, tampoco escucharía. Y le dije que me habían dado un premio muy importante de dibujo cuando lo que yo quería hacer era escribir; y que me iba a Londres con una beca de pintura, pero que yo sólo quería escribir, pero que en mi casa no me habían dejado estudiar literatura, y yo pensé que no entraría en la Escuela de Bellas Artes porque existía un examen de ingreso para el que apenas me había preparado, porque una semana antes de la prueba nunca había sostenido un carboncillo entre mis manos, pero que había entrado, y con nota, y había sido realmente una bendición porque mi segunda opción de carrera era económicas; y que había apuntado económicas en la lista porque mi padre había dicho que era una carrera con futuro; y que estaba contenta porque en Bellas Artes me daba tiempo a leer, y hasta a escribir novelas. Le pregunté que si cuando se hacía algo muy bien al final los amigos acababan enfandándose contigo. Y concluí:
—Me voy a Londres seis meses y quería hablar contigo antes de irme.
Y ella me dijo,
—¿Estás enamorada?
—Sí –contesté yo–.
—¿Y él te quiere?
—Sí –volví a decir–.
—Pues si eres joven y tienes quien te quiera, ¿qué más quieres en la vida?
Y comprendí.
Al despedirnos, de vuelta por aquel largo pasillo, se paró cerca de la puerta y abrió un armarito lleno de libros. Rebuscó entre unos cuantos y sacó El cuento de nunca acabar. Me lo puso entre las manos y sonreí.
—¿Te lo dedico? –dijo–.
Con la sonrisa aun en los labios negué con la cabeza y añadí:
—No hace falta, me quedo con la conversación –y ella sonrió también–.
Nos dimos un abrazo y salí muy cerca de Avenida de América preguntándome cuándo aparecería aquel pollo que tenía que cruzarse en mi camino.
* * *
En Nueva York tengo El cuento de nunca acabar siempre a mano en la repisa de la derecha del estudio. De vez en cuando miro esa primera hoja en blanco y paso la mano por encima, como si con un truco de magia de esos de tinta invisible, su pensamiento resurgiera. Sobre todo ahora que ella no está.
Para concluir este texto el día antes de Acción de Gracias he sacado su libro por el lomo con cuidado y lo he abierto por una página aleatoria, la 257, que dice:
IMPROVISACIÓN. EL RIESGO
El que no se arriesga no pasa la mar. En los cuentos fantásticos era la ambigüedad de aquellos consejos velados que el genio o el hada daban al protagonista. “Tú mismo entenderás lo que tienes que hacer, al llegar junto al árbol de frutos de oro, o cuando encuentres al perro de los ojos de fuego”. Daban un margen de improvisación sobre el cañamazo de cierto misterioso itinerario. Para encontrar el perro o el árbol lo importante era salir, ponerse en camino. Despegar.
¿Qué hacer entonces? Preparar el horno para cuando llegue el pollo, porque el pollo llega, y cuando uno menos se lo espera. Para ello hay que preguntar, arriesgar, involucrarse sin que importe demasiado la fragilidad o fortaleza de los cimientos sobre los que basamos nuestras esperanzas, nuestras metas; porque muchas se desmoronarán como se desmoronan las torres de naipes, pero –como sucede con las cartas– en cuanto caiga una torre, construiremos otra.
Hay que construir. Siempre. O ponerse en camino.
Gracias, Carmen.
Gema Álava (Madrid, 1973) es una artista visual multimedia que vive en Nueva York. Su trabajo ha sido expuesto en el Solomon S. Guggenheim Museum, el Queens Museum of Art y la sede central de las Naciones Unidas, entre otros espacios. Su trilogía Tell Me – Find Me – Trust Me (2008-2010) ha sido premiada con una 2011 Peter S. Reed Foundation Fellowship. En FronteraD ha publicado Nueva York: después de Sandy y Tell me o cómo perder el miedo dentro de un museo. Jonathan Goodman le dedicó el ensayo Gema Álava, un mundo atrevido