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Mientras tantoPrepárate a morir

Prepárate a morir


 

A Don Juan Carlos le tocó justar con los tipos del bigotito para poder traerse a España a los que no lo llevaban. Podría ser casi un rey bíblico, como Moisés. Fue el campeón del torneo y así volvieron todos los prisioneros para vivir en libertad. Él les devolvió a casa y a pesar de ello a muchos se les quedó dentro un rencor viejo. Luego la Monarquía fue uno de esos barcos de vapor del Misisipí con nombres del París de la Belle Epoque. Mucho han hablado los republicanos de memoria frágil, y los liberales, los monárquicos y los Juancarlistas, y hasta los carlistas si se quiere, de que el reinado de Felipe VI iba a ser una travesía de snags, los árboles a la deriva que partían el casco de aquellos palacios flotantes, pero al menos en el inicio no lo parece. A la corte del padre le faltaron los villanos para ser perfecta. Eso no fue una monarquía sino el período libertario del POUM que admiraba Orwell, antes de que llegaran los estalinistas, muchos de los cuáles van por ahí ahora pintando en las paredes “viva estanli” con total propiedad. El Congreso fue ayer una corte antigua e ideal. La corte de Camelot de Twain pero con todos esos felones de las películas presentes y dispuestos a la conspiración. A Mas y a Urkullu, con sus sonrisas enigmáticas, bellacas, sólo les faltaban las calzas y los sombreros con plumas. Ellos ya cuentan por ahí como vencen a ejércitos enteros y a gigantes sólo con su espada como relataba el yanqui de la corte, mientras prometen repetirlo ante sus vasallos. La pureza y la inocencia del acto al que asistían contrastan con la intelectualidad de Vestrynge. Qué les quedará entonces a esos republicanos, perdidos sus referentes, salvo pintar las calles con faltas de ortografía. Ayer algunos perdieron su oportunidad para mostrar el coraje, que no es privativo de clase, aplastados por el discurso (con el que se podrá o no estar de acuerdo, igual que con la figura y el régimen) y la actitud valiente del nuevo Rey. Felipe VI parecía ayer el Westley de ‘La Princesa Prometida’, acompañado de la princesa Buttercup en Doña Letizia, reafirmando a Unamuno y aquello de la gran singularidad española. Twain decía que cualquier clase de aristocracia, por muy elegante que se presente, constituye de por sí una ofensa, pero no conoció este parlamentarismo español, donde los auténticos aristócratas son los elegidos por el pueblo. La realeza en España es un cuento de infancia del que nadie merece que se le prive. Una historia de príncipes y princesas en pleno siglo XXI, como si no todo estuviera perdido. Hay piratas, como Roberts, y traidores como Rugen y taimados como Vizzini. Cobardes como Humperdinck que son tan importantes como el héroe en el relato que uno no quiere que se acabe, acaso como si aún viviese el abuelo que le narra a uno aventuras caballerescas, deseando oírle decir por boca de un espadachín español: “Hola, soy Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir”.

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